Recuerdos del tiempo viejo: 34
XXXIV
editarYa no teníamos manteos los estudiantes en el curso universitario de 1835 al 1836; ya éramos en ella cada cual hijo de su padre y lo que su ropa representaba; ya no nos unían, confundían y hermanaban a todos las desgarradas sotanas y los agujereados tricornios; y como ya los ricos no podían hacer vida común con los pobres, y como ya los pobres no se atrevían a familiarizarse con los ricos; y como el natural despego de éstos comenzaba a engendrar en aquéllos el despego natural al inferior, avergonzado de ser pobre ante el superior orgullo por ser rico, comenzó el estudiante pobre a procurar valer más en las aulas que el rico, que valía más en la calle; y salieron a la calle desde la cátedra aquellas ventajas del estudiante pobre, interpretadas por el rico, no como efectos de noble emulación, sino como pretenciosas pruebas de superioridad intelectual; y al fin, interpretadas malamente la dignidad del acomodado y el justo anhelo del pobre, concluyó el espíritu de fraternidad universitaria, de corporación y de clase, y comenzó a germinar en las escuelas el espíritu de bandería, y entró en la Universidad la división política que fermentaba en la sociedad.
Separáronse primero los teólogos de los legistas: comenzaron a echárselas de materialistas los que en las cátedras de medicina y farmacia estaban matriculados; comenzaron a averiguarse unos a otros las vidas y los antecedentes de sus respectivas familias, y hubo en la Universidad cristinos, y carlistas; y en lugar de galantes rondallas y serenatas amorosas, circularon escritas y cantadas las provocativas poesías, y resonaron por las desiertas calles en la nocturna sombra las insolentes canciones; y buscándose y encontrándose en la oscuridad los provocados y los insolentes, se ingirieron en las costumbres las tradicionales palizas del 23 y 24, y no hubo medio de llevar de noche sobre ellas el traje universitario sin riesgo de las costillas.
Yo era tan sonámbulo en la política como en el estudio del derecho, y más sonámbulo despierto que dormido;porque olvidando que en Valladolid era el hijo de mi padre, allí conocidísimo, respiraba inconscientemente las auras de libertad y las aspiraciones del progreso; haciéndome igualmente hostil a los realistas, amigos de mi familia, y a los liberales, que no podían creer en los humos progresistas del hijo del superintendente general de policía del difunto rey Don Fernando VII, el Deseado.
Como toda la Universidad sabía que yo hacía versos, andaba siempre expuesto a que me achacasen los unos y los otros los que con unos y otros se zaherían; y andaba el bueno de Segundo Valpuesta azorado por mí, cuando tardaba algo más de lo acostumbrado en volver de noche a nuestro común hospedaje. Yo he tenido siempre afición al vagabundaje nocturno: y como las amonestaciones del rector Tarancón por un lado, la vigilancia del procurador de mi padre por otro, y mi carácter esquivo, sobre todo, me habían casi excluído de la sociedad estudiantil, andaba yo siempre solo y desperdigado, leyendo al sol, por los andurriales, a Walter Scott y a Fenimore Cooper, y estudiando de noche por las callejas y las plazuelas las siluetas y sombras de aquellas torres bizantinas, de aquellas ventanas enrejadas y de todos aquellos románticos arrequives con que llené posteriormente mis libros. Mi corazón y mi cerebro eran dos laberintos, en donde no podía yo mismo penetrar sin perderme; porque, mientras asistiendo a mi padre enfermo, permanecí en la casa del canónigo de Lerma, hermano de mi madre, había yo adquirido una tan secreta como dolorosa idea de la situación de mi familia. El prebendado había sido siempre el consejero, el favorito y el administrador de mi padre; quien, como buen abogado, sabía arreglar la hacienda ajena, pero no manejar la suya; con tanto más motivo, cuanto que los pleitos y los negocios políticos no le habían nunca dejado tiempo para ocuparse de sus cuentas, llevadas siempre por el canónigo, en números muy entendido y a quien estaban por ello confiadas las del Cabildo de su Colegiata.
El incesante sobresalto en que a los dos hombres de mi casa tenían las vicisitudes políticas, y la presencia en las inmediaciones de partidas carlistas, cuyos jefes eran por ambos más o menos conocidos; el repentino e inesperado fallecimiento de otro pariente, presbítero de Tordómar, a quien habían confiado todos los ahorros de mi padre, que se perdieron con la silenciosa muerte de aquél; la eterna preocupación en que a mi padre tenía mi porvenir; la oculta ojeriza que entre el canónigo y yo hervía en la conciencia de ambos, y el descabellado giro de mi espeluznadora poesía, tenían a mi madre llorando y rezando incesantemente, y en guerra sorda y ojo avizor conmigo a los dos varones de mi confinada y mal segura familia; y habíaseme a mí metido en la cabeza que mi pobre madre estaba entre su marido y su hermano como estaría un pájaro anidado en el hueco de un olmo, con un milano posado en su copa y una culebra enroscada a su tronco. Idea, sin duda, injustificada e infundada, pero surgida en mi cerebro y arraigada en mi corazón por mis tal vez mal hechas observaciones. Ello es que, entre el pesar y las continuas cavilaciones que esta idea engendraba en mi espíritu, mi constante lectura del gran novelista inglés y de su rival americano, Walter Scott y Cooper, y la avenida romántica francesa, por la que me dejaba arrastrar con el más desenfrenado delirio, llegué a vivir en una exaltación febril y en un aislamiento semi-salvaje, que produjeron por fin la divagación diaria y el sonambulismo nocturno; doble sonambulismo de la vigilia y del sueño, germinado y sostenido al mismo tiempo por el delirante romanticismo de mi imaginación de poeta y por la pesadumbre real de mi corazón; vivía yo, pues, si aquello fué vivir, acompañado y perseguido por mis imaginarios fantasmas y acosado al par por mis verdaderos pesares.
Una noche me acosté cansado de dar vueltas a una idea, la cual no pude encajar en la métrica elegida para mi composición: conté, según mi costumbre, los versos aquel día escritos; marqué su número debajo de una línea horizontal puesta al lado del último, y me entregué al sueño, esperanzado de encontrar el fin de mi estrofa con el reposo de aquella noche y la luz del siguiente día. ¡Cuál fué mi admiración encontrando al levantarme seis versos más escritos debajo de los contados, con la misma igualdad, con tan segura mano como éstos y encerrando la idea rebelde que había resistido a todos mis esfuerzos la noche anterior! No lo concebí, pero tampoco lo adiviné. Dióme mi padre varias reglas de vida práctica que nunca he olvidado; una de ellas fué: «no te hagas servir por nadie en lo que puedas servirte solo»; y en consecuencia de ella me puso un día en las manos un par de finísimas navajas, para que empezara a afeitar el naciente bozo que comenzaba a negrear en mis descoloridos carrillos. No fué nunca difícil para mí, que nunca carecí de destreza manual, la operación de hacerme la barba; pero dábame yo con ella importancia, y en la noche del 31 de diciembre de 1835, víspera de los días del señor Tarancón, me acosté pensando en que debía ir a dárselos muy bien afeitado. Pero ¡cuál fué mi asombro cuando, al ponerme ante el espejo, me encontré a la mañana siguiente sin rastro de bozo! La palangana contenía agua de jabón, pero las navajas estaban limpias y en su caja; entonces caí en que era sonámbulo… y tuve miedo. Después de haberme sentido mis compañeros y la dueña de la casa vagar a oscuras por ella algunas noches, supliqué a Valpuesta que me encerrara en mi alcoba, a cuya puerta vidriera pusimos llave. Concluyó el curso académico; volví a Lerma, y no me atreví a confiar a mi madre mi nocturna enfermedad; pero una noche, al despertar frío y sobresaltado, me hallé desnudo, asido a las dos hojas de una abierta ventana, y rodeado de mi padre, mi madre y el canónigo, que me contemplaban con asombro, teniéndome este último cogida mi mano izquierda con su derecha.
—¿Qué pasa?—les pregunté más asombrado que ellos.
—Eso te pregunto yo—díjome mi padre severamente.
—No sé—repuse con la más ingenua veracidad—. ¿Qué he hecho?
—Has abierto muchas veces la ventana, has sacado la cabeza a la calle sin soltar las hojas, y después de decir no sé qué en italiano, has vuelto a cerrar y a abrir, hasta que tu tío te ha cogido la mano.
Confuso y avergonzado confesé que era sonámbulo.
–¡Pues no te faltaba más!—exclamó mi padre.
Y enviándome a dormir, dejó que mi madre quitara, con los ojos arrasados en lágrimas, todo lo que en mi cuarto pudiera lastimarme, y me dejó en él encerrado.
¿Y por qué hago yo aquí tan íntimas y tan poco interesantes revelaciones?
Lo diré el próximo lunes, en la última hoja traspapelada de estos RECUERDOS.