Recuerdos del tiempo viejo: 79
V
editarVolví yo a Méjico de la Habana con dos objetos: cumplir la última voluntad de Cagigas y la palabra que le había dado en su mortuorio lecho, y plantear el pensamiento de los Bustamante, Romero y Compañía, que tan beneficioso debía de haber resultado para el comercio de Méjico con Europa; pero no estaba de Dios que yo pusiese felizmente mano en negocio alguno que honradamente me condujese a la fortuna. Los obstáculos que ante el mío se levantaron, fueron insuperables. Sólo el privilegio de su instalación iba a costarme tan enorme suma, que no era posible que aquellos buenos amigos me la pasaran en cuenta sin creerme un desvergonzado estafador: renuncié, pues, la comisión y agencia de aquella especulación, y escribí mi desistimiento a los Bustamante, quienes de él a pesar, siguieron enviándome mensualmente, con los doscientos cincuenta pesos que Isidoro Lira me pasaba, algunos encargos y comisiones y las cantidades que ellos decían que me correspondían, pero que realmente me regalaban. El Dr. Sanchíz se había metido en un negocio extrañísimo a su profesión: el abastecimiento de pescado de mar del mercado de Méjico, en el cual jamás se había presentado semejante artículo. Extremoso en todo, y hombre de maravillosa actividad y de inquebrantable energía, subía y bajaba de Veracruz a Méjico con sus carros, vigilando por sí mismo su administración; veíale, pues, con escasa frecuencia; y muerto Cagigas, desterrado Portilla en los Estados Unidos y ausente de la capital por sus negocios Manuel Madrid, volví a sumirme ne un completo aislamiento, yéndome con mi criado francés en mis dos caballos a la desierta hacienda de los Llanos de Apam, en un estado de espíritu del cual ni me di entonces cuenta, ni después me he podido dar razón. No era tristeza, aunque de satisfacción ten pocos motivos; no era nostalgia, porque nada me impedía volver a mi patria; ni era desesperación, porque no había ido a américa con esperanza alguna; ambición no había tenido jamás; sed de fama y anhelo de reputación, me habían acosado sóĺo mientras creí que con ellos podía reconquistar el cariño y el aplauso de mi padre; después de su muerte… hasta hoy ignoro a manos de quién han ido a parar aquellas primeras coronas que en las representaciones del Cada cual con su razón y El zapatero y el rey me fueron arrojadas en el escenario, y que mi familia tenía artísticamente colocadas en un grande y primorosamente tallado cuadro. Mi vanidad no ha retrasado dos minutos mi sueño ninguna noche; y muerto mi padre, sin apreciarlas en lo que valían, como prendas de mis desvelos y afán por justificarme a sus ojos, yo las he desestimado porque él no las estimó y porque jamás sirvieron a mi madre infeliz de objetos apacibles en que posar sus ojos, como emblemas de la estimación del pueblo por el hijo que la adoraba y con quien nunca logró vivir. Las que traje de América adornan el santuario de una Madonna en la iglesia en que me bauticé, y las que hoy cuelgan en las paredes de mi casa están allí por respeto y gratitud a los nombres de las personas y sociedades que me las han ofrecido, y que en sus cintas se leen escritas, y porque allí sustituyen los valiosos adornos que nunca me han permitido procurarme las obligaciones en que he tenido que invertir el precio de mis escritos. Tenía, yo, pues, en Méjico, por la época que voy recordando, lo que he tenido siempre después: el vacío del corazón, ocasionado por la pérdida de lo único que había mantenido mi existencia y alimentado mi poesía; la fe: y extinguida ésta, ¿qué quedaba de mí, que no había nunca tenido más? En mi mesa no había ya tintero ni a la cabecera de mi cama un libro; el espíritu dormía, la inteligencia funcionaba, pero no producía, y el cuerpo vivía, pero no gozaba de la vida. A las seis de la mañana me iba a matar conejos para almorzar; a las once, ardillas para comer, y a las cinco de la tarde, tórtolas para cenar; mi criado francés, que era profesor en la ciencia culinaria, se ocupaba de la cocina, y yo de mi escopeta, y a las nueve nos acostábamos.
Pero el mundo no podía girar en torno mío sin que yo me apercibiera de su movimiento; yo he tenido siempre costumbre, afán, manía, de oscurecerme y de pulificarme; pero no he podido vivir con los ojos cerrados, y la fermentación del progreso de Méjico, la fiebre del desarrollo de la virilidad de la nación que se había emancipado desprendiéndose de la dominación de España, no podía menos de fijar mi atención, tanto más cuanto yo había sabido apartar de mí la suya. Duraba aún, no la inquina contra los españoles, sino la monomanía nacional de creerse aún obligados a tener odio a los gachupines, reducida entre la gente de razón al antagonismo vulgar y sin consecuencias que obliga a los franceses a chungas a los excéntricos hijos de la Albión, y a nosotros a los fidalgos de Portugal; y por no estudiarnos ni conocernos bien unos a otros, unos a otros nos atribuímos preñeces y defectos, que tal vez a ninguno son peculiares. De modo que así como los franceses aplican a los ingleses todos sus cuentecillos y anécdotas que implican ridiculez o torpeza, y nosotros a los portugueses, y viceversa, los mejicanos nos los aplicaban a los españoles; vaya un solo ejemplo. Nosotros, que tenemos viñas, no nos utilizamos de las pitas (magueyes o agaves americanos) más que para hacer cuerdas; pero ellos, cuya renta más pingüe y cuya bebida más popular es el jugo de la pita, el pulque, cuentan que los españoles que van a Méjico se asombran de ver tal plantación de gigantescas alcachofas. Como se comprende, el odio de Méjico a los españoles es una pura broma, que en 1860 quedaba aún como manía y costumbre tradicional; la actual generación está ya para perderla, y la venidera la recordará para reírse de ella con sus hermanos, que serán nuestros hijos, porque tal es la ley y el progreso del tiempo; y Méjico entonces progresaba, crecía y se constituía sufriendo la fiebre y los sacudimientos naturales del crecimiento y formación de su nacionalidad; Méjico, tengo yo para mí que está destinado a ser el primero de los pueblos hispanoamericanos.
El Gobierno de Santana tuvo algo de infantil apoyándose en niñerías; vistió una especie de guardia real con botines altos, como la imperial de Napoleón, y no sirvió más que para maniobrar en el despejo de la plaza de toros; titulóse Alteza Serenísima como los Infantes de España; salió siempre desempedrando las calles precedido de batidores y seguido de lujosa escolta, cosas todas suprimidas ya por los soberanos de Europa, pero que recordaban el fausto y costumbre regias de los virreyes a aquella generación, que aún los había alcanzado a ver.
Pero vino, con el gobierno serio y práctico de Comonfort, la generación de los que, si los habían visto, era siendo tan niños que, si de ellos les quedaba la imagen en la memoria, no habían por su pompa sentido jamás ni respeto ni temor; así que, al comenzar a plantear las instituciones y prácticas modernas de gobierno, chocaron necesariamente las costumbres nuevas con las viejas, y la generación que entraba en la sociedad con la que estaba en ella de largo tiempo instalada.
El 5 de febrero de 1857 firmaron y juraron Comonfort y los diputados de todos los Estados la Constitución política de la República mejicana; y con ella se establecieron las leyes orgánicas del registro del estado civil y de la guardia de seguridad, la instalación del sistema métrico decimal y otras innovaciones exigidas ya por el adelanto e ilustración sociales.
El señor arzobispo de Méjico, don Lázaro de la Garza y Ballesteros, el más santo varón que ocupó aquella sede episcopal, que gastó en edificios de enseñanza y beneficencia y en obras de caridad sus cuantiosas rentas, que comía legumbres insaboras y dormía en un catre con un jergón, digno, en fin, del respeto y la veneración universal, se creyó en conciencia en el deber de protestar contra aquella Constitución; palabra y cosa que ha costado mucho hacer tragar a la mitad de nuestra raza española, como si una Constitución fuera más que el Código por el cual se rige el pueblo que le acepta. El gobierno de Comonfort se permitió hacer observaciones al santo y escrupuloso Prelado, y éste entró con él en una discusión teológica. El gobierno eclesiástico de Puebla publicó una circular prohibiendo que los fieles de aquella diócesis juraba tal Constitución, no debiendo recibir la absolución los que la jurasen, sino precediendo a su confesión la retractación del juramente hecho ante la autoridad civil.
El obispo de Michoacán y otros Prelados y gobernadores eclesiásticos, hacen idénticas protestas y declaraciones; y llegado en esto la Semana Santa, el Cabildo niega al Gobierno la entrada en la catedral y la ceremonia de la entrega a éste de la llave del sagrario, con cuyo motivo el Gobierno reduce a prisión a varios canónigos y da orden al venerable Arzobispo de considerarse preso en su habitación del palacio episcopal.
Yo estaba en el atrio de la catedral, y la plaza llena de gente; pero no estalló revolución ni desorden notable; unos murmuraron indignados, otros se retiraron escandalizados, y la mayor parte se quedaron indiferentes espectadores, mirando a las cerradas puertas del templo, donde se encastilló el Cabildo, y las del palacio presidencial, adonde se retiró el Gobierno.
Y éste que sí y el clero que no; y el ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos e Instrucción pública expidió la ley de desamortización de los bienes del clero del Estado de Puebla, que fué el primero que excomulgó a los que juraran la Constitución, comprendiendo luego los de Méjico, Tlascala, Veracruz, Guerrero y Bajaca; y el coronel Castejón se pronunció contra el Gobierno en Igualada, donde se proclamó antipresidente de la República a mi amigo el general Rómulo de la Vega, y se fueron sacando la cabeza y sus partidas al campo Cobos y Osollos y Mejía por religión y fueros, y Vidaurri y Santos Degollado y otros por el Gobierno, y la guerra civil se encendió y sen encarnizó, y el Gobierno pagó sus tropas con los dineros de la Iglesia, y desterró a los Obispos; pero no pudo la guerra tomar el carácter de religiosa, porque e con tales contiendas las autoridades se desprestigian con los pueblos, y los intereses materiales y las ambiciones mundanas y los partidos políticos son los que luchan; pero el espíritu religioso, la fe creyente se entibia, y se escandaliza o se amilana.
En medio de aquel desorden, mientras unas veces batían las tropas de Comonfort a los pronunciados, y otras éstos a aquéllas, ya no era posible cazar ardillas en las haciendas expuestas a los asaltos de unos y otros; y volviéndome a la capital, vi la instalación del telégrafo, y la construcción del gasómetro, y el franqueo previo de la correspondencia con los sellos de correo, y otras mejoras que el progreso de la época imponía por gracia o por fuerza a aquella tierra y a aquella generación que progresaba y crecía, alumbrando la instalación de su adelantos con el relámpago del fogonazo de los cañones y el rojo resplandor del incendio de sus haciendas.