Recuerdos del tiempo viejo: 42
EN EL MAR (Tercera parte de LOS RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO)
I
editarLos ingleses son los hombres más formales y más formalistas del mundo, y los mejores marinos que navegan por todos los mares conocidos; un buque inglés funciona con la misma precisión que un reloj de French, y un capitán de la marina inglesa va en su buque sobre las aguas como el difunto Neptuno en su carro tirado de tritones y escoltado de delfines.
Pero cobra buena fama, y en todas partes cuecen habas; embarcaos en el Paraná. El Almirantazgo había destinado este buque al transporte de tres mil hombres a Crimea; el Paraná era de esta capacidad, pero la Compañía a quien pertenecía era incapaz de soltar el Paraná sin disputárselo al Almirantazgo; y en Inglaterra hay Compañías capaces de tenérselas tiesas a todo el Reino Unido de la Gran Bretaña, como en ello se atraviese un compromiso contraído o un puñado de libras cobradas. El almirantazgo que sí, y la Compañía que no, tiraban del Paraná; aquél por la popa, para lanzarlo lleno desoldados hacia Crimea, y ésta por la proa, para enviarlo a San Thomas con la correspondencia y pasajeros de América; y fueron los tres mil soldados en dos buques, a cuyos propietarios enredó la Compañía en lugar suyo con el Almirantazgo, y zarpó el Paraná para América, llevándome a mí, por mis pecados, por el Atlántico adelante.
En el tiempo empleado en aquellos dimes y diretes entre el Almirantazgo y la Compañía, el Paraná se preparó mal y se abasteció peor para aquel viaje, cuyo rumbo ignoraban los contendientes; importábale poco a la Compañía que los tres mil hombres fuesen como fuesen a Crimea, porque ella, a quienes había atrapado, era a los pasajeros de América, que la pagábamos seis mil reales por barba, e importábale menos al Almirantazgo de que nosotros fuéramos allá vendidos, porque lo que él necesitaba era estrellar en los muros de Sebastopol a las tres mil víctimas con uniforme, prontas ya a partir en el Paraná: la cuestión era que no faltaran los soldados en una parte, ni el correo en otra: es decir, que lo que importaba era no faltar a la formalidad de lo prometido y de lo anunciado, y allá fuimos nosotros con las cartas de aquel mes de noviembre, aunque con algunos días de retraso.
Fuese que el capitán quisiese forzar la máquina para ganar el tiempo perdido, fuese porque ésta estuviese mal graneada y mal colocada por la premura, ello es que a la altura de las Azores las piezas afectas a la rotación comenzaron a mostrase incandescentes, despidiendo un calor que convertía en antecámara del infierno el salón central de aquel viejo y enorme tonel con ruedas que nos arrastraba penosamente sobre las olas.
Comenzamos a avizorarnos los pasajeros, y comenzó a tranquilizarnos el capitán, mandándonos turnar en el perpetuo trabajo de refrescar la máquina con grasa y agua salada, con cuya ocupación nos mantenía tan entretenidos como asustados. Abandonábamos este afán sólo las horas de las comidas, que eran tan inglesas como el capitán, y de carne tan rebelde a la absorción de la manteca como los émbolos de la máquina; pero olvidábamos nosotros lo indigesto de la nutrición por el miedo del incendio, y el viaje no podía ser menos divertido ni más determinado; el miedo y la incertidumbre del fuego dentro, y la seguridad del abismo fuera, y así nos alejábamos tan lentamente de Europa como tardíamente nos acercábamos a aquella bendita isla, dinamarquesa entonces, de San Thomas; y mientras de Europa con pesar nos apartábamos y nos aproximábamos con ansia a las Antillas, trabábamos unos con otros relación los viajeros y hacíamonos cargo, como podíamos, de la tripulación del inglés trasporte. Componíase la marinería de gente allegadiza y de repente enganchada, en lugar de la enrolada al servicio ordinario de la Compañía, por haberse ésta desperdigado o por rehusar al servicio para el cual no estaba comprometida, o por creer inciertos el rumbo del buque y el día de su partida de Inglaterra. Mitad de blancos y mitad de negros, aquella chusma era tan desconocida para el capitán como para nosotros; y mirábanse los blancos y los negros como se mirarían, si juntos se encontraran, dos manadas de osos de los dos opuestos colores y de dos opuestas comarcas traídos, y teníalos solamente a raya, para que no se mordieran, la severa disciplina y la vigorosa personalidad del capitán, que a su personal servicio traía meda docena de ingleses tan corpulentos y vigilantes como él, quienes velaban día y noche sobre su mal avenida tripulación, la cual, desnuda de medio cuerpo arriba, trabajaba sin descanso en arreglar el mar aparejado buque, que se había hecho a la mar sin completa preparación y abasto por huir del Almirantazgo y no retrasar más la correspondencia comercial de Inglaterra con el Nuevo Mundo.
El general García-Conde y yo nos fuimos familiarizando con los que hablaban castellano, españoles, franceses y alemanes que en Méjico estaban establecidos, y a quienes y de quien conocía él y conocido era; entre los cuales iba un Baralt, pariente del escritor del Centro de América tan conocido en España, que acompañaba a la Habana y al seno de su familia restituía al hijo de otro literato y acaudalado cubano, de la familia de los Aldamas, a quien conocíamos por sus escritos todos los poetas castellanos, a quien no miraron nunca con buenos ojos los Gobiernos españoles por sus tendencias separatistas, y a quien tenían alejado de Cuba y vigilado en España.
Era el Baralt un mojo tan instruído como alegre y decidor, socio o empleado en una casa de comercio de Santiago, a la cual volvía a dar cuentas de una comisión con que a Europa le había enviado. Conocíame él por noticias que de mí le diera el otro Baralt, su pariente, y por lo que me conocen muchos que jamás me han visto la cara como no haya sido en retrato: por las ya entonces célebres leyendas de mis Cantos del trovador y mis demás venturosos librejos. En relaciones entramos, y contentos uno de otro hicimos aquella navegación, formando uno de sus grupos con ambos García-Conde y Ángel Juanbelz, el amigo de Losada, y dos franceses en la capital de Méjico establecidos, un leal y honradísimo M. Goupil, y un alegre y atrevidísimo marsellés, M. Charles Tracase, a quien nada se le ponía por delante y a quien debimos todos los buenos consejos que de los apuros de nuestra navegación nos sacaron.
Había largo tiempo vivido y muchos dineros acumulado en Méjico, y en un gran almacén que hacía doce años allí había establecido y hacía tres que había traspasado, y cuya renta iba a recoger todos los meses de diciembre, volviéndose a París con el paquete de febrero. Ingeríase de cuando en cuando en nuestra sociedad un personaje de color dudoso, de ojo vivo y escrutador y de rizado cabello, limpia y atildadamente vestido y pretenciosamente calzado, que entendía de todo, y de todo hablaba y a todos conocía, pero cuyo nombre no supimos nunca, porque ni él nos lo reveló ni nos atrevimos a preguntárselo. Aralt, conocedor de las antillas y de sus habitantes, y que tenía un si es no es de mordaz y su ribete de mal pensado, hizo de él mil conjeturas a cual más disparatadas; pero aquel casi afeminado, tan cortés y bien edacado como incomprensible personaje, hablaba de la política, la literatura y los personajes influyentes de España y de las Antillas con un conocimiento y un aplomo, con una moderación y un tacto especiales, que descarriaba todos los cálculos de Baralt, que le dió por espía de alto copete, por jugador afortunado y por todo, en fin, menos por lo que era.
Y así llegamos a San Thomas nueve días más tarde de lo que debíamos; es decir, el 28 de diciembre en lugar del 16.
Allí debíamos trasbordarnos a otro buque de la Compañía encargado de conducir a la Habana y a Veracruz su correspondencia y pasajeros, mientras una ligera y esbelta goleta blanca, que en aquel puerto se balanceaba, debía de llevar a la Guaira los que para la América central traían pasaje.
Pero aquí de la formalidad inglesa. El buque de la Compañía no estaba ya en aquella Isla, y el cónsul inglés nos anunció con la mayor formalidad que para continuar nuestro viaje a la Habana y a Veracruz, tendríamos que esperar allí al buque del mes de enero.
Al oír tal, el primero que puso el grito en el cielo fué el marsellés, quien se dirigió inmediatamente al cónsul francés, aconsejándonos a Baralt y a mí que nos dirigiéramos al español, para obligar al agente inglés de la Compañía a buscar el modo más breve de trasportarnos a la Habana. El marsellés era un francés impagable: revolvió la Isla y sacó de su casa y de sus casillas a todos los cónsules europeos que en el puerto existían. Díme yo a conocer del de España, que era don Federico Segundo, y entre éste y el francés, aguijoneados por el impertérrito M. Charles, obligaron al fin a los ingleses a proponer al capitán del Paraná que continuase su viaje hasta la Habana, donde hallaría el buque corresponsal. El capitán declaró que el Paraná no servía para nada, que él había aceptado su mando en aquel viaje por venir a tomar el del suyo, que era el Withe, y que prefería dejar allí el servicio de la Compañía a volver a montar el Paraná, que no podía llegar a la Habana.
Volvió el marsellés a insurreccionarse, y volvimos a gritar todos, capitaneados por el marsellés; volvieron los cónsules a cargar sobre los dos ingleses; y al cabo de porfías de unos, súplicas de otros, amenazas de algunos, improperios de no pocos, lamentaciones y desesperados esfuerzos de todos, se convino en que el capitán Lees nos llevaría en el Paraná a Jamaica, y de allí en el Withe a Cuba y a Veracruz; pero era preciso pagar el exceso del pasaje de allí a Jamaica y esperar en San Thomas dos días para hacer carbón. Aceptamos lo que no podíamos rehusar: pero adivinando el por qué de la mala figura y el compungido gesto que hacían algunos, dijo el marsellés.
–Nadie se apure: yo tengo aquí dinero para todo francés, español y mejicano que vaya a Cuba y a Méjico; y el que no pueda allí pagarme, yo le esperaré su reintegro a uno de los tres plazos del buen deudor: tarde, mal y nunca.
Desarrugáronse los entrecejos; dimos un aplauso al rumboso marsellés, y cambié yo en oro mejicano los cuatro billetes de Losada, disponiéndome con mis amigos a pasar alegremente aquella noche en aquella Isla más florida, más pintoresca y más salubre al parecer que la de Calipso; pero que no es más que un escondite y una trampa donde el vómito y la muerte aguardan al europeo a la puerta del suelo americano.
Baralt y yo dijimos al cónsul inglés que si el buque que partió estaba aquí para llevar a Cuba la correspondencia y los pasajeros del Paraná, ¿a qué ha ido a la Habana sin la una y sin los otros?
—¡Oh! —dijo el inglés, con la más inglesa e imperturbable formalidad—. Ustedes debieron llegar aquí el 16 y él salir el 18. Él fué a decir que ustedes no habían llegado.
Y he aquí la formalidad formalista del inglés.
Media hora más tarde aguardábamos en una fonda que nos sirviesen la comida que habíamos pedido el general, el marsellés, Goupil y otros cuantos que habíamos formado grupo y sociedad aparte, cuando se presentó un negrito con una carta dirigida a los señores Zorrilla y Baralt, dentro de la cual venía una tarjeta que decía.
«El presidente de la república de Santo Domingo espera que el señor Baralt y el señor Zorrilla le honren aceptando su hospedaje y su mesa. El dador les guiará a su casa.»
No había medio de rehusar, por más que ni Baralt ni yo alcanzáramos el motivo de tal invitación de parte de un personaje a quien ni uno ni otro conocíamos. El negrito nos condujo a una cercana y preciosa casa de campo, en cuya sala baja nos introdujo, y en la cual nos recibió con el más cordial apretón de manos, llevándonos en seguida al comedor, el desconocido, atildado, rizado y pretenciosamente calzado compañero de navegación, que era el presidente Báez.