Recuerdos del tiempo viejo: 47

Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla

Allende el mar

LLegamos a Méjico tras cuatro días de viaje sin accidente; cuando mandaba Santana no había ladrones en el camino: todo ladrón cogido, era fusilado. Los enemigos de aquel presidente decían: «Cuando él manda, sólo él roba»: costumbre añeja de nuestra raza española; para todos los partidos contrarios al que manda, éste tiene todos los vicios, y todos los contrarios son unos pillos. En tiempo de mi padre, que fué sargento mayor de realistas, todos los liberales eran bribones; después fueron los carlistas unos bandidos; ahora todos los liberales están condenados al infierno por los neos, y hay quien sueña con el petróleo que ha de quemar a éstos en sus Seminarios, como a zorros quienes se ahoga en sus madrigueras. Afortunadamente, todo esto pasa rara vez de palabras en España, y nuestra raza española en Méjico sigue en esto las tradiciones patrias. Mandaba, pues, en aquel delicioso país, cuando yo llegué a su capital, don Antonio López de Santana, que se firmaba Santa Anna, no sé si con razón o sin ella. Tengo yo para mí que en su primera edad, antes de llegar a ser célebre y millonario, se llamaría Santana, como se firman todos los Santana de nuestra tierra; pero después debió de parecerle vulgar apellido para un alto personaje, y cuando yo llegué se llamaba y se hacía llamar Su Alteza Serenísima don A. L. de Santa Anna, y creo que no iba tan fuera de camino. Anna en hebreo tiene dos enes. Someto este procedimiento a la consideración de mi antiguo amigo don Manuel Santana, propietario hoy de La Correspondencia; si yo me hallara en su posición, comenzaría a hebraizar mi apellido, como aquel serenísimo presidente de la República mejicana.

A media legua de su capital salió a recibirme el señor conde de la Cortina, hermano del difunto marqués de Morante, tan erudito como éste, y caballero aquél de exquisito gusto en artes y de tan espléndidas costumbres y rumbosos instintos, como que había vivido siempre en Méjico y en Sevilla, de donde es oriunda la noble familia de los CORTINA. Llevaba este conde en su carruaje, cuando salió de Méjico a recibirme, a Anselmo de la Portilla, el español más honrado, estudioso y trabajador que pasó a las Américas, sea dicho sin ofensa de pasado ni de presente, y a Federico Bello, el español de más ingenio y de más pereza que allá he conocido. De ambos tendré ocasión de hablar más adelante; baste por ahora saber que escribían ambos por entonces un periódico mantenedor de los intereses españoles en aquella República, estimados de todos y patrocinados por el conde de la Cortina. Como datos característicos de éste, apuntaré dos rasgos de esplendidez que acababa de realizar; fué el primero que, al instalarse una lotería mensual para sostener la Academia de Bellas Artes, cupo al billete de conde el primer premio de 50.000 pesos, y no salieron del salón en que aquel primer sorteo de instalación se verificaba; el presidente Santana le pidió prestados treinta mil, dió diez y seis mil a una señora que había venido a menos, y el conde se llevó sólo cuatro mil para dulces y flores a las muchachas: y fué el segundo que acababa de dar al Presidente un baile de tres horas, que le había costado veinte mil pesos. Como la consecuencia más inmediata de gastar el dinero es quedarse sin él, el conde de la Cortina no era ya millonario cuando me salió a recibir co Portilla y Bello; y dejándome con ellos al anochecer instalado en el mejor hotel de la calle del Espíritu Santo, se subió a su palacio de Tacubaya, situado en el centro de una posesión que vendió años después a la hija de un opulento gallego, britanizado.

Portilla y Bello me dieron las primeras noticias y consejos útiles con una lealtad tan franca cuanto sincero era el cariño que por mis escritos y mi reputación me habían cobrado en aquel país, donde habían defendido mis obras de la crítica apasionada, y mi persona de los maliciosos supuestos del vulgo. Diéronme a entender que bajo la buena sombra del conde de la Cortina podríamos sacar honrada y honrosamente algunos pesos de la publicación del primer libro, que ellos me ayudarían a publicar, y de la gran curiosidad que tenían los mejicanos de oír mis lecturas, ya que de gran fama de lector iba yo allí precedido. Al despedirse de mí, para dejarme descansar de las noventa y seis horas de diligencia, pidióles serme por ellos presentado otro español que en el inmediato cuarto se aposentaba; llamábase Manuel Madrid, y es uno de los hombres que mejor idea me han hecho formar de la humanidad, y el a quien debo mejores consejos y más valiosos servicios, por más que yo no haya sabido o querido aprovecharme de ellos. Manuel Madrid era hombre de negocios, que por sí mismo había hecho siempre los suyos, y estaba tan bien quisto en el país cuanto de él y sus habitantes era conocedor. Mis versos me han ganado muchos amigos, y es lo único por que estimo algunas pocas páginas de mis incorrectos libros; pero con nadie trabé por ellos tan pronto intimidad como con Manuel Madrid. Hombre de tanto corazón como perspicacia y mundo, comprendió mi posición sin necesidad de que yo se la revelara; comprendí yo a mi vez, sin que él de ello me dijera la más mínima palabra, que sentía profundamente que yo hubiera ido a aquella tierra; y aunque ni él, ni Portilla, ni Bello habían hecho la alusión más remota a las apócrifas quintillas, yo sentía que las tenía suspendidas, como Damocles la espada, sobre mi cabeza; cuando Manuel Madrid se retiró a su cuarto, me acosté convencido de que tenía en América un amigo tan verdadero como lo había sido Muriel en París. Manuel Madrid y yo nos tuteamos a las dos semanas como si nos hubiéramos criado juntos desde niños; sus últimas palabras aquella primera noche, fueron.

—Aquí hay un talento especial para sacar al europeo de balde lo que en más él fíe de su valer; lo primero que se quiere sacar de usted, es una lectura; si fía usted en ellas, no se venda en la primera, porque a las veinticuatro horas le invitarán para desvirtuar lo que usted valga con la facilidad de la imitación. Mañana le invitarán a usted al acto académico de la apertura de la Universidad; no tendrá usted más remedio que ocupar la tribuna. Si su talento de usted es múltiple en géneros de lectura, dé usted una buena muestra de uno, pero resérvese usted armas para el porvenir.

Manuel Madrid conocía su gente; a los dos días me invitaron para el quinto; preparé una composición, en la cual, por la premura del tiempo y el escaso que me dejaban las visitas y los obsequios, ingerí como mejor pude unas octavas de la introducción de mis Cuentos de un loco; y si no resultó de aquella amalgama una buena poesía, resultó a lo menos un ejemplar de lectura muy a propósito para el caso. Llevóme a la Universidad en su carruaje el conde de la Cortina, y halléme con asombro en un salón lleno de obispos, canónigos, frailes y doctores, con quienes tenía poca afinidad un poeta como yo, tan escaso de saber como de títulos académicos. Pero lo que me tenía absorto en aquel cuádruple círculo de doctores con sus mucetas, eran los frailes, cuyos hábitos hacía ya veinticuatro años que no se veían en España; y contemplaba yo con infantil curiosidad aquellas rapadas y cerquilladas cabezas, asomadas a sus capuchas como las tortugas a su concha, y cuyos ojos, fijos sobre mí, rebosaban curiosidad. El Arzobispo que presidía, el rector que hacía de moderante, el secretario y los doctores que debían sostener el acto, hablaron en latín y en español con una pronunciación suave y melíflua, para mí no desconocida, puesto que había oído hablar a tantos mejicanos como a casa de Muriel asistían, pero que allí, por ser general, me hacía un delicioso y extraño efecto.

El poeta don Joaquín Pesado, el más famoso en Méjico por entonces, leyó una poesía de corrección y forma clásicas, que todos aplaudimos, y tras él me condujeron a la tribuna, que estaba malísimamente colocada, enfrente de la puerta, cerrada sólo con un tapiz, y en el centro de la pared lateral de un salón que por ser tan largo parecía estrecho, y que tenía a la cabecera una ventanilla abierta sobre el estrado en uqe estaban el arzobispo, los obispos y los doctores, a los pies una larga celosía, tras de la cual se veían apiñadas las cabezas de las señoras a aquel acto admitidas. El lugar no podía ser peor, ni la posición más desfavorable para el orador y el lector; pero como en los que en la tribuna me habían precedido había yo estudiado la desigual sonoridad y los ecos del salón, y en la práctica y el estudio de estos casos fío yo mis ventajas como lector, empecé y concluí mi lectura limpia, clara y serena, dándola un marcadísimo claro oscuro con la armonía de las onomatopeyas y el vigor de los períodos de que la había rellenado a propósito. A lo cuatro endecasílabos me había captado la atención, al final de la primera estancia había yo dominado la Asamblea, y desde la mitad de mi composición la arrastré tras mi palabra como se me antojó, sin haber hecho uso más que del registro medio de mi órgano vocal. El éxito fué legítimo y el aplauso universal; apresuráronse todos aquellos reverendísimos a felicitarme; y conforme me iban alargando y retirando sus manos, iban dejando en la mía una monedita de oro taladrada, con un lacito de cinta de los colores republicanos; las cuales, no cabiéndome en la mano, depositaba yo en mi bolsillo.

El conde de la Cortina reía a socapa de mi sorpresa. Portilla me previno de que se trataba de darme un beneficio en el teatro con mi Tenorio y una lectura; y mareado con las visitas, los abrazos y los apretones de manos de frailes y presbíteros, me acosté aquella noche calculando cuánto haría de entrada el teatro en que me darían el beneficio, que era la mina única de cuya explotación podía yo prometerme alguna legítima utilidad.

Pero ésta precisamente era la mina que debía reventar a mis pies.

Corría el mes de marzo: estaba cercana la Cuaresma y ya por concluir la temporada cómica; y un español llamado Moreno, que era agente de la empresa del teatro, viendo que con mi beneficio iba a perder uno de los pocos días de entrada segura que la quedaban, discurrió un medio de librarse de mí, que no había pensado en aquello que el entusiasmo general y a mis amigos y no a mí había ocurrido. Buscó a uno delos hijos del presidente Santana, le dió las malhadadas quintillas para que se las enseñara a su padre, y le dijo que eran un insulto y una provocación del partido español al Presidente aquellos obsequios a un traidor enemigo de la República, como yo.

Santana, que era vanidosísimo, sintió su amor propio herido por los aplausos dados a otro que a él; llamó al gobernador Bonilla, y le mandó que me pusiera inmediatamente preso; Bonilla le hizo observar que era un atropello injustificado que podía traer al Gobierno una dificultad con el ministro de España, y que él se encargaba de dar al acontecimiento la forma más conveniente para la aclaración del hecho y satisfacción suya y del país.

Concluía yo de comer solo en un gabinete del restaurant del hotel a las cinco de aquella tarde, cuando un hombre alto, flaco, descolorido y vestido de negro, me pidió permiso para decirme a solas cuatro palabras.

Ofrecíle asiento, y entre un poco cortado y un tanto ceremonioso, me dijo que el señor gobernador deseaba hablarme, y venía de su parte a pedirme hora en que pudiera recibirle.

Púseme yo en pie y tomando mi sombrero, que en la percha inmediata tenía colgado, le respondí que yo no tenía representación ni privilegio alguno para eximirme del respeto a las autoridades de los países por donde viajaba, y que no podía permitir que el señor gobernador se incomodara por mí; que yo estaba pronto a ponerme a sus órdenes, y que podía guiarme al palacio del gobierno.

Comenzó aquel hombre a balbucear excusas para mí incomprensibles, y concluyó por decirme que yo no podía ir con él por la calle, porque él era jefe de una policía no muy bien mirada por ciertas personas; y que si creían al verme con él que me llevaba preso, podía originarse algún tumulto, del que no quería él ser responsable.

Díjele yo, comprendiendo su miedo no tanto a provocar el tumulto cuanto a hallarse por mí metido en él, que no conociendo las calles le seguiría desde lejos, si traía orden de fiarse de mí.

—Sí, señor, sí —exclamó.

Y salió apresuradamente de gabinete, al tiempo que en él entraba Anselmo Portilla, a quien dije tranquila, pero intenciodanamente:

—Dispénseme usted, pero voy a ver qué me quiere le gobernador Bonilla, que me envía a buscar.

Portilla, oyendo tal, salió tras mí del hotel y echó apresuradamente calle abajo, mientras yo tomaba despacio la calle arriba, sin perder de vista al hombre vestido de negro que me servía de conductor.



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"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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Hojas traspapeladas

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