Recuerdos del tiempo viejo: 19
XIX
editar(Paréntesis)
I
editarMi campaña teatral había durado cuatro años: del 40 al 45. Fiel a mi bandera, no me había yo pasado jamás al enemigo, combatiendo siempre en primera fila; y en aquellos cuatro años, porque en la temporada del 41 al 42 no escribí nada por lo que adelante diré, había yo dado a la empresa Lombía veinte y dos obras escénicas, desde Cada cual con su razón hasta D. Juan Tenorio. Ninguna de ellas había sido silbada ni retirada de cartel sin cinco representaciones; y habían quedado del repertorio de Latorre, con éxito completo, El Zapatero y el Rey, Sancho García, El rey loco, El puñal del godo, El alcalde Ronquillo y el D. Juan; Lombía repetía en el suyo el Cada cual con su razón y La mejor razón, la espada. La empresa de l teatro del Príncipe no me había visto jamás en el saloncito de Julián Romea, ni para sus afortunados actores había yo en los cuatro años escrito un solo verso; siendo el único escritor que siguió constante la inconstante suerte de la empresa de la Cruz, y escribiendo exclusivamente para Lombía y Latorre.
¿Por qué? Lo diré más adelante al recordar cómo, por qué y para quién escribí el Traidor, inconfeso y mártir; antes, y por hoy, tengo necesidad de decir algo de las vicisitudes por que habían pasado los teatros de verso, durante los cinco años de la revolución literaria, de la cual fuí entonces hijo mimado y hoy todavía viviente recordador.
Porque estos mis desordenados RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO son una madeja de quebradizos y rotos hilos, de cuyos cabos voy tirando al azar según los voy devanando en el desigual ovillo de mis artículos de El Imparcial; y en éste veo que es preciso que dé a mis lectores, si tengo algunos, un cabo conductor y alguna luz que les guíe por el laberíntico relato de mis entradas y salidas por las puertas y escenarios de los teatros de la Cruz y del Príncipe. Mis RECUERDOS no son, desventuradamente para mí, una obra de cronológica ilación, de continuidad lógica y progresiva de bien enlazados sucesos, y de uniforme estilo, como las curiosas MEMORIAS DE UN SETENTÓN, del Sr. de Mesonero Romanos, a quien aprovecho esta ocasión para dar gracias por el cariñoso recuerdo que en ellas hace de mí, y para rendirle el homenaje debido al más fácil de nuestros prosistas, al más ameno y castizo de nuestros narradores. Mis RECUERDOS no pueden, ni intentan competir con sus MEMORIAS; y cuando hoy se reducen a libro con una más ordenada forma, aún no pueden parangonarse con aquéllas; elegante y última, pero genuina producción del vigoroso ingenio del CURIOSO PARLANTE, en cuya curiosa personalidad prolonga Dios la luz de la inteligencia para gloria y consentimiento de la presente generación.
Hecha esta salvedad y cumplido este deber, vuelvo la vista atrás y retrocedo cuatro años, para entrar por preparado camino en el quinto y último de mis recuerdos teatrales.
La temporada cómica del 38 al 39, por no sé qué circunstancias fortuitas o premeditadas, iba a pasar sin que hubiese compañía en los teatros de Madrid. Lombía, asociado con Luna, Pedro López, las Lamadrid y otros, se presentaron en época avanzada, con las más sinceras protestas de modestia, a llenar como mejor pudiesen aquel vacío. Estimóselo el público, y quedó constituída en compañía aquella sociedad, para la temporada del 39 al 40. La redoma encantada fué para ella la gallina delos huevos de oro, y en aquel año cómico presenté yo mis tres primeras comedias, según van marcadas en la nota correspondiente a este párrafo. Con la cooperación del infatigable Bretón, de García Gutiérrez, Olona y otros autores, el año fué un negocio, y a la temporada siguiente (la de 40 al 41) vino a tomar parte en él Julián Romea con Matilde y su compañía. Romea, Salas y Lombía tomaron ambos teatros, y habiendo yo comprometido mi palabra con Carlos Latorre de escribir para él la segunda parte del Rey D. Pedro, cuya primera había estrenado Luna, pero no habiendo querido Romea escriturar a Latorre, preferí no escribir para el teatro a faltar a la palabra empeñada a éste.
No duró mucho al unión de Julián con Lombía; y como por aquel tiempo trasformara en teatro su circo Colmenares, que del de la plaza del Rey era propietario, Lombía, que había tomado el viejo coliseo de la Cruz, patrocinado por el banquero Fagoaga, director del Banco, estrenó el del Circo en el verano, con Carlos Latorre, mientras se hacía de nuevo el de la Cruz. La empresa Colmenares, que era adinerada y emprendedora, hizo competencia a los dos teatros y a las dos compañías del Príncipe y de la Cruz, primero con grandes pantomimas y después con ópera y baile: del 42 al 43.
Lombía, que disponía de no escasos fondos y que era hombre de no cortos alcances, se volvió a unir con Romea contra el enemigo común: y conservando independientes sus dos compañías de verso, fueron coempresarios para dos nuevas de baile y de ópera, que alternaron en sus dos teatros. La Lema (que casó después con Ventura de la Vega), la Tossi (mujer luego de Lorenzo Milans) y la Villó, ganaron allí con justicia, la reputación de primeras cantantes; y Salas en Chiara di Rossemberg se hizo el primer caricato español; sosteniendo el baile la pareja Bartholomin, con su padre de aragonesas y valencianas, que se las tuvieron ten con ten a la Petit y a la Guy-Sthefan y a las andaluzas del circo.
II
editarDel 43 al 44, Lombía solo, sin Romea, pero con Matilde, Guzmán, Latorre, Sobrado, Pizarroso, Azcona, las Lamadrid y la Sampelayo, sostuvo la competencia contra las compañías del circo con la mejor de verso que tal vez se ha reunido, y una de ópera de primo cartello (hasta el 45) con Moriani, Guasco y otros célebres cantantes. En estos dos años se pusieron en escena, en la Cruz, La lámpara maravillosa, fantástica y maravillosamente decorada por Aranda; El triunfo de la Cruz y La Encantadora, y en el Príncipe, La Sílfide y Hernán-Cortés, varios dramas de Hartzenbusch y García Gutiérrez, el Don Alfonso el Casto y la Doña Mencía, el Alfonso Munio y El Príncipe de Viena, de Gertrudis Avellaneda, y muchas comedias de Bretón, que dieron prez al arte escénico y dinero a la administración. El Circo, al fin, amparado por Narváez, Salamanca y otros personajes de valía, se llevó la atención con la competencia de la Fuoco y la Guy, a quienes se presentaban gigantescos ramos de flores conducidos en brazos de servidores con librea, en azafates y jarrones de plata y porcelana de china, y hasta en un carro que apenas cabía por la calle del centro de las butacas.
Yo no sé lo que el arte ganó con aquel frenesí y aquellos delirios; pero el público se hartó de gritar por uno u otro partido, y de divertirse con las excéntricas locuras de ambos; y se vieron en la escena de los tres teatros las más costosas decoraciones, los más lujosos trajes, las más cortas y transparentes enaguas, y las bailarinas más correctamente empernadas y de más ricas formas de los cuatro reinos de Andalucía y de la antigua coronilla de Aragón.
Por fin perdimos nosotros los de la Cruz, que estuvimos a pique de ser crucificados. En diciembre del 45 Lombía tuvo que prescindir de Carlos Latorre, que se fué a Granada, y yo a mi casa a contentarme con saber que en Granada se aplaudía a Carlos; sin el cual abrió Lombía el teatro del Instituto, con Caltañazor, las hermanas Flores, la Pamias, la Carrasco, la Concha Ruiz, Lumbreras, etc. En esta temporada, y antes de abandonar la Cruz, se hicieron las zarzuelas El sacristán de San Lorenzo, La Venganza de Alifonso y La pradera del Canal, parodias de la Lucía y la Lucrecia, escritas por Azcona, el más inteligente y entendido de nuestros actores de entonces, excepto Pedro Mate; cuadros de costumbres concienzudamente estudiados y con maravillosa exactitud copiados del natural.
En junio del 46 fuí yo a Francia, de donde regresé en enero del 47[1], por el fallecimiento de mi madre; a mi vuelta hallé instalada en el Instituto la compañía andaluza de Calvo y Dardalla, donde estos dos actores representaban de una manera tan incomparable cono encantadora Los celos del tío Macaco y La flor de la canela. Pepe Calvo, padre de Rafael, hacía un tío Macaco tan indescriptible y característico, un gitano tan picaresco y atruhanado, tan anguloso, descaderado y zancudo, que no le produjeron más espirrabao ni Triana en Sevilla, ni el Perchel en Málaga.
Del 48 al 49. El ayuntamiento se encargó del teatro y se fundó el Español, con una compañía completa compuesta de Romea, Valero, Arjona, Matilde, Bárbara, Teodora y Osorio, etc. Catalina no aceptó su puesto en ella por razones personales, y Carceller, con un asociado, tomó para Catalina el viejo teatro de Variedades, con la Manuela Ramos, la Juana Samaniego, Juan Catalina, Cortés el buen gracioso, Manuel Giménez y otros. Al fin de temporada contrataron a Salas, Adela Latorre, al tenor González, etc., con quienes pasaron al teatro de los Basilios, mientras que Harpa, propietario de Variedades, remodernaba su sala y escenario, dejándolos como estaban aún el año pasado de 79.
Y aquí acaban mis recuerdos de los teatros que conocí antes de mi expatriación, y salvas algunas inexactitudes de fechas, y alguna confusión de ajuste de actores, esta es la historia delos teatros de Madrid desde el 40 al 49: tan ligeramente apuntada como lo permite el ligero espíritu de estos recuerdos a vuela pluma, y tan en confuso cuadro como se conservan amontonados en mi turbia memoria todos aquellos empresarios tan activos y batalladores, todos aquellos actores tan bien vestidos y todas aquellas bailarinas tan bien desnudas.
Pálidas, dispersas y móviles siluetas, recuerdos desperdigados de la memoria del muchacho, que aún bailan en sueños una diabólica danza macabra por el ya frío, desierto y nebuloso campo de la imaginación del viejo poeta.
III
editarY aquí abre mi memoria un oasis fresco, umbros y apacible en el árido y enmarañado desierto de mis recuerdos; en él se levanta y por él corre, y su abrasada atmósfera templa y orea una brisa vital, salubre y perfumada, que envía mi corazón amante a mi descarriada fantasía. ¿Por qué no he de sentarme a reposar un punto a la sombra de este oasis? ¿Por qué no he de aspirara esta brisa a la luz del único rayo de esperanza que ilumina la lóbrega y tempestuosa atmósfera de mis recuerdos, y el turbio y estéril arenal de mi inútil existencia? ¿Qué son estos mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO más que las aspiraciones íntimas de mi alma, los suspiros de mi corazón y los latidos de mi conciencia? Surja, pues, delas aguas azules del pintoresco lago de la poesía el vapor puro delos suspiros del alma; revélese el hombre en la faz del poeta, y véase el corazón de aquél a través de las cuerdas de la lira de éste.
Por aquel tiempo vino a Madrid mi pobre madre, a quien yo no había visto y de quien nada había sabido desde aquella desventurada noche en que abandoné mi paterno hogar.
Dos figuras bellísimas, dos imágenes tan queridas como nunca olvidadas, resaltan en este cuadro de mis recuerdos: la de mi madre y la de Paco Luis de Vallejo, corregidor de Lerma en 1835, a quien dediqué mi D.Juan Tenorio en 1844. Volvamos un instante la vista al mes de julio de 1835 para posarla después en el de 1844.
A la llegada a Madrid de la Reina María Cristina, era mi padre superintendente general de policía del reino: el duque de San Carlos y Arjona, que para traerle hasta tan importante puesto le había hecho pasar por la Chancillería de Valladolid, la Audiencia de Sevilla y la Sala de Alcaldes de casa y corte, se le habían propuesto a Fernando VII como un partidario fiel de la causa realista, como un íntegro magistrado y un hombre de carácter enérgico, a propósito para limpiar a Madrid de los ladrones y vagos que pululaban en 1827 por las mal empedradas calles y peor alumbrados callejones de la villa y corte de entonces, de la cual dan tan exacta idea las Memorias de Mesonero Romanos. Al instalarse mi padre en la superintendencia, en la casa de la calle del Príncipe que hoy habita el duque de Santoña, tenía ya montada una policía, que acabó en cuarenta días con todos los ladrones, de la manera que tal vez diré en algún artículo posterior. Bástame, por hoy, indicar el principio tan bárbaro como exacto de que su justicia partía, y era éste: «Los seres humanos, que faltos de educación moral y religiosa, y viviendo en guerra con la sociedad, creen que el robo es una profesión, y el asesinato necesario para cometer y encubrir el robo, no tienen más que un miedo: el de la muerte.» En consecuencia de cuyo principio, y conociendo el modo lento y embrollado con que la justicia ha solido caminar siempre en España, anunció que «los ladrones quedaban sujetos a una comisión militar, asesorada por un alcalde de casa y corte y un escribano del crimen»; instalóse la tal comisión; y ladrón cogido, ladrón ahorcado. Bárbaro era tal vez el principio, pero necesario y eficaz fué el procedimiento; los únicos tres años que Madrid ha estado completamente libre de ladrones de profesión, fueron los de 28, 29 y 30. Otro día hablaremos de esto: no manchemos hoy con tan repugnantes memorias la purísima de mi madre y la alegre y caballeresca del apuesto garçon corregidor de Lerma, Paco Vallejo.
Mi padre fué el primer dignatario de la situación realista depuesto por la influencia liberal de la Reina Cristina: cayó como los vencidos que capitulan, y salió con armas y bagajes: las condiciones de su destitución no fueron más que la de salir de Madrid y sitios reales en el término de ocho días. Fué, pues, a refugiarse a un pueblecillo de la provincia de Burgos, en donde un hermano de mi madre era cabeza de una numerosa familia, y a cuyo otro hermano, capellán de aquel pueblo, había nombrado canónigo de la colegiata de Lerma el duque del Infantado, patrono de aquella iglesia y heredero del duque de Lerma, su fundador. El cólera del 34, que introdujo la muerte y la división en la familia, nos obligó a abandonar aquel pueblecillo tan pequeño, oculto y desconocido, que su nombre no se halla en los mapas: y mientras yo pasaba las temporadas del curso escolar en las Universidades de Toledo y Valladolid, mis padres vivían en un tranquilo destierro en casa de mi tío el canónigo de Lerma. Allí fué de corregidor mi inolvidable Vallejo.
Su llegada fué un acontecimiento para el partido que iba a gobernar, y un justo motivo de sobresalto para mi padre; quien no habiendo aprobado el levantamiento carlista, en cuyo éxito no creía, había rechazado las sugestiones de los amigos y de los agentes del levantamiento, resuelto a no mezclarse en él por voluntad propia; pero hombre importante y conocido de la pasada situación, no podía menos de ser sospechoso al nuevo Gobierno, y se dió tal vez por perdido al ver llegar a Lerma un corregidor modelado en un molde tan distinto del en que él había concebido que debían vaciarse los corregidores. Paco Vallejo era un mozo de veintisiete años, que vestía con elegancia, que marchaba con soltura, que fumaba ricos habanos que de Madrid le remitían, que bebía Jerez, y, ¡cosa inconcebible para mi padre!, que se presentó a tomar posesión de su corregimiento con el uniforme de nacional de caballería de Madrid, con el chacó en la cabeza, el bastón en la derecha y el sable a la cintura. Paco Vallejo era uno de los calaveras de buen tono de aquella edad de calaveras, que volvieron del revés a España como un sastre la manga de una levita, a la cual hay que poner forros nuevos: un Don Juan de la clase media, que podía presentarse y bravear en el salón más aristocrático: un abogado joven lleno de audacia y de talento, tan agudo de ingenio como seductor de modales, a quien era preciso tener un par de años en corregimiento para hacerle llegar a una toga en la audiencia de la Habana: y a quien mi padre y yo tuvimos la fortuna de que nos enviara a Lerma D. Claudio Antón de Luzuriaga.
Cuando Vallejo llegó a Lerma, acababa yo de volver, concluído el curso de la Universidad de Valladolid. Dimos uno con otro, él bajando y yo subiendo la calle Mayor; llamé yo su atención por mi traje y porte más cortesano del de la gente del país: encaróse conmigo, plantémele yo delante, cediéndole la derecha, pero sin bajar mis ojos a su investigadora mirada, y preguntóme: —¿Quién es usted, caballerito, que no tiene trazas de ser de esta tierra?
Decliné yo mi nombre y el de mi padre, y esperé, sombrero en mano, a que tomara mi filiación en unos instantes de silencio y bajo el poder de una escrutadora mirada, ante la cual no creí conveniente bajar la mía.
—Está bien— me dijo, concluído su examen —tendré mucho gusto en conocer al padre de tal hijo. ¿Dónde le ha educado a usted su señor padre?
—En el Real Seminario de Nobles de Madrid— respondí.
—¡Hola! ¿Es usted discípulo de los jesuítas?
—Sí, señor; pero no les hago mucho honor, porque he sido siempre muy desaplicado.
—No habrá sido en la cátedra de la lengua castellana.
—Ni en la de otras.
—¿Conoce usted muchas lenguas extranjeras?
—Tengo rudimentos de tres y rompo en ellas la conversación.
—Espero tener ocasión de hablar con usted en alguna; tal vez en las tres.
—Estoy a la disposición de usía.
—Y mi corregimiento a la de su señor padre: hagáselo usted presente de mi parte.
Siguió su camino el corregidor, y apreté yo el paso hacia mi casa para advertir a mi padre de que creía que acababa de cometer una torpeza, que podía muy bien habernos puesto en mal con el miliciano corregidor.
Frunció mi padre el entrecejo escuchando mi narración, pero no desplegó sus labios, y antes de anochecer fué a visitar a Vallejo, dejando a mi madre y a su hermano el canónigo en angustiosa incertidumbre; era para ellos evidente que yo había traído a mi padre la orden de presentarse inmediatamente ante aquella extraña autoridad.
Al volver mi padre de su visita, respondió a la interrogadora mirada de mi madre con estas palabras: —«Es un hombre atentísimo y no temo doblez en él; pero no puedo comprender sus intenciones.
Yo no puedo visitar a usted; me ha dicho al despedirme; pero envíeme usted a su hijo: no sé comer solo, soy algo hablador y me ha parecido que su hijo de usted no tiene pelos en la lengua. —¡Dios ponga tiento en ella!, exclamó mi padre volviéndose a mí. Mañana irás al alojamiento de ese botarate, y seréis dos: si te invita a comer, acepta; pero no bebas: Habla poco, si puedes, y escucha bien lo que te diga, porque probablemente te lo dirá para que me lo repitas.»
Maldita la gracia que me hizo la posición en que el nuevo corregidor me colocaba entre él y mi padre: pero después de una noche no muy tranquila para ninguno de los tres que componíamos la familia, a las cuatro en punto de la tarde pasaba yo un poco receloso los umbrales de la casa en que se alojaba D. Francisco Luis de Vallejo, a quien desde aquella tarde consagré un cariño fraternal y un agradecimiento que no se extinguirá sino con la vida.
Llegué hasta el aposento del corregidor sin tropezar con portero ni alguacil, pues habían ya pasado las horas del despacho; y como, aunque no las llevaba todas conmigo, no quería yo que miedo ni empacho en mí conociera, di resueltamente dos golpes en la puerta con los nudillos, y al «adelante» con que desde dentro me autorizaban a penetrar en aquel sancta sanctorum de la justicia lermeña, me presenté con tanta resolución aparente, como desconfianza real ante la primera autoridad del partido. Leía Vallejo, tendido en un sillón de cuero, un libro encuadernado en vetusto y amarillento pergamino; los pies tenía, con botas y espuelas, puestos en dos sillas, y el codo izquierdo en la esquina de una mesa de pies salomónicos, que sobre su tablero sustentaban por el momento, y en vez de legajos de papel sellado, un gran plato de nueces frescas, muy pulcramente peladas, y un pichel de aquella agradable bebida compuesta de limonada y vino que se llamaba sangría en aquel tiempo viejo, y con la cual templaba el corregidor el ardiente efecto del oleoso fruto del nogal. Soltó el libro y levantóse para recibirme; e hízolo con tan atractivos modales y con tan afectuosas palabras, que al cabo de media hora, uno en frente de otro, dábamos cuenta de la última nuez y de la gota postrera de sangría, en medio de la más alegre conversación de estudiantes y de la más franca y espontánea amistad de muchachos.
Esta rápida e inconcebible unión de dos tan distintos individuos, la había operado en pocos minutos el libro que Vallejo leía: las coplas del marqués de Santillana y de Jorge Manrique, manuscritas y encuadernadas en la edición gótica de Sevilla de las Trescientas de Juan de Mena.
Si en lugar de escribir estos recuerdos en las columnas de un periódico los escribiese en las páginas de un libro, llenarían algunas los pormenores de esta escena. Paco Vallejo era originalísimo en sus opiniones, excéntrico en su ideas, y tan picante como ameno en su conversación. Venía de la corte impregnado en el espíritu de todos los gérmenes políticos, económicos, artísticos y literarios de la revolución.
Era un índice vivo de cuantos libros y periódicos iban publicados en aquella primera, modesta y recelosa libertad de imprenta: sabía de memoria las principales escenas del Edipo, de Martínez de la Rosa; del Macías, de Larra; de la Marcela, de Bretón, y los chistes de Ventura, y los Cantos de Espronceda, que acababa Ochoa de publicar en El Artista, y podía decir al dedillo la historia de todas las cantantes, desde la Albini, la Cesari y la Lorenzani, y de todas las bailarinas, desde la Sichero y la Volet; recitóme veinte canciones italianas, para mí desconocidas, y encantóme con la de Zanotti, que lleva por estribillo aquel famoso ¡oh giuramenti preda de' venti! Recitéle yo mi Dueña de la negra toca y mi Canto de Elvira, con los versos a una Catalina, la moza más garrida que por entonces vivía en Lerma; pidióme y déile noticias, y narréle lo que de las muchachas de la comarca se susurraba; díjome y díjele, contéle y contóme tantos versos tan ingeniosos como subidos de color, y tantas historias tan gratas de recordar como imposibles de repetir, y cuando la dueña de la casa se decidió a avisarnos que la sopa estaba en la mesa, así nos acordábamos, como por los cerros de Úbeda, ni él de que era corregidor, ni yo de que era el hijo de mi padre.
Aquellas tan frescas como excitantes nueces nos habían hecho acabar con el pichel de sangría; y aunque el vinillo agrio de Lerma, según decía mi tío el canónigo, no era bueno más que para echar lavativas a galgos, nos había abierto tanto el apetito como alegrado el corazón y calentado la cabeza, borrando los diez años de diferencia que entre mi diez y siete y los veintisiete del corregidos mediaban. Comimos como dos condiscípulos que a hallarse juntos volvieran tras diez años de separación, y éramos a los postres tan amigos y tan iguales, como si de veras condiscípulos hubiéramos sido desde la escuela de primeras letras. Y así llegamos a las nueve de la noche, y oí yo con asombro, y casi con espanto, las campanas de la Colegiata, que tocaban a las Ánimas: era la primera vez que tal hora me cogía fuera de la casa de mi padre; era la en que se rezaba el rosario en ella, y era yo el encargado de guiarle.
Conoció Vallejo que algo me angustiaba; preguntóme qué, y reveléselo yo: entonces, tomando una de las dos luces que habían alumbrado nuestro festín, y volviendo a llevarme al aposento en donde le hallé, escribió una carta demedia página a mi padre; llamó al alguacil de ronda y le mandó que a mi casa me acompañara; dióme por despedida lo escrito, cerrado en un sobre, y díjome al oído: «di a tu padre que queme ese papel en cuanto le lea, y que no deje de enviar a su hijo de cuando en cuando a comer con el corregidor».
Entré yo en mi casa con los carrillos muy encendidos y los ojos muy alegres: aguardábame ya impaciente mi familia, y recibióme mi padre con el ceño un poco fruncido y en un silencio muy poco a propósito para infundirme ánimo; pero yo, sin decir palabra ni darle tiempo de pronunciar una, púsele en las manos la carta de Vallejo, con lo cual, obligándole a fijar su atención en la misiva, logré la apartara del portador.
Leyó mi padre, y quedóse un punto suspenso, contemplando lo escrito como si no lo comprendiera; y aprovechando la posición en que, inclinado hacia adelante, tenía la carta y la cabeza cerca de la luz, díjele al oído, como Vallejo me lo había dicho: «Que queme usted ese papel en cuanto le lea».
Quitó mi padre sus ojos del papel para fijarlos en los míos, y preguntóme: «¿Te lo ha leído él a ti?»
No; contesté con la firmeza de quien decía verdad; y en silencio mi padre quemó el papel, quedando de él no más que el pico, por el cual entre su pulgar y su índice lo tuvo mientras ardió. Tiró después del cordón de la campanilla y mandó que sirvieran la cena: «Tú habrás comido muy tarde, me dijo: nosotros hemos rezado ya el rosario, y tendrás ganas de acostarte: toma tu luz, y te dejaremos en tu cuarto»; y mientras todos bajaban al comedor, que estaba en el entresuelo, me dijo mi padre al dejarme en mi dormitorio, que tenía su puerta en el arranque de la escalera:
«Mañana irá a decir a Vallejo lo que me has visto hacer con su carta y le darás las gracias», y añadiendo entre dientes, y como quien habla consigo mismo: «¡si tuviera la cabeza tan sana como el corazón…!» Me cerró la puerta, y me acosté tan satisfecho de haber salido tan bien librado, como curioso de saber lo que decía aquella carta, que tan bien me había escudado del justo mal humor de mi padre.
Vallejo tenía suficiente juicio para no fiar al chico lo que corriera riesgo de su insensata locuacidad: el corregidor fué con el padre un caballero de la tabla redonda, y un muchacho desatalentado con el hijo, futuro autor del Tenorio, y único ser con quien el noble calavera madrileño, a quien debía aquel drama ser dedicado, podía tener afinidad en aquel país.
El corregidos liberal, el apuesto y caballeroso garzón, arriesgó su favor y su empleo por amparar al magistrado en desgracia, y fué el primero que auguró al hijo un porvenir tan brillante como inútil para uno y otro.
Ocho años después, supe por mi madre que la carta de Vallejo, que de su parte llevé yo a mi padre, decía: «Traigo orden de vigilar a usted y de no dejarle respirar; pero puede usted dormir tranquilo mientras yo sea corregidor de Lerma; y cuando tenga usted que emprender algún viaje, avísemelo usted con tiempo para que pueda usted partir sin despedirse de mí, mientras esté yo de expedición por mi ínsula Barataria; pero no deje usted de enviarme al chico; que tendrá siempre tan buen lugar en mi mesa, como creo que le tiene en el porvenir que abre en España a las letras la revolución que se desarrolla.»
¡Oh, bueno y leal Paco Vallejo! Pocos meses después tenías que consolar a mi pobre madre y desvanecer las sospechas del receloso y severo juez, que tal vez creyeron por un momento que podías tener parte con tus consejos en el crimen con que el hijo se abrió las puertas del porvenir famoso que tú le habías predicho, y que sólo valió al padre, a la madre y al hijo, pesadumbres y desengaños.
Mi madre, harta de vivir escondida en un pueblucho de una sierra, en donde nieva desde noviembre hasta febrero,, y en el cual, incomunicada y sin noticias del mundo, había vivido cinco años sin saber lo que en el mundo pasaba, vino por fin a llamar a las puertas de la casa del hijo ingrato, cuyo amor filial creía extinguido por la vanidad de unos triunfos que no la habían producido más que ruido y coronas de papel dorado. Un viejo eclesiástico, que la había servido de protector, se presentó al hijo con la desconfianza de un católico que tuviera necesidad del amparo de un hereje; que era, y es aún lo que se cree en algunos pueblos de Castilla, de los que usamos perilla y bigote; pero no bien el anciano sacerdote comenzó a tantear los sentimientos del hijo, cuando éste se echó en sus brazos deshecho en lágrimas, clamando ansioso por abrazar a su infeliz madre; trajímosla a nuestra casa, y una nueva luz, una nueva vida y una nueva inspiración entraron en ella. Había yo vivido poquísimo tiempo con mi madre; a los ocho años me había metido mi padre en un colegio de Sevilla; a los diez me puso en el de Nobles de Madrid, y sólo dos veranos, durante las vacaciones del 34 y 35, habíamos vivido bajo el mismo techo, pero entre el miedo y los pesares del destierro y en la escasez de expansiva confianza de los que se conocen mal y no se aprecian bien; resultado inevitable de la educación fuera de la familia: se pierde uno para ésta tanto cuanto se gana para la sociedad; yo me gané para el mundo y me perdí para mi familia: no nos tratamos y no nos conocimos. Vino, pues, mi madre a mi casa, y yo no sabía ser su hijo; la trataba como a hija mía. Yo la mimaba, yo la peinaba, yo la dormía: sentía que no fuese una niña de tres años, para poderla tener todo el día sobre mis rodillas y velarla de noche el sueño, colocada en mis brazos su cabeza. A la luz de sus ojos, al calor de su cariño, al influjo de su presencia, produje yo en tres meses los tres tomos de mis Cantos del Trovador; y un libro del P. Nierenberg, en que ella leía, me sugirió la idea de mi Margarita la tornera; y en aquel D. Juan que tan mal estudia en la Universidad,
Sintiéndose el alma seca
de hablar de legislación,
y con la mala intención
de quemar la biblioteca,
y que vuelve por fin despechado y pobre a aquella casita solitaria, hay algo de mi historia y dela de mi casa; y en aquel altar enflorado, y en aquella despedida de la monjita en el altar arrinconado del claustro, y en aquella narración rebosando fe sincera, inspiración juvenil, frescura de selva virgen, y aroma de rosas de mayo y poesía nacional y cristiana, está encerrado el espíritu religioso de mi devota madre; está derramada a manos llenas la esencia del amor filial, la poesía del corazón amante del hijo que escribió aquellos versos ante la sonrisa de la madre adorada: y por eso es Margarita la tornera la única producción que me ha conquistado el derecho de llamarme poeta legendario, y creo que el poeta que la escribió no merece ser olvidado en su patria; y cuando veo que la fama eleva en sus alas a otros poetas contemporáneos, no tengo envidia de sus merecidos triunfos ni de las justas alabanzas de sus modernas obras, y me digo a mí mismo callandito, sin orgullo, modestamente, pero con conciencia de mí mismo: «yo también soy poeta; yo también he escrito mi Margarita la tornera.»
Pero, ¿qué diablos importan todos estos recuerdos íntimos y personales a los lectores de El Imparcial? Mi pobre madre, que tenía mucho miedo a mi padre, se fué de mi casa… y murió sin que yo la volviera a ver; mi Margarita la tornera, inspirada por la presencia de mi madre, es el sudario en que puedo envolver mi memoria póstuma para que se conserve más tiempo sobre la tierra, puede servirme de confesión a la hora de mi muerte, si la Providencia me hace morir inconfeso, ¡y quién sabe si podrá abonarme ante el tribunal de Dios, cuando mi alama sea por Él llamada a juicio!
Paco Vallejo volvió de la Habana, y yo le dediqué mi D.Juan Tenorio, para que su nombre viviera con el mío unos cuantos días más después de nuestra muerte; que es lo menos que en nombre mío y de mi padre debo a la memoria del amigo leal y del caballeroso amparador.
Volvamos ahora al teatro, para el cual había dejado de escribir de los de Madrid en ausencia de Carlos Latorre; y veamos cómo y por qué fué mi Traidor, inconfeso y mártir, el único drama que yo escribí para Julián Romea, y el único que estoy satisfecho de haber escrito.
Notas de edición
editar- ↑ En realidad, el año 46 (error de José Zorrilla).