Recuerdos del tiempo viejo: 63
XVIII
editarA las diez de la mañana del siguiente día entraba yo con Rafael en el consulado español, a cuyo cónsul, después de las formalidades de costumbre, entregué las cartas que para él me habían dado.
A las diez y media cruzábamos la plaza y salíamos al muelle, Cagigas y yo, precedidos de Rafael y seguidos de un mozo con los equipajes. Llovía, y los hilos del agua del cielo hacían combas en el aire al soplo desigual y desordenado del viento; el agua del mar saltaba por encima delos malecones y hacia la playa del muelle. Cagigas se afianzaba el hongo en la cabeza con la mano izquierda, y se sujetaba con la derecha a la cara un pañuelo blanco que chorreaba. En el escalón de una puerta, no sé si de la capitanía del puerto, libre del oleaje, estaban agrupados esperando su bote, o sin atreverse a embarcar, nuestros tres PP. Agustinos. Cagigas se dirigió resueltamente al bote de Rafael, que bailaba sobre las olas, y se arrojó en él de bruces en cuanto le vió levantarse sobre una; echaron tras él mi maleta y su saco, sobre los cuales me tiré yo, porque no había más modo de embarcarse; hízolo así Rafael, y ¡arranca la canoa! Cagigas, que se mareaba con sólo mentarle el agua, iba como una masa inerte entre el baúl y el saco, en el fondo, lleno ya de agua, del bote; yo comencé a tiritar, creo que más de miedo que de mojado; y tras media hora de agonía nos izaron del bote al buque los marineros ingleses.
Repuesto un poco Cagigas bajo el toldo y sobre la cubierta del buque anclado, me dijo:
—Mire usted con el anteojo lo que pasa en la playa; se me figuró oír mi nombre cuando arrancábamos.
Dirigí mi Dollong a tierra; los dos PP. Agustinos se acababan de embarcar en una canoa de ocho remos, de no sé qué buque, proporcionada por el Padre Procurador, que les despedía muy expresivamente desde el muelle, y en él tres militares, rodeados de algunos paisanos, discutían vivamente sobre algo interesante, mirando y señalando al buque-correo inglés. Dije a Cagigas lo que veía, y exclamando con su constante sonrisa «¡Si nos descuidamos!», se fué a su camarote, de cuya litera no pudo moverse hasta que dimos vista a la Habana.