Recuerdos del tiempo viejo: 64

Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo
de José Zorrilla


EN LA HABANA

Pasó Cagigas mareado toda la travesía, siendo inútiles todos los auxilios, consuelos y distracciones contra su mareo, cuyo único antídoto creía él que era el Champagne, de cuyo vino bebió a sorbos cuatro botellas en los cuatro días de navegación; felizmente, su estómago no retenía alimento ni bebida alguna. No he visto hombre más perdido sobre el agua, y, sin embargo, había ocho veces atravesado el Atlántico. Quien se maree como él, puede sólo juzgar del dominio que en él tenía el espíritu sobre la materia.

Los PP. Agustinos con quienes habíamos viajado en Méjico, bajaron una vez cada día a visitar a Cagigas en su camarote. Su P. Procurador y el coronel Andrade le habían enterado de quién yo era, y los juaristas de la playa, que trataron delante de ellos de perseguirnos y aun de hacer fuego sobre Cagigas y sobre mí cuando bailábamos sobre el abismo entre la sonora espuma de las encrespadas olas, les habían hecho comprender quién era Cagigas. Juárez se persuadió de que yo era quien había hecho a Cagigas pasar tan osadamente delante de sus narices, y los PP. Agustinos creyeron que Cagigas y yo pertenecíamos al partido del clero mejicano, y que escapábamos con una misión política. Ambos erraban; Cagigas era hombre reservadísimo, y yo, fiado en Cagigas, iba a ciegas a Cuba; sin que supiera yo antes de llegar a Veracruz, ni antes de arribar a la Habana, qué peligro era el que corríamos en Veracruz, ni qué negocio me llevaba a Cuba.

El Superior de aquellos dos religiosos dió el primer paso para trabar conversación conmigo, tomando por pretexto el valor que les había infundido al embarcarse el vernos a nosotros llegar salvos al buque-correo. Aquel Agustino era maltés; gallardamente apersonado y representando mucho menos de sus cincuenta y dos años, hablaba correctamente el italiano, el francés, el inglés, el alemán y el árabe; gran latino y erudito pro buenos estudios literarios, su conversación era amenísima, simpático su continente, y nobles y corteses sus modales. Cagigas le dió por lo que los mejicanos llamaban muy hábil, y nosotros que se pierde de vista, suponiendo que iba por las Américas a hacer su negocio: yo tengo para mí que iba de buena fe a poner arreglo en su Orden, y que no siendo posible ordenar nada en aquel país en tan revuelta y azarosa época, seguía su viaje a las Américas del Sur, animado de un recto espíritu y en cumplimiento de su deber. Dios nos ha de juzgar a todos por nuestras obras, y nadie más que Dios tiene derecho a asomarse a las conciencias.

Al desembarcar en la Habana, me ayudaron a sacar del buque a Cagigas, y en el muelle nos despedimos.

Cagigas no se repuso hasta después de un sueño reparador, y al despertarnos al día siguiente me pidió perdón, sonriendo, de los azares a que me había expuesto, y comenzó a explicarme el negocio que allí nos llevaba.

No hay para qué hablar ya de ello, puesto que por su muerte fué un negocio perdido; pero para demostrar la travesura y vastos proyectos de Cagigas, bastará apuntar ligeramente su pensamiento. Mientras yo daba seis lecturas, que por tres mil duros tenía apalabradas en el Liceo, él prepararía la introducción en Cuba de una colonia de trabajadores yucatecos asalariados, para lo cual debía yo más adelante adquirir el beneplácito de quien correspondía en la Isla, adquiriendo él los buques y el capital necesarios. Una vez planteado el negocio, él lo traspasar a una casa de los Estados Unidos, y yo debía devolver a Méjico a instalar allí, con privilegio de seis años, cuatro sillas-correo mensuales, enlazadas con cuatro buques españoles semanales, para dar al comercio mejicano cuatro correos al mes, en lugar del único mensual de la Compañía inglesa, a quien iba enderezada la competencia. Anselmo de la Portilla, que debía de llegar de New-York, debía de traer escrito un luminoso folleto sobre estas dos combinadas especulaciones, con cuyo folleto debía yo presentarme al capitán general, etcétera, etc. Anselmo de la Portilla era el primer periodista de las Américas, y el más leal y claro defensor de los intereses españoles en Méjico; su escrito debía de imprimirse en la Habana, etc., etc. Cagigas llevaba tratada, hecha y concluída toda la parte de estos dos negocios en Nueva-York, en Yucatán y en Méjico, faltándole sólo su arreglo en Cuba; tenía en su cartera un crédito de setenta mil pesos, y con noventa mil decía él, sonriendo muy satisfecho, que empezaba a rodar el carro. Escuché yo todo aquel doble proyecto suyo, sin comprender qué parte pudieran tener en él mis versos, para ofrecerme la cuarta parte de la respetable cantidad en que, después de planteados, los tenía traspasados o vendidos a dos casas de gran crédito comercial.

—Usted no sabe lo que vale su nombre —me dijo con su flemática tranquilidad habitual. —Déjese usted guiar, y dentro de dos años podrá usted poner al hijo de Júpiter y de Letona, con sus nueve holgazanas de Musas, a tejer esparto en el patio de su casa de usted, que podrá tenerla propia.

Sin que yo comprendiera muy bien el negocio, pero acostumbrado a la audacia y sinceridad de Cagigas, asentí a todo, y comenzamos por ir a que él me presentara en la Redacción del Diario de la Marina para dar la noticia de mi arribo a la Isla, puesto que el secreto que Cagigas necesitaba, había hecho que nadie de ella se apercibiera.

La primera consecuencia fué la galante invitación del capitán general D. José de la Concha, marqués de la Habana, para un baile que en su palacio daba al cuarto día de la la fecha de tal invitación; y el primero y más vulgar apuro el de no tener yo traje conveniente para asistir a tal fiesta, pues el que traía de Méjico estaba ya fuera de moda. El autor de Don Juan Tenorio no podía aparecer ridículo ni anticuado en tan aristocrático salón; de la primera impresión que causa, puede depender la fortuna de un hombre; pero era le caso que todos los cubanos querían presentarse en palacio sin la más leve arruga y flamantes por extremo de sus trajes, y los sastres de moda tenían más trabajo aceptado del que podían abarcar con sus quintuplicados oficiales. Tal era el embullo, y así lo anunciaban los periódicos, dando el anticipado pésame a los Lions cubanos que tendrían que quedarse sin frac infaliblemente.

Entre presentarme mal y no presentarme en tan extremosa sociedad, acepté el quedarme en cama y aplazar mi presentación para la distribución de premios de los juegos florales del Liceo, y así se lo anuncié a Cagigas; pero éste, con su eterna y estereotipada sonrisa, me puso el sombrero en la mano y me sacó tranquilamente de casa, para llevarme directamente a la de Porzio, el sastre caballero, el Don Juan de los sastres, el que daba el tono en la Habana, donde no era hombre comme il faut quien con Porzio no se vestía. La casa de Porzio estaba atestada de gente: el más poderoso ministro, el más venal favorito del rey, no se vió nunca más asediado, más suplicado, más halagado ni más adulado que Porzio lo estaba y lo era en aquel momento. «Veinte onzas por mi frac a las nueve de la noche», le decía un mancebo de rizado cabello, inglesas patillas, ojos negros, orlados de fenomenales pestañas, un dandy, criollo del moreno y gracioso tipo que por las islas abunda.

—No puedo da a usted palabra —le respondió Porzio—; ha llegado usted tarde, y no puedo posponer a nadie.

—Ya lo oye usted —dije yo a Cagigas al oído.

—Pues ya verá usted —me replicó él.

Y abriéndose paso hasta Porzio, habló con él aparte dos o tres minutos, al cabo de los cuales Porzio, romano por el nombre, florentino por lo artista, napolitano por el ingenio y veneciano por su buen aire y forma social, me tomó cortésmente por la mano, me introdujo en un saloncito interior, y cerrando la puerta, me dijo:

—Usted no puede dejar de asistir al palacio; muchos se quedarán sin frac, pero usted tendrá el suyo en su casa a las nueve en punto de la noche de pasado mañana. Tendré un placer en ser el primero de quien reciba usted un obsequio en este país.

Y me tomó minuciosamente medida, lo mismo que a Cagigas, a quien advirtió que sus prendas, que no eran de etiqueta, no estarían hechas hasta la semana próxima.

Pepe Santana, hijo del famosa ex-presidente de la República mejicana, estaba en Cuba establecido, y era íntimo de Cagigas, aunque no andaba el hijo muy bien con su padre. Santana, hijo, hombre tan cortés, servicial y oficioso como altanero era el ex-presidente, se encargó de amueblarnos una habitación, que en el piso bajo de su casa nos cedió por cincuenta pesos mensuales un poeta muy bien aceptado en Cuba; quien, además de tener publicados muchos y no malos versos, tenía dos preciosísimas hijas, modelos de estatuaria viviente, y bautizadas con los extraños nombres de África y América. África era una hermosísima criatura capaz de hacer soñar con su imagen a San Pablo, primer ermitaño, y de pecar a su discípulo San Pacomio. En las tres piezas de aquel alojamiento, emprendimos, Cagigas sus gestiones en el negocio, y yo el trabajo de mis lecturas, aplazadas para fin de la quincena.

A las nueve de la noche del tercer día, el oficial de Porzio me presentó un traje de etiqueta que no pesaba diez onzas, traje de aquel país en donde hasta la piel y las pestañas estorban y pesan.

Y fuí muy bien recibido por los marqueses de la Habana, y muy aplaudido en los premios delos juegos florales y obsequiado por Bethancourt, presidente del Liceo, mientras llegaba la noche de mi primera lectura.

Todas, al encontrarnos en casa, me daba Cagigas cuenta de lo por él hecho; no le faltaban más que siete mil duros para completar sus noventa mil: me mostró las cartas de aceptación de la razón social de varias casas conocidas, y todo marchaba perfectamente, y un porvenir risueño y azul como el cielo de la esperanza se abría ante nuestros ojos. Una sola nube le sombreaba: la tardanza de Anselmo de la Portilla, a quien con ávida inquietud esperaba Cagigas en el Kanhowa, que ya estaba en retraso. Una noche, la duodécima de nuestro arribo a la Habana, al retirarme encontré a Cagigas ya acostado, contra su costumbre: se recogía muy tarde y dormía muy poco. Tenía dolor de cabeza y sueño. Durmió tranquilo toda la noche; pero al día siguiente no amaneció aliviado: no tenía, sin embargo, ni fiebre, ni síntoma alguno alarmante: dolor frontal y pesadez, desgana, pereza y nada más. A las seis horas de estar levantado, se tuvo que volver a acostar. Alarmado, porque en aquel clima toda indisposición puede parar en mal, llamé al doctor Zambrana, literato tan conocido como acreditado médico, amigo leal y desinteresado, dispuesto a hacer lo imposible por evitarnos a Cagigas o a mí la más leve enfermedad.

—No me engañe usted —le dije. —Si Cipriano tiene síntomas del vómito, no me lo oculte y trátele usted como se a necesario. Sabe usted que le quiero como si fuera mi hijo, y que es la esperanza de Portilla y mía.

—No tenga usted miedo —me respondió jovialmente Zambrana—; estamos en diciembre; ya no hay vómito; no tiene nada; mañana estará bueno.

Y recetóle, y hablamos de versos, y fuése; y seguí yo trabajando, y Cagigas dormitando. Tomó las medicinas, pasó la noche tranquilo; y volvió Zambrana, y trajo otros dos médicos, y los tres me aseguraron que Cagigas no tenía más que una leve indisposición, sin el más mínimo síntoma de fiebre amarilla (vómito negro). Y seguí yo trabajando, y Cagigas durmiendo. Cuando le preguntaba cómo se sentía, me respondía:

—No tengo más que pesadez. ¿Se sabe del Kanhowa?

Así pasaron tres días más: Cagigas clamando por Portilla, yo escribiendo, los doctores ratificándose, y el Kanhowa no parecía; y ni tenía fiebre ni espasmo… tenía pesadez, que a mí me pesaba en el alma. ¡Pobre Cagigas! A las cuatro de la tarde del quinto día de su modorra, dió vista el vigía y anunció el Kanhowa. Llegaba Portilla en él.



Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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