Recuerdos del tiempo viejo: 9
IX
editarHacía ya tres meses que había abierto Lombía el teatro de la Cruz, corregido y aumentado con un espacioso escenario y un nuevo telar que permitían poner en escena las obras que más aparato exigiesen; pero como dueño de su caballo, se había apeado por las orejas, y no había puesto más que obras, en las cuales, como en El Cardenal y el judío, se habían gastado muchos dinero a cambio de algunos silbidos y del desdén y la ausencia del público. Julián y Matilde con su compañía marchaban mientras tanto viento en popa, llevándose con justicia su favor y sus monedas al teatro del Príncipe. Lombía era un gracioso de buena ley y un característico de primer orden en especiales papeles; era uno de los actores más estudiosos y que más han hecho olvidar su defectos físicos con el estudio y la observación. Su figura era un poco informe por su ninguna esbeltez y flexibilidad; su fisonomía inmóvil, de poca expresión, y sus piernas un si es no es zambas; cualidades personales, que, en lo gracioso y lo característico, le daban el sello especial del talento, pues se veía que luchando consigo mismo, de sí mismo triunfaba; pero le hacían desmerecer en los papeles y con los trajes de galán, cuya categoría tenía afán de asaltar, saliéndose de la suya, en la cual algunas veces era una verdadera notabilidad: como en D. Frutos de El pelo de la dehesa, en el Garabito de La redoma encantada y en el exclaustrado D. Gabriel de Lo de arriba abajo. En tal empeño, y luchando desventajosamente con la competencia del Príncipe, llegó Lombía en el teatro de la Cruz a las fiestas de Navidad, habiendo agotado el bolsillo de Fagoaga y la paciencia del público.
Carlos Latorre y la parte de la compañía que en su género serio le secundaba, apenas había trabajado en unos cuantos dramas viejos, de los cuales estaba ya el público hastiado; y si la obra que en Navidad se estrenara no sacaba a flote la nave de la Cruz del bajío en que Lombía la había hecho encallar, tenía las noventa y nueve contra las ciento de naufragar antes de Reyes. Todos los autores de alguna reputación estaban con Romea: excepto yo, que tenía señalados, pero no los cobraba, mil quinientos reales mensuales por no escribir para el Príncipe, y la obligación de presentar un drama en septiembre y otro en enero. El 21 de septiembre había presentado la Segunda parte del Zapatero y el Rey: llegó, empero, el 23 de diciembre, y se puso en escena, con grandes esperanzas, una Degollación de los inocentes, arreglada del francés, y en la cual hacía Lombía el papel del rey Herodes. Fagoaga había consentido en suplir gastos y abonar sueldos hasta la primera representación de Nochebuena; pero los inocentes fueron degollados en silencio en el acto segundo, en medio de cuya degollina se presentó Lombía con el flotante manto y el tradicional timbal de macarrones en la cabeza, con el que solían representar a Herodes los pintores y escultores de imaginería de la Edad Media; y el drama continuó arrastrándose penosamente hasta su final entre los aplausos de los amigos de la empresa, a quienes nos interesaba su porvenir, y la hilaridad del público de Noche buena, que tomó en chunga a Herodes y a sus niños descabezados.
Entonces recordó la empresa que yo había cumplido mi contrato, y que mi rey Don Pedro descansaba en el archivo, y preguntó si habría medio de ponerle en escena con la rapidez que exigían las circunstancias, y como tabla de salvación del Naufragio de la Medusa, que había también naufragado antes del degollador Tetrarca Hierosolimita.
El pintor-maquinista Aranda, que era amigo mío, había armado y pintado en ratos perdidos, y con palitos y tronchitos, como se dice en lenguaje de bastidores, las decoraciones de mi drama: Latorre, Norén, Mate y la Teodora habían estudiado sus papeles, por no tener cosa mejor en que pasar su tiempo; de modo que con un poco de la buena voluntad a que obliga la necesidad con su cara de hereje, el rey Don Pedro podía presentarse al público con tres ensayos y el paso de papeles. Pero había la dificultad de que el papel de zapatero requería un primer actor, y Latorre y Mate se habían ya encargado de los del rey Don Pedro y del infante Don Enrique. Yo me fuí derecho a Lombía, por consejo de Carlos Latorre, y le dije: que el papel de zapatero era el principal del drama, puesto que se titulaba El Zapatero y el Rey y no El Rey y el Zapatero; que los maldicientes malquerientes de la empresa, y nuestros enemigos naturales (que eran los del teatro del Príncipe), decían que no se atrevería nunca a presentarse en escena con Carlos Latorre, y que por eso había dividido en dos la compañía; que yo había escrito el papel de Blas expresamente para él, y que, finalmente, el único modo de salvar el teatro y mi drama, que tras de tantos tumbos y naufragios se iba a hacer a la mar, necesitaba al capitán del buque para cuidar del timón.
Lombía, o vencido por mis razones, o viendo que el papel era de aplauso seguro, aunque el drama no gustara, cayó en el lazo, aceptó el papel, se activaron los ensayos y llegó el momento de redactar el cartel. Aquí era ella. ¿Qué nombre iría en él delante? ¿El de Carlos o el suyo? Las vanidades del teatro son más incapaces de transacción que las de D. Álvaro de Luna, y del conde-duque de Olivares: Carlos cedió, en obsequio a mí; pero me costaba la transacción más tal vez de lo que valía el drama: se me impuso la condición de que había de consentir que se anunciase con mi nombre; cosa inusitada hasta entonces, y aun muy rara vez usada hoy en día. Neguéme yo a semejante innovación, alegando que era un alarde de vanidad que iba a atraer indudablemente una silba sobre mi obra, y que mi nombre puesto en los anuncios desde la primera representación, era un cartel de desafío, cuyo guante arrojaba la empresa y cuyo campeón inmolado iba a ser el pobre autor en cuyo nombre lo arrojaba. Sostuvo la empresa su opinión, alegando que, en el estado en que se hallaba el teatro, sólo mi nombre atraería gente a la primera representación, y que era una falsa modestia el encubrir mi nombre, porque, ¿a quién se podría ocultar que habría escrito la segunda parte el mismo que había escrito la primera? Yo, entre la espada y la pared, pospuse mi derecho al bien de la empresa: y una mañana apareció el cartel anunciando la primera representación de la segunda parte de El Zapatero y el Rey, por D. José Zorrilla: y el nombre del poeta más pequeño que había en España, apareció en las letras más grandes que en cartel de teatro hasta entonces se habían impreso.
Resultó lo que yo había previsto: todos los poetas, periodistas y escritores de Madrid —excepto Hartzenbusch y Leopoldo Augusto de Cueto, hoy marqués de Valmar, que me sostuvieron y ampararon siempre, y el Curioso Parlante, que no sé si había ido más que a la inauguración del teatro de la Cruz—, se dieron de ojo para preparar la más estrepitosa caída a mi forzada vanidad: las cañas se me volvieron lanzas, y mis mejores amigos tornaron la espalda al orgulloso chicuelo que decía al firmar el cartel: «¡Aquí estoy yo!, ficó Blas y punto redondo.» Apeché yo con la desventaja de la lucha y me resolví a morir en brava lid, como el gladiador a quien decía digitum porgo el pueblo de los circos de Roma. La empresa y los actores tomaron despechados a pechos llevar el drama adelante, y la noche del ensayo general estaba el teatro más lleno que lo iba a estar la de la primera representación. Una multitud de amigos fué a estudiar las situaciones débiles y las escenas difíciles y atacables de mi obra, para herirla a golpe seguro y en sitio mortal.
Era éste una escena del acto tercero. Pedro Mate, actor cuidadoso, idólatra de su arte y enamorado de mi drama por la amistad que me tenía, se había encargado del ingrato papel de Don Enrique; y encariñado con él, se había hecho, no solamente un costoso traje, sino una sombra de fino alambre y bien engomada gasa, moldeada sobre su mismo cuerpo, para que apareciese en lugar en que mi acotación la reclamaba. Aquella sombra era una maravilla de trabajo y de parecido: era un Pedro Mate, un infante Don Enrique flotante y trasparente como una aparición de vapor ceniciento: era una sombra del rey bastardo de un efecto maravilloso; pero cuanto más ligera, fantástica y asombrosa era aquella sombra, era tanto más difícil de manejar. Puesto sobre el fondo cárdeno de la piedra de la torre de Montiel al lado de Mate, daba frío y parecía fantasma desprendida del mismo Don Enrique; pero como Mate la había ideado y confeccionado sobre mi acotación que dice: «La sombra de Don Enrique… aparece en lo alto del torreón, bajando poco a poco hasta colocarse en frente del rey». Mate la había registrado en dos alambres paralelos en plano inclinado; pero por más exactamente paralelos y perfectamente aceitados que estuviesen, la figura de gasa cabeceaba al moverse, y bajaba tambaleándose como borracha, convirtiendo la aparición temerosa en ridículo maniquí. Añadióle Mate peso en la cabeza, y pataleaba como un ahorcado; púsole a los pies, y cabeceaba como los gigantones de Burgos: cuanto más ensayábamos la presentación de la sombra, más mala sombra tenía para el drama y para la empresa: y a las tres de la madrugada desocuparon los amigos y los curiosos el teatro diciéndonos: «hasta mañana».
Carlos Latorre, después de arrancar de cólera con las uñas una media caña dorada de la embocadura, se fué a su casa renegando de la empresa, del drama, del autor y de la hora en que se ajustó en aquel desventurado teatro; y en él nos quedamos solos, Lombía, paseándose por detrás de los torreones de cartón de Montiel, el maquinista Aranda, por delante, con intenciones de quemarlos, el pintor Esquivel en una butaca de proscenio, hilvanando una retahila de interjecciones de Andalucía, y yo, respaldado en la embocadura sin poder digerir aquel «hasta mañana» con que los amigos me habían emplazado tan sin merecerlo.
Aranda, que como una zorra cogida en trampa, daba vueltas por el proscenio, sin hallar salida para una idea en la confusión en que sentía entrampado su pensamiento, trabó un pie en un aparato de quinqués, portátil, volcólo rompiendo los tubos y vertiendo el aceite sobre un farolillo que por tierra estaba, y al mismo tiempo que soltó alto y redondo uno de los votos que Esquivel ensartaba por lo bajo, se levantó éste exclamando: ¡ya está!, y trepando a la escena, empezó a extender el aceite por la tela del forillo, mientras acudíamos Lombía y yo a ver el estropicio de Aranda y la untura que Esquivel seguía dando al lienzo, sin cesar de repetir: «¡Ya está, hombre, ya está!» De repente comprendimos el «ya está» de Esquivel, por lo que éste hizo; tomóme de la mano Lombía, y sacándome del teatro y dejando en él a los dos pintores, nos despedimos todos «hasta mañana», y al cruzar la plazuela de Santa Ana para irme con el alba, que ya lucía, a mi casa, número 5 de la plaza de Matute, lancé al aire con todo el de mis pulmones, aquel «¡hasta mañana!» que no había podido digerir.