Recuerdos del tiempo viejo: 84
X
editarMeses hacía, tal vez cerca de un año, que habían hecho su entrada y se titulaban emperadores, y como tales reinaban en la capital de Méjico, Maximiliano y Carlota, y aún no me conocían, ni sabían que el poeta español, autor de Don Juan Tenorio, vagaba por los floridos dominios de su nuevo Imperio.
Extranjero en aquel país, no me creí con derecho ni obligación de hacerme reparar por los nuevos soberanos: y vuelta con ellos la paz a las ricas campiñas de la mesa central del valle, volví a mi selvática vida delos llanos de Apam y a cazar ardillas en sus haciendas de Reyes y de Ometusco; mientras sus propietarios, damas sus señoras, y chambelanes y dignatarios de palacio ellos, asistían a la mesa y saraos Imperiales.
Tan poco afán tuve yo de ingerirme en el Imperio ni empeño en alcanzar la protección de los emperadores, como esperanza en la duración de aquella monarquía.
Asistí a su entrada en la capital, y penosa fué la impresión que en mi imaginación de poeta hizo aquella ostentosa ceremonia. La he consignado después en un libro , de cual voy a copiar cuatro estrofas.
XXVII
¡Quién sabe si la raza mejicana
que a su segundo emperador espera,
su segunda corona va mañana
en la sangre a arrojar con la primera!
Mas retumba el cañón: ya la campana
la comitiva anuncia, y la carrera
despejan, por las filas circulando,
señales de atención, voces de mando.
XXVIII
Ya está libre la vía; ya el ambiente
vibra al son de trompetas y atabales:
ya ve avanzar la mejicana gente
sus tropas y banderas nacionales,
donde brillan, con luz del sol naciente,
la corona y las armas imperiales,
y en cien carrozas de esplendente lujo
cuanto mantiene autoridad e influjo.
XXIX
Clero, ciudad, consejos, regidores,
las damas palatinas, la grandeza,
chambelanes, regencia, embajadores,
ciencia, magistratura, armas, nobleza;
placas, bordados, plumas, blondas, flores,
la corte, en fin, con su imperial riqueza,
como un enjambre de áureas mariposas
avanza entre una lluvia de oro y rosas.
XXX
Luego en grupo fantástico ondea
la imperial comitiva, que camina
con grave lentitud; en él campea
de la brillante guardia palatina
el uniforme rojo, y la librea
roja imperial, cuyo color domina
de aquel dorado grupo entre las olas,
como entre rubia mies las amapolas.
XXXI
Y…¡qué delirios la aprensión inventa!
El rojo que, apagado los colores
todos, al avanzar rojos ostenta
pajes, guardias, aurigas, picadores…
de su manto imperial cauda sangrienta,
parece tras los dos emperadores.
¡Color siniestro, cuyos visos rojos
vértigo dan al alma y a los ojos!
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LIII
Entraron en su alcázar entre flores,
y entre ésta, aunque tardía, gigantea
aclamación, los dos emperadores:
el sangriento color de su librea
fué el último de todos los colores
que vió la multitud que vitorea:
y el séquito imperial dejó en mis ojos
del sangriento color los visos rojos.
LIV
Porque yo estaba allí; yo conocía
la raza y el país; yo era extranjero
en él y huésped; mas nacido había
hidalgo y español; y, soy sincero,
sentí por ellos honda simpatía:
y ella tan noble y él tan caballero…
me parecieron pájaros sin nido
que, por darse a volar, le habían perdido.
Tales fueron mis primeras impresiones sobre la intervención francesa y la ida de Maximiliano a Méjico, y raras y breves visitas hice yo a su capital durante los primeros meses de su reinado. Germinaba ya en mi corazón esta indomable indiferencia por todas las cosas de la vida, esta aversión a los versos, a las exhibiciones personales y a las reuniones literarias, que engendró en mi espíritu la indiferencia y el desprecio en que mi padre los tuvo; y andábame yo ya por los andurriales solitario y silencioso, sin dárseme un ardite y sin ansia alguna de los goces de la sociedad civilizada. Cuidando con esmero de mis caballos y de mis escopetas, me pasaba las horas perdidas por aquellos campos desiertos, dejando vagar sin rumbo a la imaginación descarriada, en perpetua observación de las alimañas de la tierra, de los pájaros e insectos del aire, y de los cambios de la luz del cielo; cuya poesía me distraía, pero sin que me sirviese de encanto ni de estudio, pues no tenía ni tintero, ni libros, ni papel hacía ya meses en mi aposento, y seguramente Maximiliano no hubiera tropezado tan pronto conmigo sin una circunstancia muy natural, que yo no supe prever, que no hubiera procurado nunca buscar por mí mismo y que no supe tampoco cándidamente cómo evitar.
El Colegio de Minería es una riquísima fundación y un suntuoso edificio, fundación de españoles. Sus rentas alcanzaban entonces (ignoro si alcanzan hoy) para pagar al director un sueldo de diez y ocho mil duros, de doce mil al vicedirector, y de seis mil, cuatro mil y tres mil a los profesores. Después de los exámenes de fin de curso se celebraba la distribución pública de premios, fiesta civil la más concurrida de la buena sociedad, y a la cual anhelaba asistir siempre más concurrencia de la que admitía le inmenso patio, entoldado, decorado y profusamente iluminado, en que se celebraba.
Llegaba la época de la de aquel año, y sólo a la del de mi arribo a Méjico había yo asistido como mero espectador. Extrañóme, pues, recibir un día una comisión de dos profesores, con una comunicación del ministro de Instrucción pública y director del colegio, Velázquez de León, en la cual encarecidamente me suplicaba que escribiese una poesía para leerla ante los emperadores, que debían presidir la distribución de premios. Contesté que no me correspondía a mí semejante papel en mi calidad de extranjero; que el señor ministro no había pensado, al darme tal encargo, que los emperadores creerían que no había en el país ingenios capaces de sustituir al español a quien se acordaba la representación de la poesía, y que no me convenía tampoco a mí que los ingenios mejicanos pudiesen atribuirme la petulancia de haber pretendido el honor con que se me brindaba. Insistieron en su demanda los dos profesores comisionados, e insistí yo en mi rotunda negativa de presentarme solo como único lector de poesías en aquella solemnidad.
Aquí era sin duda adonde ellos querían traerme; respondiéronme que por eso no quedaría; que dos poetas mejicanos leerían conmigo; pero que tampoco querían presentarse sin mí, como patrocinados por mi sombra. Pedíles los nombres de aquellos poetas, y al conocerlos conocí que no era oro lo que relucía, y que más se intentaba colocarme en un mal lugar que hacerme una distinción. Contesté, pues, que no me comprometía; que el asunto era para mí difícil, y que como no había más que cuatro días de término, si no lograba hacer un trabajo al menos pasable en los tres días primeros, no pusieran mi nombre en el programa hasta que a última hora diera yo mi consentimiento antes del mediodía del cuarto.
Y he aquí el misterio de aquella invitación inesperada. Dios me ha condenado a vivir entre miserias, pequeñeces y mezquindades. Un joven de buena familia y de no mala posición en el alto comercio, pero no de los ingenios de verdadera valía, de los que produce muchos aquel país, en el cual lo que sobra es ingenio, instrucción, inspiración y perspicacia, imitaba la entonación y modulaciones de mis lecturas, hasta el punto de haberme asegurado unas señoras amigas suyas y mías de que, encerrado en un gabinete y recitando en él composiciones por mí leídas, nadie era capaz de distinguirnos.
Yo no he dudado jamás de que un hombre pueda llegar a hacer lo que otro hace, por difícil que sea, y los americanos son diestrísimos en las artes de la imitación. Me previne, pues, para no quedar mal en caso de lucha; di con unas estrofas de períodos de bien acomodados alientos y de armónica sonoridad, aunque de escaso valor literario, y fiado en mis facultades orales y en mi maestría en el arte de leer, di mi nombre para el programa, y llegó la hora de la sesión. Insistieron tenazmente en que fuese yo el último por mi reputación y antigüedad; razones que hubiera alegado y sostenido lo mismo para ser el último, si hubiera visto en ello empeño de que fuera el primero.
Hice lo que supe, y no debí de hacerlo mal; los emperadores esperaron que me adelantara a saludarlos hasta las gradas de su estrado; pero yo saludé modestamente en el vacío hecho ante ellos, y me retiré a mi puesto. Tocó el turno a mi imitador; pero como dicen los italianos: Non è lo stesso morire che parlare della morte. Mi hombre se turbó, balbuceó, no se hizo oír, y, en resumen, no pude saber jamás si me imitaba bien o mal.
El general Wolf, que era amigo mío y se hallaba detrás de los emperadores, les dijo quién yo era; miráronme toda la noche con mucha insistencia, y al siguiente día recibimos una invitación a comer en palacio los que habíamos tomado parte en aquella fiesta literaria.
Así fué cómo me conocieron Maximiliano y Carlota; pero no fué así ni entonces como me acordó el primero toda la amistad que su majestad imperial permite a un soberano acordar a un simple particular.