Recuerdos del tiempo viejo: 12
XII
editarEL PUÑAL DEL GODO - I
Acababa de estrenarse Sancho García y expiraba el tercero día de diciembre de 1842. Trabajaba yo aprovechando la luz que comenzaba a cambiarse en crepúsculo cuando un avisador del teatro me trajo un billete de Lombía, en el cual me suplicaba que no dejara de ir a la representación de aquella noche, porque deseaba tener conmigo una entrevista de diez minutos.
Ya Lombía, a imitación de Romea, tenía una antecámara en la cual se reunían sus autores favoritos y sus amigos íntimos, como los de Julián en el saloncito del teatro del Príncipe. De aquél venían algunos que escribían para ambos teatros, y que, como Hartzenbusch y García Gutiérrez, no formaban pandillaje; porque su talento, formalidad y reputación, les habían ya colocado muy encima de todo mezquino espíritu de partido. Yo no iba nunca al saloncito del Príncipe e iba poco a la antecámara de Lombía, pero asistía continuamente a mi palco de proscenio para estudiar mis actores, y bajaba en los entreactos a saludar a Carlos Latorre y a la Bárbara, las noches que trabajaban. Aquella era de Lombía; en el primer entreacto me aboqué con él en su cuarto y trabamos inmediatamente conversación, presentes Hartzenbusch, Tomás Rubí Isidoro Gil y no recuerdo quiénes más. He aquí en resumen nuestro diálogo:
LOMBÍA.— La empresa espera de usted un señalado servicio.
YO.— Debo servirla según mi contrato y según mis fuerzas.
LOMBÍA.— Sabe usted que es costumbre que las funciones de Noche-Buena sean beneficio de la compañía, repartiéndose sus productos a prorrata entre todos sus actores y empleados según clase.
Agucé yo el oído sintiendo abrir una trampa en la que se trataba de hacerme caer, y continuó Lombía diciéndome:
Sabe usted que Carlos Latorre no toma nunca parte en las funciones de Navidad, so pretexto de que en el género cómico de estas alegres representaciones no cabe el suyo trágico, de modo que cobra y se pasea desde Navidad a Reyes. Queremos que comparta este año con nosotros el trabajo de tales días, y no hay más que un medio con el cual se avenga, y es, que se le escriba una pieza nueva, y la empresa ha pensado en usted.
YO.— Estamos a 13, y por breve que sea el trabajo…
LOMBÍA.— Debería estar concluído el 17; copiado y repartido, el 18; estudiado, el 19 y el 20; ensayado el 21 y 22, y representado el 24.
YO.— Imposible: me faltan tres escenas y copiar el tercer acto de la segunda obra que debo entregar a ustedes antes de año nuevo; si la interrumpo no la concluyo; no puedo, pues, ocuparme de nada más hasta el 17, y ya no es tiempo.
LOMBÍA.— No quiere usted servir a la empresa por no contrariar a su amigo. (Lombía partía siempre del principio de que yo era mejor amigo de Carlos que suyo.)
YO.— Mi obligación es primero que mi amistad.
LOMBÍA.— Su excusa de usted nos prueba lo contrario.
YO.— Voy a hacer a usted una propuesta que le asegure de mi buena fe. Concluiré mi trabajo el 16: en su noche volveré aquí; y si para entonces el Sr. Hartzenbusch se ocupa de encontrarme un argumento para un drama en un acto, yo me comprometo a escribirlo el 17 y presentarlo el 18.
LOMBÍA.— Propuesta evasiva: con decir que el argumento que a usted se le dé no es de su gusto…
YO.— El Sr. Hartzenbusch sabe el respeto en que le tengo, y todos ustedes saben que sigo sus consejos y acepto sus correcciones como de mi superior y maestro. He buscado al Sr. Hartzenbusch en dos situaciones difíciles de mi vida; sabe todos los secretos de mi casa, es en ella como mi hermano mayor, y lo que él me diga que haga, eso haré yo, como mejor hacerlo sepa.
LOMBÍA.— Se conoce que ha estudiado usted con los jesuítas: sus palabras de usted son tan suaves como escurridizas. Si no quiere usted, no hablemos más.
YO.— Mi última proposición. Traiga usted aquí el 16 por la noche un ejemplar de la historia del P. Mariana; le abriremos por tres partes, desde la época de los godos hasta la de Felipe IV: leeremos tres hojas de cada corte en sus hojas hecho; y si en las nueve que leamos tropezamos con algo que nos dé luz para un asunto dramático, lo amasaremos entre todos, yo lo escribiré como Dios me dé a entender, y el jesuíta Mariana abonará la fe del discípulo de los jesuítas del Seminario de Nobles.
LOMBÍA.— Propuesta aceptada.
YO.— Pues hasta el 16 a las siete.
En tal día y en tal hora, concluído mi trabajo, volví a presentarme en el teatro de la Cruz, donde Hartzenbusch, Rubí y algunos otros de quienes no me acuerdo, me esperaban con Lombía, que tenía sobre la mesa una Historia de España. Metimos tres tarjetas por tres páginas distintas, y en el primer corte tropezamos, en el capítulo del libro séptimo, estas palabras sobre el fin de la batalla de Guadalete y muerte del rey D. Rodrigo: «Verdad es que, como doscientos años adelante, en cierto templo de Portugal, en la ciudad de Viseo, se halló una piedra con un letrero en latín, que vuelto en romance dice:
«AQUÍ REPOSA RODRIGO, ÚLTIMO REY DE LOS GODOS. Por donde se entiende que, salido de la batalla, huyó a las partes de Portugal.»
Al llegar aquí, dije yo: «Basta: un embrión de drama se presenta a mi imaginación. ¿Con qué actores y con qué actrices cuento? Necesito a Carlos, á Bárbara y a lo menos dos actores más.» Y mientras esto decía, me rodaban por el cerebro las imágenes de Pelayo, D. Rodrigo, Florinda y el conde D. Julián. —Lombía dijo: «Imposible disponer de Bárbara.» —«Pues Teodora, repuse yo.» —«Tampoco; la cuesta mucho estudiar, replicó Lombía.» —«Pues Juanita Pérez, ni la Boldún, no me sirven para mi idea, repuse.» —«Pues compóngase usted como pueda, exclamó por fin Lombía: tiene usted a Carlos, a Pizarroso y a Lumbreras: los tres de usted. Van a levantar el telón y no quiero faltar a mi salida. ¿En qué quedamos? ¿Es usted hombre de sostener su palabra?»
Picóme el amor propio el tonillo provocativo de Lombía, y sin reflexionar, tomé mi sombrero y dije saliendo tras él de su cuarto: «Mañana a estas horas quedan ustedes citados para leer aquí un drama en un acto. —Buenas noches.
—¿Apostado?— me gritó Lombía, dirigiéndose a los bastidores.
—Apostado: me darán ustedes de cenar en casa de Próspero; respondí yo echándome fuera de ellos por la puerta de la plaza del Ángel.
Por trecho mediaba de allí a mi casa, núm. 5 de la de Matute: poco tiempo tuve para amasar mi plan, pero tampoco tenía minuto que perder. Me encerré en mi despacho: pedí una taza de café bien fuerte, di orden de no interrumpirme hasta que yo llamara, y empecé a escribir en un cuadernillo de papel la acotación de mi drama. «Cabaña, noche, relámpagos y truenos lejanos. —ESCENA PRIMERA.» Yo no sabía a quién iba a presentar ni lo que iba a pasar en ella: pero puesto que iba a desarrollarse en un cabaña, debía por alguien estar habitada: ocurrióme un eremita, a quien bauticé con el nombre de Romano por no perder tiempo en buscarle otro; y como lo más natural era que un ermitaño se encomendase a Dios en aquella tormenta que había yo desencadenado en torno suyo, mi monje Romano se puso a encomendarse a Dios, mientras yo me encomendaba a todas las nueve musas para que me inspiraran el modo de dar un paso adelante. Pensé que si el monje y yo no nos encomendábamos bien a nuestros dioses respectivos, corría el riesgo de meterme, empezando mal, en un pantano de banalidades del que no pudieran sacarme ni todos los godos que huyeron de Guadalete, ni todos los moros que a sus márgenes les derrotaron.
Llevaba ya el monje rezando treinta y seis versos, y era preciso que dijera algo que preparara la aparición de otro personaje; que era claro que si andaba por el monte a aquellas horas y con aquel temporal, debía de poner en cuidado al que abría la escena en la cabaña. Decidime por fin a atajar la palabra a mi monje Romano y escribí: ESCENA SEGUNDA. Sale Theudia: y salió Theudia; mas como no sabía yo aún quien era aquel Theudia, le saqué embozado, y me pregunté a mí mismo: ¿Quién será este Sr. Theudia, a quien tampoco podía tener embozado mucho tiempo en una capa, que no me di cuenta de si usaban o no los godos? Era preciso, empero, desembozarle, y él se encargó de decirme quién era: un caballero; por lo cual, y por su nombre, y por su traje, tenía necesariamente que ser un godo; quien trabándose de palabras con aquel monje que en la choza estaba, me fué dando con los por menores que en ellas daba, la forma del plan que me bullía informe en el cerebro; de modo que andando entre Theudia, el ermitaño y yo a ciegas y a tientas con unos cuantos recuerdos históricos y unas cuantas ficciones legendarias de mi fantasía, cuando al fin de aquella larga escena segunda escribí yo: ESCENA TERCERA. El ermitaño, Theudia, Don Rodrigo, ya empezaba a ver un poco más claro en la trama embrollada de mi improvisado trabajo, y el cielo se me abrió en cuanto me vi con Carlos Latorre en las tablas; porque mientras él estuviera en ellas, era lo mismo que si en sus cien brazos me tuviera a mí el gigante Briareo; porque estaba ya acostumbrado a ver a Carlos sacarme con bien de los atolladeros en que hasta allí me había metido, y a él conmigo le había arrastrado mi juvenil e inconsiderada osadía.
En cuanto me hallé, pues, con Carlos, fiado en él, me desembaracé del monje como mejor me ocurrió, y me engolfé en los endecasílabos: cuando yo los escribía para Carlos Latorre en mis dramas, ya no veía yo en mi escena al personaje que para él creaba, sino a él que lo había de representar, con aquella figura tan gallarda y correctamente delineada, con aquella acción y aquellos movimientos, y aquella gesticulación tan teatrales, tan artísticos, tan plásticos, nunca distraído, jamás descuidado; dominando la escena, dando movimiento, vida y acción a los demás actores que le secundaban: así que al entrar yo en los endecasílabos de la escena cuarta, me despaché a mi gusto haciendo decir a D. Rodrigo cuanto se me ocurrió, sin curarme del cansancio que iba a procurar a un actor, que por fuerte que fuese era ya un hombre de sesenta años, con un papel que sostenía solo todo mi drama; mas la inspiración había ya desplegado todas sus alas, y no vacilé en añadirle el fatigosísimo monólogo de la escena V para preparar la salida del conde D. Julián. Aquí me amaneció: tomé chocolate y leí lo escrito; parecióme largo y asombréme de tal longitud, pero no había tiempo de corregir; presentía que me iba a cansar, y temiendo no concluir para las siete, acometí la escena del conde con D. Rodrigo, que me costó más que todo lo llevado a cabo, y me faltó la luz del día cuando escribía:
Escucha, pues, ¡oh rey Rodrigo,
a cuánto llega mi rencor contigo!
No me había acostado, no había comido, no podía más y se acercaba la hora de la lectura. Me lavé, tomé otra taza de café con leche, enrollé mi manuscrito y me personé con él en el teatro de la Cruz. Leyóse; asombréme yo y asombráronse los que me escucharon; abrazóme Hartzenbusch, y frotábase ya Lombía las manos pensando en que la función de Navidad trabajaría Carlos, cuando éste dijo con la mayor tranquilidad: «Señores, yo no tengo conciencia para poner esto en escena en cuatro días; esta obra es de la más difícil representación, y yo me comprometo a hacer de ella un éxito para la empresa, si se me da tiempo para ponerla con el esmero que requiere; mientras que si la hacemos el 24, vamos de seguro a tirar por la ventana el dinero de la empresa; y la obra es la reputación del Sr. Zorrilla.
Convinieron todos en la exactitud de lo alegado por Latorre; mascó Lombía de través el puro que en la boca tenía y… se dejó El puñal del godo para después de las fiestas; y tampoco aquel año trabajó en ellas Carlos Latorre.
Así se escribió El puñal del godo. ¿Cómo lo puso en escena aquel irreemplazable trágico?
La representación para el próximo lunes.