Recuerdos del tiempo viejo: 32


XXXII editar

Seguía yo en la Universidad de Valladolid el curso de 1834 al 35. Vivíamos en el piso principal de una casita de dos balcones de la calle de la Chancillería, un don Segundo Valpuesta, de Lerma, y un tal Soroeta, vascongado, como claramente lo indica su apellido. Era el don Segundo hijo de don Pedro Valpuesta, rico hacendado y administrador delos bienes del duque del Infantado en Lerma; mozo el don Seguando, de intachable conducta, de constante aplicación y de formalidad, para sus veinticuatro años, casi excesiva. Había concluído la carrera de leyes y concluía la de cánones; porque su padre, que tenía tres hijos, estaba empeñado en que hubieses en su familia un militar, un abogado y un eclesiástico; tocóle, pues, a Segundo, apechar con un beneficio, y para obtenerle se daba, no de muy franca voluntad, pero con una resignación admirable, a llenar los deseos de su familia. A este mozo, que ya por aquel entonces había recibido la primera tonsura, me tenía mi padre más inmediatamente encomendado, haciéndome vivir en su compañía, y encargado Valpuesta de la administración de nuestros fondos.

Hacíalo conmigo Segundo Valpuesta como el más indulgente amigo; cuidaba de mí como si mi hermano mayor hubiera nacido, y dejábame gastar de su peculio lo que al mío mi padre escatimaba por temor de que diera yo en vicios costosos. Valpuesta me acompañaba algunas veces en mis excursiones al castillo de Fuensaldaña y a los inmediatos pueblos, donde yo buscaba ruinas y piedras viejas, y aún a los cementerios que por entonces arreglaba el Ayuntamiento y solía yo ir a ver arreglar, complaciéndome en las repugnantes escenas a que daba lugar el traslado de los restos humanos encerrados en los nichos condenados a reedificación. Leíale yo allí, y de vuelta a casa, los centenares de versos mal hilvanados que sobre aquellos repugnantes y patibularios asuntos me daba yo a escribir día y noche sobre las hojas del Vinnio y del Heinecio, cuyas definiciones no me entraban en la cabeza: asombrábase él de aquellas mis espeluznadoras lucubraciones; y teniéndome sin duda la compasión que se tiene por un hombre cuyo cerebro está un poco chiflado, escuchábame a veces con complacencia, y aconsejábame por mi bien que estudiara, tomando aquella chifladura versificante por ocupación amena para distraerme del estudio serio. Yo le oía como quien oye llover, y acabé por arrastrarle en mi poética locura, pues él concluyó por pedirme unos versos muy retumbantes, pero muy melancólicos, para despedirse del mundo que iba a abandonar, y de una ingrata a quien había amado y a cuyo amor renunciaba por cumplir sus deberes de buen hijo. Comenzaba la poesía a ser una peste y no hubo apenas un estudiante que con ella no se contaminara.

Pedro Madrazo, a quien todos queríamos en el Seminario y en la Universidad, que recibía todas las noticias, obras y periódicos literarios que se publicaban en Madrid, nos reunía en su casa, a la cual iba alguna vez Segundo Valpuesta, y a quien Madrazo era grandemente simpático, aunque nunca tuvieron íntimas ni seguidas relaciones por el aislamiento y escaso trato en que a Valpuesta tenían su necesidad de estudiar y la oculta tristeza en que su corazón envolvía sin duda la de abrazar una carrera que no hubiera sido tal vez la de su elección. Dejábame, pues, a mí hacer, contra lo que mi padre le recomendaba tanto, aquella vida evaporada y vagabunda, entregado a mis amenas conversaciones con Pedro Madrazo, que fué siempre eruditísimo conversador, a los paseos por los cementerios con Miguel de los Santos Álvarez, y a los teatros con Manuel Assas, a quien su padre pasaba una crecida pensión, que conmigo alegremente gastaba por íntima amistad que conmigo llevaba, y por llevar la contraria a mi padre, quien toda diversión me prohibía, al contrario del suyo, que se las permitía todas con tal que estudiara; y estudiaba Assas solo, y conmigo se divertía; y dibujábamos juntos cuantas torres góticas y bizantinas y cuantos balcones del Renacimiento encontrábamos, y cuantas viejas almenas quedaban en los viejísimos caserones que aún se elevaban a orillas del entonces descubierzo Esgueva, cuyo río descubierto daba a la ciudad de Don Peranzules un carácter que, cubierto, la ha hecho perder en romántica poesía y en pintoresca originalidad, lo que la ha hecho ganar en salubridad y pulcritud. y existía por aquellos años uno de los hombres más honrados que Dios me ha hecho conocer, y le conocí por el cordón de San Francisco que decoraba la puerta de la Casa del Cordón, fábrica del cardenal Cisneros, en ruina casi por aquel tiempo, y en una de cuyas interiores habitaciones moraba el mencionado honradísimo hombre, que se llamaba don Feliciano Barrio y que tenía un hijo que se llamaba Pedro y una hija que se llamaba Petra. Era el Pedro un alegrísimo muchacho que estudiaba medicina y que ten un caballo y un perro de aguas, a los cuales había enseñado a hacer mil monerías; y era la Petra una muchacha un poco morena, un poco pequeña y un poco melancólica, pero tan buena como su padre, en quienes adoraban ambos hijos y a quienes idolatraban don Feliciano y su madre, la cual contaba por poco e la familia por estar algo ida del cerebro.

Había sido don Feliciano no sé qué de la Chancillería cuando mi padre en ella era relator, y había estado muchos años empleado en su archivo; pero habiendo venido a menos por el cambio de los tiempos, y no haber él querido cambiar de opiniones, vivía en cierta estrechez, pero tan tranquilo como contento con su amantísima familia. Con ella pasábamos algunas noches Assas y yo, que habíamos trabado amistad con sus individuos por habernos ellos encontrado dibujando y admirando la suntuosa escalera y la elegante portada del ruinoso casularión, en cuyo interior vivían, hoy trasformado en casa de locos.

Si en vez de verificarse esta trasformación veinte años después, se efectúa en el año de 1834, de seguro quedamos Assas y yo como pensionistas en la nueva casa de Orates; pero lo que algunos meses después en ella me aconteció, influyó indudablemente en mí, concluyéndome de arrastrar por aquella galería de espectros y sombras ensangrentadas de que mis libros están atestados, y que atestiguan mi poética demencia.

A la mitad de enero del 34 cayó mi padre en Lerma peligrosamente enfermo de una pulmonía, curósela mal la docta facultad lermeña, y entró en cincuenta días de convalecencia muy parecida a una agonía, de la cual le sacó, al fin, su voluntad de hierro y su robusta constitución; pero mientras duró, y fatigada ya mi pobre madre por continuo afán y el perpetuo insomnio, determinaron llamarme para que a mi padre velara.

Abandoné pues, la Universidad, encargándose el después obispo don Manuel Tarancón de conservarme mi puesto entre mis discípulos, y de hacerme ganar le curso por orden de la rectoría, cuando tornara.

¡Ay de mí! Mi padre estaba en un estado casi desesperado; yo pasé las noches insomne a la cabecera de su lecho, porque había que ayudarle a todo y tosía y expectoraba sin moverse cada diez minutos. Yo cumplí con mi deber, y no tengo que ir con miedo ante Dios a darle cuenta de mi conducta; pero no era tan grande mi afán por mi padre, que al fin, según dijeron médicos venidos de Valladolid y Burgos, tenía las noventa y nueve de escapar salvo, como el en que me tenía continuamente mi tío el canónigo, que a mi padre gobernaba, a quien mi madre temía y que a mí me tenía ojeriza a inquina por lo que no es del caso.

El caso era que cuando yo me retiraba con permiso suyo o de mi madre a descansar o a estudiar, jamás encontraba mi tío buena mi actitud ni en regla mi posición. Si me encontraba durmiendo, hallaba siempre largo mi sueño; si me ponía a leer la Biblia, el Genio del Cristianismo o las obras de San Agustín, que él tenía sobre la mesa, de las manos me las quitaba. Si permanecía ene el aposento de mi padre acompañando a mi madre, me echaba de allí diciéndome que «era el espía de la familia, y que contaba después su santa vida y me burlaba de ella con los herejes de mis amigos». Si me estaba solo en mi aposento, venía a sacarme de él diciéndome «que era un descastado, que nada quería con los míos». Y aquí lo dejo, porque no necesita más el lector para comprender la bilis que yo tragaba y no digería, por no hacer llorar a mi madre ni ocasionar a mi padre uno de aquellos accesos de tos, que tenían apiadada de nosotros a toda la vecindad de Lerma.

Así pasé la mitad de enero, todo febrero y la primera quincena de marzo. Restablecióse mi padre y volviéronme a enviar a la Universidad de Valladolid. Durante aquellos dos meses, en que no había yo escrito ni una carta a Assas ni a mis otros amigos, contraje el vicio de apretar los dientes y fruncir el ceño; de modo que me quedó para siempre la frente dividida por la raya del entrecejo. Llegué a Valladolid al anochecer del 19 de febrero, dos días antes de mi cumpleaños; para celebrar el cual, sin duda, me había dado mi pobre madre una onza a escondidas de mi padre y de mi tío, que eran de opinión que yo tuviese todo pagado, pero ni un real en mano para vicios.

Aquella misma noche tuve que ir a presentarme al Sr. Tarancón y a otro procurador que mi padre me había puesto por vigilante; no pude, pues, ir a ver a Assas, ni a Álvarez, ni a Madrazo. A la mañana siguiente, a la hora temprana de cátedra, y como que a ella iba, eché por San Martín a la calle de Esgueba, y a casa de Pedro Madrazo. Se había vuelto a Madrid tras previo examen; pasé por la de Assas: se había mudado, y de él no sabían tampoco; con que me ocurrió naturalmente, dirigirme a casa de los Barrio, suponiendo que en la casa del Cordón sabría por Pedro de todos ellos.

Hacía una endiablada mañana de niebla, de esas que el Pisuerga proporciona tan continuamente a los habitantes de la antigua corte: había helado y era preciso andar con los ojos y con balancín; un cierzo tan manso que no despejaba la niebla, pero tan frío que, cortada la respiración, me obligaba a andar con el embozo sobre las narices, y así llegué al postigo abierto en uno de los dos portones del caserón de Cisneros. Entré en el patio: el balcón de la sala de don Feliciano Barrio estaba en la pared del patio frontera a la puerta, y me llamó la atención el ver que le tenían de par en par en semejante mañana y a tan temprana hora: eran apenas las nueve. Pareciéndome que por el abierto balcón llegaría mi voz más pronto que yo a las habitaciones de la familia, llamé poco menos que a voces, primero a Pedro, después a Petra y por fin a los perros.

Petra tenía una faldera, que a mis silbidos asomó al balcón meneándome la cola. Suponiendo que tras el cariñoso animalejo se me ocultarían sus amos, subí la escalera gigantesca, obra de Cisneros, y descendí la excusada que al cuarto de los Barrios conducía; su puerta estaba también abierta como el balcón: a la derecha del corredor en que se abría, estaba la sala; pero su puerta, abierta también, me dejó ver vacía toda la estancia y corrida la cortina de muselina que decoraba la alcoba: seguí adelante, entré en el comedor, en el cuarto de Pedro, me asomé al de Petra, cuyas puertas estaban también abiertas, e imaginé que, habiéndome visto venir o sabiendo que había vuelto, me preparaban una broma de las que solíamos darnos en aquella tan modesta como alegre casa. Volví, pues, a desandar lo andado; y al volver a pasar por delante da la sala, y al ver corrida la cortina de la alcoba, tuve por cierto que en ella se habían escondido para dejarme volver a bajar al patio y darme una silba desde el balcón.

Púseme sin desembozarme delante de la corrida cortina de la alcoba y dije alto: «Vaya, salid, que ya está de más el escondite.» Nadie respondió a mis palabras. La perrita salió, cola entre piernas, por debajo de la cortina, y con un aullido se echó a mis pies; fué para mí evidente que tras ella estaba la familia. Saqué la mano derecha de bajo la capa sin desembozarme, levanté la cortina; y allí estaba sobre la cama, amortajado con hábito franciscano, calzados los pies con sólo las medias y con las manos cruzadas sobre el pecho, el cadáver de don Feliciano Barrio, que esperaba a los enterradores.

Una familia amiga se había llevado a la del difunto, y yo, espantado ante aquel cadáver, vacilé de miedo en salir por la puerta o por el balcón, llegando, al fin, a la calle cubierto de sudor y trémulo del miedo fantástico que me infundió aquel cadáver.

¿Qué se hizo aquella familia? No lo he sabido jamás. Creo que el miedo no me ha dejado todavía preguntar por sus individuos.




Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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