Recuerdos del tiempo viejo: 59
XIV
editarMientras yo vagaba estudiando el país a mi manera y las costumbres que a él habíamos llevado sus antiguos dominadores, y las que con su emancipación había él ido adquiriendo, la política había revuelto la tierra y exaltado las cabezas. El ministro español que me había presentado a Santana, había perdido el juicio; Santana había emigrado. Comonfort había subido a la presidencia, y con él el partido liberal; los religionarios andaban por los campos pronunciados; Cagigas, que era santanista, andaba haciéndose el enfermo, el sueco, y se había hecho muy poco encontradizo; Anselmo Portilla dirigía un periódico comonfortista; Sanchíz andaba como siempre, erguido y discutidor, y después del diplomático Antoine y Zayas, que allí se decía que hacía negocio, vino a enderezar el negocio de la Convención española mi condiscípulo y amigo de la niñez Miguel de los Santos Álvarez, investido del carácter de enviado extraordinario y apoyado por una escuadra que fondeó en Veracruz.
Dijeron los mejicanos que no era decoroso tratar con la amenaza de una escuadra enfrente de las narices, y dijeron los españoles que no se podía tratar sino con una escuadra a las espaldas; y entre «retira la escuadra y trataremos», y «si retiras la escuadra no haremos nada», Miguel Álvarez adelantaba poco como embajador, aunque como literato era recibido y acariciado por todo el Gobierno, que se componía precisamente de gente de letras. Paino y Guillermo Prieto eran ministros; y ellos y otros dos individuos del Gabinete eran amigos de Manuel Madrid, con quien yo pasaba semanas enteras en una alegre casita del alegre pueblo de Tacubaya. A aquella casa acudíamos los domingos, y en ella almorzábamos Paino, Prieto y algunos otros personajes influyentes en la situación, con el excéntrico español Patiño, de quien hago más larga mención en mis memorias póstumas. Manuel Madrid, que era tan buen español como buen amigo, quería que Miguel Álvarez saliese airoso de su comisión, y convinimos en reunir a éste con los ministros en su casa, donde yo tenía habitación, como en terreno neutral y con pretexto de continuar nuestros almuerzos dominicales. Invitó él a la gente política y yo a la de letras, a la cual debía yo llevarme a mi aposento y entretener con versos y fruslerías, mientras Álvarez se las arreglaba con los ministros después de Champagne.
El primer domingo todo salió a pedir de boca; llevéme yo mi gente a mi cuarto, les enseñé un Korán y otros libros árabes que tenía sobre la mesa, les leí pedazos de las Dos Rosas y dos Rosales, y cuando, con ayuda de una botella de Sillery Monseux y unos habanos, regalo de Cabañas y Carvajal, pasaron aquel mal trago de mis versos, ya los políticos habían levantado sesión y citádose para el domingo siguiente.
Pero éste, al fin del almuerzo, cundo yo intenté llevarme a los míos, les hallé más dispuestos a escuchar la voz de la diplomacia que la de la poesía. Manuel Madrid me miraba ya impaciente, los políticos no tenían tiempo que perder, y yo no sabía cómo apoderarme de D. Joaquín Pesado, famoso poeta entonces, político en otro tiempo, y curioso como una monja. Madrid, por fin, más avisado que yo, me dijo: «Acuérdate de que has prometido a aquellas señoras que harías firmar sus álbums a D. Joaquín: te los he puesto sobre tu mesa.» Pesado no pudo esquivar semejante demanda, y siguióme con los otros poetas a mi cuarto, donde el previsor Manuel Madrid nos envió puros y Champagne para que no volviéramos sin apurar unos y otro.
Mas D. Joaquín Pesado tenía un ojo al gato y otro al garabato: había husmeado que allí se fraguaba algo, y quería saber de qué se trataba: dos veces se había vuelto hacia la mampara, y dos había yo logrado llamarle la atención; pero preveía que se me iba a escapar, y Manuel Madrid me iba a llamar imbécil y torpe a boca llena.
Era Pesado muy devoto; tenía una numerosa familia, tres o cuatro muchachas hermosas, y otros tantos muchachos con cabeza de querubines: un cuadro de Rubens. Dábales una santa educación y una instrucción como la suya, y sabía yo que todas las noches rezaban el rosario en familia; y Pesado acababa de escribir un panegírico o cosa parecida del Santo Rosario para edificación de sus piadosas hijas. Una cuestión religiosa era lo único que podía hacerle olvidar la política, y no quería yo exponerme al justo bufido de Manuel Madrid. So pretexto de buscar un manuscrito, saqué de su cajón muchos papeles, y tiré entre ellos sobre la mesa un precioso rosario de ámbar y venturina, que pertenecía a las señoras dueñas de los álbums.
Cogiólo inmediatamente Pesado, y examinándolo dijo:
—¡Precioso rosario! ¿Es de usted?
Aquí le aguardaba yo, y respondí:
—No, señor; yo no lo uso porque nunca lo rezo.
—¡Nunca! —exclamó asombrado.
—Nunca —repuse yo tranquilamente, y el pez prendió en el anzuelo.
—¿Por qué? —me preguntó dispuesto a entrar en discusión.
—Porque tengo para mí que la invención del rosario fué una torpeza de Santo Domingo de Guzmán, que lo introdujo en España.
—¡Hombre, hombre! ¿Cómo explica usted eso de la torpeza? —me dijo Pesado, como queriendo comprender mejor mi mala idea.
—Mire usted —seguí yo diciendo con la más taimada imperturbabilidad—. Santo Domingo de Guzmán, que iba a Argel a redimir cautivos, vió que los moros rezaban con una camándula de catorce granos; y sin ver bien lo que ellos dicen con aquella camándula, cometió la torpeza de inventar una de cien granos.
—Explíquese usted mejor; lo que está usted diciendo es una gran impiedad.
—Los árabes reconocen los catorce atributos de la divinidad, pasando los catorce granos de su camándula: Dios Criador; Dios Misericordioso; Dios remunerados; Dios Grande, etc.; pero no se dirigen al Criador; no le hablan; no se le igualan; lo reconocen, lo adoran; y Santo Domingo la dijo a María Santísima cien veces la misma cosa, como si fuera sorda o estúpida.
—¡Jesús! ¡Jesús! —exclamaba Pesado, cogiéndose la cabeza con las manos. —¡Qué blasfemias! ¡Un hombre como usted! ¡Un poeta cristiano!
—Y además —continué yo—, la manera irreverente con que se reza es un desacato. Se mascan entre dientes y se ganguea sus palabras; de modo que sobre atreverse la criatura a hablar cara a cara con la Santísima Virgen y con su Divino Hijo, los habla con un tono que costaría ser despedido a su criado de usted si con usted se atreviera a usarlo.
—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó Pesado. —Voy a convencerle a usted del error en que está.
Y comenzó una disertación eruditísima para confundir mi impiedad y hacerme retractar de mis blasfemias, que escucharon absortos conmigo los que nos rodeaban.
Cuando él cesó de hablar, Miguel Álvarez había partido para Méjico con los ministros; y oyendo a Pesado, ni habíamos nosotros oído partir al coche.
D. Joaquín Pesado se fué escandalizado, pero a oscuras de lo que se trataba.