Recuerdos del tiempo viejo: 102

​Hojas traspapeladas de Recuerdos del tiempo viejo de José Zorrilla

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La sociedad madrileña de 1828 y 29 bailaba y jugaba como la de ahora; lo que hoy llamamos soirées se llamaban entonces tertulias, en las cuales entonces, como hoy en aquéllas, la gente joven reía, bailaba, tomaba dulces y helados y se enamoraba; la gente machucha jugaba a la malilla y al mediator, y el sexo bello se quitaba el pellejo caritativamente, según costumbre de nuestra católica nación, que ha adoptado el evangélico proverbio de al prójimo contra una esquina. Lo mismo que hoy vamos a la soirée de Fernán-Núñez o de la hermosa duquesa de la Torre, se iba entonces a la tertulia de los Valle-Andinos o de la Puente-Virgen, y en ella se encontraban, como en las soirées de hoy, discretísimas señoras y encantadoras muchachas, asediadas, encantadas o fastidiadas por vanos impertinentes y pretencisos lechuginos, que no eran ni más ni menos que nuestros gomosos, y se bailaba la gavota, y el baile inglés, y la mazurka con espolines, como hoy los lanceros, etc. Aquella sociedad, con distintos nombres y bajo menos desvergonzadas formas, gozaba con los mismos placeres y se entregaba a los mismo vicios que la nuestra, llevando a ésta la sola ventaja de no tener poetas ni filósofos que la hicieran bostezar y dormir de pie. Habíalos entonces; pero ni Arriaza, ni Nicasio Gallego, ni Lista, ni el duque de Frías, andaban como nosotros, de tertulia en tertulia, con un rollo de manuscritos debajo del brazo, prontos de decir, doquiera que hablaban prestos: «aquí traigo mis papeles»; ni don Fermín Caballero, ni don Agustín Burgos, se hacían aborrecer y tal vez maldecir por la enamorada juventud, interrumpiendo sus amorosos coloquios con la lectura de sus correcciones fraternas o sus odas de Horacio.

La gente de dinero era entonces, como hoy, tan bien recibida como muy buscada, y a las tertulias de los ricos, y de los cortesanos, y de los títulos, anhelaban ser invitados todos los que pretendían pasar por gentes a la moda.

La riqueza y el título tenían, sin embargo, entonces un riesgo que hoy no tienen, y era la curiosidad del Rey y de su Superintendente de policía, a quienes alguna que otra vez se les antojaba conocer la legitimidad de la provenencia de las riquezas o de los títulos. Así que un Obispo armenio, que viajando con un secretario y un coadjutor fué aposentado por un claustro de Reverendos, presentado en la Corte, y celebró de pontifical en varios actos y funciones episcopales católicas, fué una mañana sorprendido por el curioso Superintendente, que se apoderó de sus papeles y credenciales, y entregándoselas al sabio jesuíta el orientalista Artigas (si no me es infiel la memoria), entregó con ellas a su portador a los Jesuítas del Colegio Imperial, mientras él comprobaba la legitimidad de sus derechos al Episcopado.

Cinco meses después, le enviaba tranquilamente a presidio con sus dos familiares; por ser, como se le había antojado que era al Superintendente, un embaucador sacrílego que había estafado a los muy confiados Reverendos que le habían hospedado, a las incautas monjitas que le habían festejado, a la diplomacia, a quien había despistado; a la Inquisición, que no había sabido ver más que sus morados capisayos, y a la Corte, a quien deslumbró su pectoral de esmeraldas y su episcopal anillo. El Superintendente le hizo desaparecer sigilosamente por honor del clero y de la Corte; y cuando el tal magistrado dió cuenta de lo por él hecho con el Obispo de Megalópolis al señor rey Don Fernando VII, se rió Su Majestad, bajo el embozo, de los estafados frailes, de las crédulas monjas, del miope inquisidor Verdeja, de su alucinada Corte y de sus sonrojados ministros, a cuya mesa se había sentado el desenmascarado personaje.


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"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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