Recuerdos del tiempo viejo: 7
VII
editarLenta y perezosa carrera lleva mi correspondencia epistolar con usted, mi querido poeta, interrumpida dos veces por versos que no pudieron menos de ser en su lugar publicados: atañendo ambas a asuntos tan perentorios y tan de actualidad, como es el de las inundaciones y el de mi escaso beneficio. Concluyo, pues, con las noticias que de mí me propuse dar a usted: y Dios haga que la gente de hoy vea bajo su verdadero punto de vista, y tome en su sentido verdadero, lo que de mí resta por decirle.
Una tarde me dijo Villalta: «esta noche iremos a casa de Espronceda, que ya desea ver a usted». Figúrese usted que un creyente hubiera enviado por escrito su confesión al Papa, y que Su Santidad le hubiera contestado: «venga usted esta noche por la absolución o la penitencia»; ésta fué mi situación desde las cuatro de la tarde, hora en que Villalta me anunció tal visita, hasta las nueve de la noche, hora en que se verificó. Yo creía, yo idolatraba en Espronceda. Si aquel oráculo divino a quien yo iba a consultar, desaprobaba mis versos, si aquel ídolo a cuyos pies iba yo a postrarme desdeñaba mi homenaje, no tenía más remedio que irme a buscar a mi padre a la corte de Oñate, y suplicarle contrito que me matriculase en la Universidad de Vergara.
Villalta leyó, sonriendo, en mi fisonomía lo que pasaba en mi interior, y me condujo en silencio a la calle de San Miguel, número 4. Espronceda estaba ya convaleciente, pero aún tenía que acostarse al anochecer. Introdújome Villalta en su alcoba, y diciendo sencillamente «aquí tiene usted a Zorrilla», me empujó paternalmente hacia el lecho en que estaba incorporado Espronceda. Yo, no encontrando una palabra que decir, sentí brotar las lágrimas de mis ojos, los brazos de Espronceda en mi cuello, sus labios en mi frente, y su voz que decía a Villalta, «es un niño».
Hubo un minuto de silencio, del cual no he sabido nunca hacer un poema: Villalta se despidió y nos dejó solos; de la conversación que siguió… no me acuerdo ya: al cabo de media hora nos tuteábamos Espronceda y yo, como si hiciera veinte años que nos conociéramos; pero la luz que estaba en el gabinete no iluminaba la alcoba, en cuya penumbra no había yo todavía visto a Espronceda; «no te veo», le dije; «pues trae la luz», me respondió; y trayendo yo la bujía, le contemplé por primera vez, como a la primera querida que me hubiera dado un beso a oscuras.
La cabeza de Espronceda rebosaba carácter y originalidad. Su cara, pálida por la enfermedad, estaba coronada por una cabellera negra, riza y sedosa, dividida por una raya casi en el medio de la cabeza y ahuecada por ambos lados sobre dos orejas pequeñas y finas, cuyos lóbulos inferiores asomaban entre los rizos. Sus cejas negras, finas y rectas, doselaban sus ojos límpidos e inquietos, resguardados, como los del león, por riquísimas pestañas: el perfil de su nariz no era muy correcto, y su boca desdeñosa, cuyo labio inferior era algo aborbonado, estaba medio oculta en un fino bigote y una perilla unida a la barba, que se rizaba por ambos lados de la mandíbula inferior. Su frente era espaciosa y sin más rayas que la que de arriba abajo marcaba el fruncimiento de las cejas; su mirada era franca, y su risa, pronta y frecuente, no rompía jamás en descompuesta carcajada. Su cuello era vigoroso y sus manos finas, nerviosas y bien cuidadas. A mí me pareció una encarnación de Píndaro en Antínoo: de tal modo me fascinó su belleza varonil, su conversación animada y la alta inspiración de su poesía. Espronceda sabía más que la mayor parte de los que después de él hemos alcanzado reputación: discípulo de Lista, como Ventura de la Vega y Escosura, era buen latino y erudito humanista; pero empapado en la poesía inglesa de Shakespeare, Milton y Pope, era la personificación del clasicismo apóstata del Olimpo, y lanzado, Luzbel-poeta, en el infierno insondable y nuevamente abierto del romanticismo.
Espronceda era leal, generoso y bueno: la política y los amigos le dieron un carácter y una reputación ficticia, que jamás le pertenecieron; y las medianías vulgares le han calumniado después de su muerte, hasta atribuirle versos y libros infames, que jamás pensó en producir.
A la tercera visita que le hice de día, me cansé de la sociedad de sus amigos: no porque su conversación me espantara, sino porque no la comprendía; vivía yo dado a mi trabajo, y no conocía a nadie de los ni de las de quienes allí se hablaba. Una noche entré en su alcoba después de las doce: dolores articulares y escasez necesaria de nutrición teníanle a él desvelado, y a mí con pocas ganas de recogerme temprano la estrechez de mi pupilaje.
—Vengo a esta hora —le dije— porque es en la que no tienes amigos en tu casa.
—¿No te gustan mis amigos?
—No.
—Pues hablemos de otra cosa; y me alegro de que tengas libres estas horas, que son para mí las más insoportables; ¡tardo en conciliar el sueño!…
Hacía poco que le había abandonado Teresa: yo ni la conocía, ni aun tenía por entonces conocimiento de que existiese: yo no conocía de la vida de Espronceda más que sus escritos; yo adoraba al poeta, y aun no conocía del hombre ni siquiera la persona, puesto que no le veía más que en el lecho donde le retenía su enfermedad.
Seguí, pues, yendo a visitarle después de media noche.
Y de aquellas conversaciones a solas con Espronceda sí que podría yo hacer un libro; pero hay libros que no deben ser leídos hasta cuarenta años después de escritos.
Espronceda y yo nos quisimos y nos estimamos siempre; pero nuestras diversas costumbres, aunque no las entibiaron, hicieron menos frecuentes nuestras relaciones. Yo deserté el primero del cafetín del teatro del Príncipe, en donde nos juntábamos, y me pasé al de Sólito, con los Gil y Zárate, G. Gutiérrez y otros, a quienes comenzó a importunar el elemento militar y político que se incrustó allí en el literario; y con motivo de mi primer matrimonio, del cual Espronceda no se atrevió a hablarme más que una vez, comprendió que el niño era ya hombre; y habiendo yo escrito El Cristo de la Vega y Margarita la Tornera, estimó al hombre como un hermano y al poeta como ingenio privilegiado que él era, y que no tenía nada que envidiar al mozo atrevido que osaba trepar a tientas al Parnaso.
Encerréme yo en mi casa y seguí produciendo libros: García Gutiérrez me dió la mano para presentarme en la escena, o más bien, me sacó a ella en brazos, en un drama que escribimos juntos, y comencé la vida aislada y poco social que he llevado siempre. La gimnasia, que necesitaba mi sietemesina naturaleza, el tiro de pistola, que en tiempos tan revueltos no era inútil estudio, y los paseos a caballo por fuera de puertas, eran mis perennes entretenimientos; en medio de los cuales escribí once tomos de versos, de los cuales no he sabido jamás cuatro de memoria.
El Liceo concluyó entretanto, saliendo sus socios más notables para las embajadas, los Ministerios y los destinos más importantes de la nación: Mesonero Romanos se fué a su casa, cargado de memorias, y yo a la mía de coronas de papel, recogidas en una función de obsequio que se me dió, y con un álbum en cuya primera hoja escribió S. M. la Reina Doña Isabel. Tal fué el fin y el fruto que yo saqué del Liceo.
Salustiano Olózaga, a quien había hecho emigrar mi padre cuando era superintendente general de policía, y que fué uno de mis mejores amigos, me ofreció la entrega de mis bienes paternos, que habían sido secuestrados; pero yo rehusé incautarme de ellos, creyendo que «pues había abandonado mi casa, había renunciado a mis derechos de hijo…». Olózaga vió que yo era un tonto: mi padre me lo dijo cuando volvió de su emigración, y yo lo creo ahora que lo escribo. Mi quijotesco modo de ver las cosas y mi caballeresco desprendimiento, no fué apreciado por nadie: mi padre me dijo que había hecho mal en no aprovechar mi favor en el partido liberal, sacrificio que yo creía muy agradable a su intransigencia realista; mi extrañamiento de la sociedad y mi vida oscura de diario trabajo, no me procuró más amigos que el público; y como todos no son nadie, no tuve más amigo que mi trabajo; y como corriendo los tiempos cambian las aficiones y las predilecciones sociales, yo gané mucha fama con dos o tres afortunadas obras, y llegué a la vejez como la cigarra de la fábula. Pero en mis famosas obras se revela la insensatez del muchacho falto de mundo y de ciencia, exento de todo sentido práctico, y jamás apoyado en principio alguno fijo.
Yo debía mi fama a mis inspiraciones románticas de Toledo.
Aquella gótica catedral, cuyas esculturas se habían levantado de sus sepulcros para venir a cruzar por mis romances y mis quintillas; aquel órgano y aquellas campanas que en ellos habían sonado; aquellos rosetones, capiteles y doseletes; aquellos claustros católicos, aquellas mezquitas moriscas, aquellas sinagogas judías, aquel río y aquellos puentes y aquellos alcázares que habían dado a mis repiqueteados y desiguales versos la vistosa apariencia de sus festoneadas labores de imaginería y de crestería, no me habían merecido más que el desprecio de su antigüedad y la mofa de su perdida grandeza; y aquel pueblo, a cuyas costumbres, a cuyas tradiciones y a cuyas consejas debía yo todo el valor de mi poesía lírica y legendaria, no me mereció más que el epíteto de imbécil, en aquella estrofa, padrón de mi infamia:
Hoy sólo tiene el gigantesco nombre,
parodia con que cubre su vergüenza:
parodia vil en que adivina el hombre
lo que Toledo la opulenta fué.
Tiene un templo sumido en una hondura,
dos puentes, y entre ruinas y blasones,
un alcázar sentado en una altura
y un pueblo imbécil que vegeta al pie.
¿Concibe usted poeta más necio y más ingrato, mi querido Velarde? ¿Por qué llamé yo imbécil al pueblo de Toledo? ¿Porque era religioso y legendario, y pretendía yo echármelas de incrédulo y de volteriano? Pues entonces, ¿por qué seguía buscando fama y favor con mi poema de María y con el carácter religioso y creyente de todas mis obras? Porque el imbécil era yo: y gracias a Dios que me ha dado tiempo, juicio y valor civil para reconocer y confesar públicamente en mi vejez mi juvenil imbecilidad.
En cuanto a mi ingratitud…, por más que me avergüence y me humille tal confesión, no quiero morir sin hacerla. La muerte de Larra fué el origen de mis versos leídos en el cementerio. Su cadáver llevó allí aquel público, dispuesto a ver en mí un genio salido del otro mundo a éste por el hoyo de su sepultura; sin las extrañas circunstancias de su muerte y de su entierro, hubiera yo quedado probablemente en la oscuridad, y tal vez muerto en la más abyecta miseria; y apenas me vi famoso, me descolgué diciendo un día:
Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado, etc.
He aquí un insensato que insulta a un muerto, a quien debe la vida; que intenta deshonrar la memoria del muerto a quien debe el vivir honrado y aplaudido. ¿Concibe usted, Sr. Velarde, un ente más ingrato ni más imbécil? Pues ese era yo en 1840; mezcla de incredulidad y superstición, ejemplar inconcebible de progresista retrógrado, que ignoraba, por lo visto, hasta la acepción de las palabras que escribía.
Han transcurrido treinta y nueve años: nadie ha venido jamás a pedirme cuenta de mis palabras, y aprovecho la primera, aunque tardía, ocasión que a la pluma se me viene, para dar a quien corresponde una satisfacción espontánea y jamás por nadie exigida; quiero decir: a los toledanos de hoy y a los hijos de Larra.
Y en estas últimas líneas, con las que con usted corto mi correspondencia, fundo yo más vanidad, mi querido Velarde, y espero que halle usted más motivo de estimación, que en los cuarenta tomos de versos que lleva escritos el autor de D. Juan Tenorio.