Recuerdos del tiempo viejo: 50

​Tercera parte de Recuerdos del Tiempo Viejo​ de José Zorrilla

IV editar

Un propietario de una hacienda de los llanos de Apama, era aún en 1855 lo que un señor feudal en la Edad Media; en sus tierras no había más derecho ni más jurisdicción que las suyas. Los ochocientos, mil, dos mil o más indios que en ella trabajaban, no son ya esclavos; ya no se les azota, ni se les maltrata, ni el señor tiene el bárbaro derecho de hacerles morir bajo el peso de una excesiva faena; son ciudadanos libres de una República libre; no están vendidos ya, sino asalariados; pero el pobre será siempre y en todas partes víctima de las triquiñuelas de los legistas. He aquí cómo son ciudadanos los indios de las haciendas. Durante la Semana Santa, el administrador junta su indiada y ajusta a cada individuo de ella su cuenta del año anterior; para aquellos indios el año concluye en Semana Santa, como el año cómico para nuestros actores, y entre cada indio y el administrador se traba el siguiente diálogo:

ADMINISTRADOR.—¿Quieres permanecer al servicio de la hacienda por el mismo salario que hasta aquí? (Treinta pesetas mensuales; mensiles, como ellos dicen.)

EL INDIO responde sí o no; regatea, demanda, transige y se queda.

EL ADMINISTRADOR. —¿Qué necesitas adelantado?

INDIO.—Una manta, unas calzoneras, dos camisas, etc., y tanto en dinero.

El administrador da al indio, del almacén, lo que el indio demanda en efectos, y de la caja lo que en especies; el indio queda al servicio de la hacienda, pero su cuenta corriente comienza con una deuda cuyo total se le descuenta de su salario; recibe diariamente su ración de maíz, se instala en su choza con su mujer, y está obligado a comprar su sal, aceite, velas, tabaco, etc., en la tienda de la posesión; la cual, ocupando generalmente cuatro, seis y hasta quince leguas cuadradas, un principado europeo, no le da facilidades para ir a buscar lo que ha menester a mercado ni ciudad vecinos. El indio trabaja por cuadrillas bajo la dirección de un capataz, y habita, según la cuadrilla a que pertenece, en el rancho que le corresponde de los en que la hacienda está dividida. Cada rancho tiene su administrador, quien cuida de su laboreo y cosecha, habita en caserío con sus trojes, ganados, aperos, cuadrillas y tinacal correspondientes, rindiendo cuentas semanales al administrador principal.

El tinacal es lo que nuestra bodega; un inmenso cobertizo de sólidas paredes, lleno, en vez de cubas, de cueros de buey clavados en fuertes cuadros de madera, en cuyos recipientes se deposita el aguamiel que sirve de semilla para fermentar el jugo de las pitas con que se hace el pulque, que es la bebida que en el país sustituye al vino.

Una hacienda de pulque es lo que hay que poseer en el universo; el pulque se elabora diariamente, y diariamente vienen a sacarlo de su cuenta y riesgo los contratistas en cantidad y precio fabulosos; el consumo que del de los Llanos hace la capital de Méjico es incalculable, y los propietarios de estas haciendas reciben la renta de sus propiedades semanalmente, traída en sacos a sus gabetas por los dependientes de los contratistas.

No hay propiedad territorial de más producto, de menos quiebra ni de menos trabajo en el mundo, que éstas de pulque. Los magueyales (o magueyeras) son una inmensa plantación de gigantescos agaves (pitas) que, colocadas de un modo especial en interminables melgas, cuyas líneas rectas se cruzan en ángulos agudos, losangean la tierra con sus líneas eternamente verdes. Grandes almácigos de millares de plantas jóvenes permiten reponer todos los años las que se secan después de dar el jugo que a su debido tiempo se les extrae, por medio de una serie de operaciones cuya pormenorización aburriría a mis lectores de El Imparcial. Básteles saber que ni el mal tiempo, ni las sequías, ni fenómeno alguno atmosférico, interrumpe ni aminora las cosechas de estas haciendas; si cien mil magueyes labrados (capados, es la expresión técnica de escalaboz) no producen los miles de cargas contratadas, se labran veinte, treinta o cuarenta mil más; y el contratista, que diariamente vende, y con no poco lucro, paga semanalmente con religiosidad. El pulque es una bebida estimadísima, a la cual atribuyen los mejicanos grandes propiedades nutritivas y medicinales; se la hacen beber por la noche a las señoras débiles que amamantan sus hijos, porque dicen que aumenta, espesa y vivifica la secreción láctea; ello es una bebida blanquizca, mucilaginosa, espesa y de extraño olor al beberla; al europeo, y sobre todo al español habituado al vino, le cuesta no poco tiempo y trabajo el acostumbrarse a ella; yo no pude nunca; pero como Dios no hace nada sin razón, cuando con tal profusión ha dado allí los magueyes, necesaria y buena debe ser allí la bebida que de ellos se saca. El pulque de la hacienda adonde me llevó el buen conde de la Cortina, producía a su propietario setecientos cincuenta pesos semanales; esto es, tres mil mensuales, treinta y seis mil anuales; dos mil reales diarios. Su hacienda no era la mejor, aunque era de las buenas de los Llanos, y tenía, entre otros esquilmos, de cinco a seis mil cargas de cebada, diez mil de maíz y la lana de cuatro o cinco mil excelentes ovejas. La cebada mantenía una multitud de caballos de tiro y silla, que era la vanidad del propietario, y el maíz servía para racionar de pan a la indiada, que no lo comía de trigo.

El propietario de la hacienda se llamaba José, y Josefa su hija mayor; y José era el conde de la Cortina, José yo y Josés siete u ocho de los cuarenta comensales. La comida del 19 de marzo fué alegrísima; probé el pulque, y no quiero acordarme de la primera impresión que me hizo; salimos después a caballo a recorrer la hacienda; hubo toros después de comer, y peleas de gallos antes de los toros; baile por la noche, y nada más franco, más bulliciosamente alegre ni más prácticamente republicano que estos bailes en una hacienda de los llanos de Apam. En el salón entran y se acomodan indistintamente la millonaria heredera cargada de encajes y pedrería, y la ranchera de rebozo y nagüitas; el opulento y el rico gomoso, don Juan de la juventud dorada, con ese charro de chaparreras y zarape; pero ese pueblo en Méjico posee innato un instinto social, que inspira a sus más vulgares individuos la reserva y decoro que exige la estancia en el salón en donde son recibidos.

En el pueblo mejicano es, pues, instintiva la sociabilidad; y siendo alegre, decidor, chungón y músico y bailador, como el andaluz, una de estas fiestas campestres reúne el doble de encanto de la llaneza labriega y la profusión espontánea de la hospitalidad rumbosa de las dos aristocracias del oro y de la sangre.

La dueña de la casa no se desdeñó de bailar un popular jarabe con un campirano, célebre por la incansable agilidad que la ejecución de aquel baile nacional necesita.

De otro libro en verso que de Méjico y sus costumbres trata, he publicado en El Imparcial fragmentos descriptivos de estos bailes y cabalgatas mejicanas; atajo, pues, pormenores con una única observación: en el pueblo mejicano rebosa el ingenio naturalmente, como en el Champagne la espuma.

Como todos los santos tienen octava, nuestro San José tuvo once días de gallos, toros, coleaderos, conciertos y zapateados, al cabo de los cuales volvimos a la capital como una tromba de ruido y polvo, producida por nuestro cinco coches, rodeados de cuarenta jinetes, envueltos en sus blancos zarapes, sombreados por sus anchos jaranos, galoneados y atoquillados de oro y plata, espectáculo que no me cansaba yo entonces de admirar.

El conde de la Cortina me hospedó en su casa, no debiendo, según él dijo, volver al hotel un huésped de su familia. A ella vino Cagigas a darme cuenta de un proyecto que debía de hacernos ricos en un próximo viaje a Cuba, si yo le daba mis poderes. Cagigas era hombre de buen consejo y de grandes recursos, y en aquel verano se fué a la Habana, sin temor al vómito, para plantear su proyecto. Portilla me propuso la publicación de un libro en el que debía yo hablar bien de Méjico, cosa que debía costarme poco trabajo después de los obsequios de que fui objeto, y de los versos que me dirigieron todos los poetas como desagravio de lo pasado, de lo cual nadie se volvió a acordar. Sanchíz, Manuel Madrid y el conde de la Cortina subvinieron a los gastos de impresión de mi Flor de los recuerdos, cuya publicación dejamos en manos de un librero de proverbial honradez, y de cuyo libro y cuyo editor contaré el curioso éxito y la extraña muerte más adelante.

Y fueron días y vinieron días, y fui intimando con la familia del conde de la Cortina, y casóse su primogénito con la hija mayor de su primo el hacendado de los Llanos de Apam, y Cagigas me envió unos dineros de la isla de Cuba y un pequeño sueldo mensual que por trabajos míos me había allí procurado, y compré dos caballos, y tomé un criado, y acepté la hospitalidad de las haciendas, y me fui a la de los Llanos a cazar unas ardillas grises muy sabrosas y muy difíciles de tirar, que en el país se llaman techalotes; y allí, atracándome de soledad, y de viento, y de sol, y de polvo, y de tórtolas, y de patos que diariamente mataba, y perdiéndome entre las salvajes nopaleras, y curando de la viruela negra a los miserables indios, que no se vacunan, y sin tener, en fin, conciencia de mí mismo, y sin saber lo que hacía ni lo que buscaba, y fiado en Cagigas solamente, pasé… no quiero calcular cuánto tiempo. Y fui y volví mil veces de la capital a las haciendas, y de las haciendas a la capital, con pena del honrado y pundonoroso Manuel Madrid, que creía aquella vida indigna de un hombre de juicio, y con complacencia de Sanchíz, a quien acompañaba a visitar sus enfermos, y con quien en pláticas interminables me pasaba las horas perdidas.

Y cayó del poder Santana y subió a la presidencia Comonfort, y perdió influencia el clero con el advenimiento del partido liberal al poder; y se echaron al campo los unos, y allegaron cuerpos de ejércitos los otros, y se agriaron las cuestiones políticas, y se perdió la seguridad en las haciendas y en las campiñas, por las cuales corrían y merodeaban numerosas partidas de pronunciados, en cuyas banderas se ostentaban diversos lemas: RELIGIÓN Y FUEROS, decía en unas; JUSTICIA Y LIBERTAD, se leía en otras; y atizaban el fuego de la discordia periódicos de ambos partidos, y llamaban los liberales religioneros a los de religión y fueros, y libertinos éstos a los de justicia y libertad; y sostenían dos Prelados un periódico titulado El Pájaro Verde, caritativo anagrama de ARDE, PLEVE ROJA, con su falta de ortografía, hija de la pronunciación mejicana, y cuyo periódico pedía sin rebozo las inquisitoriales hogueras para quemar a los impíos; y salieron desterrados de sus diócesis algunos Prelados, etc., etc., etc. Lo de siempre en nuestra inquieta raza, llamada latina sin duda porque reza en latín, sin saberlo, como las monjas.

Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

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Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

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