Recuerdos del tiempo viejo: 83
IX
editarFué nombrado gobernador de Méjico Juan José Baz, a quien nada se le ponía por delante. El miércoles de Ceniza, a deshora de la noche, sacó a todas las monjas de sus conventos para refundirlas, como allí se decía entonces; es decir, para suprimir los conventos en los cuales quedaban muy pocas monjas, y reunirlas en otros, conservando unidas a todas las de una misma regla; tal era la ley. Pero las pobres monjas anduvieron en coches y en ómnibus por las calles, con asombro de unos, indignación de algunos, y befa y chacota de la gente maleante.
Al fin, las unas quedaron en algunos conventos, sin entenderse ni avenirse, por tener distintas costumbres y obedecer a diferentes reglas y estatutos; algunas se volvieron con sus familias, y muchas fueron recogidas por sus parientes o alojadas encasas particulares. En la mía hubo tres, a las cuales se las habilitó una capilla, y no pudimos verlas el rostro porque su regla las prohibía mostrase sin velo.
Lo más curioso de aquel trasiego de monjas era que el gobernador las echaba de sus conventos y la gobernadora las recogía, las distribuía por las casas de sus amigos y cuestaba para su manutención. Unos conventos fueron vendidos y convertidos en casas; de alguna iglesia el nuevo propietario echó a los fieles que oían misa y al sacerdote que la decía, y se apoderó del copón, los cálices y ornamentos sagrados, sin pararse en el sacrilegio. El convento de monjas de la Encarnación (o de la Concepción) era riquísimo. Era una especie de ciudadela murada, dentro de la cual había una ciudad pequeña, con sus calles, su plaza, su mercado, su alumbrado y sus primorosas casitas en lugar de celdas. Estas casas tenían rampas en vez de escaleras; sus aposentos, cerrados con mamparas y con biombos chinescos, contenían comodísimas camas y lujosos muebles; y las reverendas madres de ellas propietarias, se visitaban unas a otras en cochecitos arrastrados por muchachas legas que tenían a su servicio; unas que en su compañía habitaban, y otras que de la ciudad diariamente penetraban en el monasterio.
Juan José Baz derribó los muros que cerraban las calles, y abrió aquellas casitas y expuso todos aquellos secretos femeniles a la curiosidad del público. Todo Méjico hizo muchos días de aquel monasterio el paseo de moda, y Dios nos perdone a todos los que fuimos, las maliciosas observaciones y los mundanos propósitos que sobre lo que veíamos hicimos. Más tarde se alojaron en aquellas santas casitas las mujeres que la moderna civilización segrega a los apartados barrios.
Yo he visto esto; y esto, con otras cosas más, motivaron la intervención europea en el antiguo imperio de Moctezuma. De ésta nada quiero decir, a pesar de haberlo anunciado, por no prolongar estos RECUERDOS, cuyos apéndices tal vez sobran.
Quédanse, pues, mis observaciones y notas sobre la intervención europea en Méjico para mis memorias póstumas, las cuales probablemente no interesarán a nadie, como recuerdos inútiles de cosas pasadas en cuenta, pero que yo he consignado en unos cuadernos, tal vez por el prurito de hablar hasta después de muerto. ¿Quién sabe si lo en aquellos cuadernos escrito parecerá mejor que lo que en vida he hablado? Y si así no fuere y pareciera peor, a fe mía que ni yo lo he de saber ya, ni nadie habrá que abra mi sepultura para volverme mis palabras al cuerpo.
Voy a concluir pasando rápidamente mi pluma sobre el breve imperio de Maximiliano, en cuya corte, ni fui yo lo que se ha dicho, ni deja de importarme a mí decir lo que fui, que fué bien poco, sino para poner los puntos sobre las íes y mordaza a las lenguas de los que no saben lo que dicen hoy; porque los que a mi vuelta a la patria lo propalaron, estaban también muy lejos de saber lo que decían.