Recuerdos del tiempo viejo: 24
XXIV
editarTenía mi padre gran fuerza de voluntad y absoluto dominio sobre sí mismo, pero no pudo dominar su emoción en el momento de volverme a ver en su casa y por tan doloroso motivo. Nos abrazamos llorando: él fué el primero que se repuso y volvió a la prosaíca realidad de la vida. «Vienes muy cansado —me dijo— : no agravemos el mal que no tiene ya remedio. Come y reposa: la naturaleza es un tirano irresistible: tenemos tanto tiempo como razones para contristarnos; pero en este instante nuestro dolor está endulzado por la alegría y no podemos ni alegrarnos ni condolernos, sin asustarnos de nuestra alegría como de nuestra pena.»
Y era verdad; los recuerdos alegres de la niñez que poblaban aquella casa, la satisfacción de volver a respirar en aquellos aposentos, la vista de aquellos muebles tan conocidos, el servicio de aquellos antiguos criados tan leales, y la presencia, en fin, de mi padre, tan firme, tan erguido y tan vigoroso, que iba y venía donado a aquéllos las órdenes necesarias, me tenían en un estado de arrobamiento que me impedía darme cuenta de mí mismo, me sentía tan impulsado a llorar como a reír; y la imagen de mi madre muerta se me ocultaba y casi desaparecía tras de mi padre vivo. Acompañóme éste durante un ligero almuerzo que preparado me tenía; me habló del estado en que había hallado sus viñas, de las mejoras que había hecho en el cultivo de los viñedos y de las que necesitaba la casa; ni una palabra de mi madre; ni la más leve alusión a mi vida pasada: ni la más mínima esperanza para el porvenir. Yo volvía a casa de mi padre, no a la mía; así lo había yo entendido, y volvía resuelto a respetar todos los derechos y a a catar todas las disposiciones de mi padre, sin permitirme la más nimia observación, puesto que al abandonar a mi familia en 1836, había yo renunciado a todos mis derechos de hijo y de heredero, dando a mi padre el de hacer de su hacienda lo que más a cuenta le viniere, como si Dios le hubiera quitado por muerte natural el hijo que civilmente murió, al fugarse del paterno hogar en brazos de su locura. Tal era mi respeto por mi padre, tales la justicia y las facultades omnímodas con que yo mismo le había investido; y si le hubiera dado por ser jugador y vicioso, yo me hubiera empeñado y vendido a Satanás por pagar sus deudas o mantener sus concubinas. Yo no le pedía, al volver a mi casa, más que un poco de cariño y el perdón de aquellos dramas y leyendas mías, por las cuales había tirado por la ventana las Pandectas y las Novelas de Justiniano.
Y fueron trascurriendo los días y fuéme él llevando a ver las bodegas y los plantíos; y mostróme deseos de adquirir unos solares de casas quemadas por los franceses, que lindaban con la nuestra por Mediodía y Poniente, con lo cual se añadiría un amplio jardín cercado, logrando hacer de ella la mejor y más cómoda de muchas leguas a la redonda; y como me diese a entender que las dos cosas que le hacían desistir de la adquisición de aquellos solares eran, la primera, que yo no querría venir a vivir allí nunca, y la segunda, que él no estaría ya nunca sobrado de dineros, porque el laboreo de las fincas y algunos atrasos contraídos en sus seis años de emigración absorberían todas sus rentas, ofrecíle yo la suma de que menester hubiese; asegurándole que mi única ambición era la de vivir allí con él y hacerle lo más agradable posible aquella mansión, con la cual había soñado siempre, y la cual me había siempre imaginado como un oasis de reposo en el desierto de mi vida de trabajo y de abnegación.
—No creí, me dijo, que tal pensaras; pero si es como lo dices, voy a decirte lo que sé y pienso: ni los dueños de esos solares, ni nosotros, que queremos adquirirlos, sabemos bien, ellos lo que van a vender y nosotros lo que vamos a comprar. Escucha.
Fuú yo uno de los jefes del batalléon de estudiantes palentinos que contra los franceses se levantó a fines de 1808. Una noche, sabiendo que avanzaba una división, nos embocamos en el puente con aquella audacia inconsciente que nos hizo hacer o que, al pensarlo y comprenderlo, no hubiéramos hecho. Al amanecer apareció una descubierta de coraceros, que con aquella confianza petulante que perdió a los franceses de Napoleón en España, entró sin precauciones en el largo y tortuoso puente de veintiséis ojos, que enlaza las dos riberas del río y el camino real con esta villa. La vanguardia venía aún muy lejos; veíamos apenas el polvo que levataba. Los coraceros y sus caballos nos sintieron debajo de ellos antes de haber podido vernos enfrente; y encabritándose los caballos y empujando nosotros por los pies a los jinetes, calzados con grandes e inflexibles botas, los arrojamos al agua desequilibrándoles con el peso de sus cascos y sus corazas. Algunos de los últimos, que volvieron grupas, dieron la alarma a los de la vanguardia; pero cuando llegaron al puente, no hallaron más que algunos muertos y apercibieron en el agua algunos ahogados, cuyos cadáveres arrastraba la corriente. Los estudiantes, montados en sus caballos y armados consus carabinas, entrábamos en el páramo sin temor de que nos siguiesen.
Pero pegaron fuego a Torquemada; y ese terrreno elevado que desde el balcón estás viendo, cubre los escombros de cinco casas, cuyos cimientos y primer piso eran de piedra labrada, que nadie ha desenterrado.
Hay además cegados cinco pozos de los cinco corrales a cada casa anejos; y entonces, todo castellano que huía al monte, echaba al pozo la poca plata y alhajas que poseía; no habrá ahí riquezas, pero sí plata y piedra para indemnizar el desembolso del comprador.
No podía yo permanecer en Torquemada, y al cabo de un mes volví a Madrid. Acababa de establecerse en la corte la sociedad editorial La Publicidad, de la cual era uno de los directores don Joaquín Francisco Pacheco, quien ya he dicho que con Donoso Cortés y Pastor Díaz había sido mi primer amigo y amparador. Propuse la compra de la propiedad de mi Granada; y en dos mil duros por tomo, cerré y firmé el contrato, debiendo presentar mi manuscrito por medios tomos y cobrar mil duros por cada mitad.
Empecé a enviar dinero a mi padre, que con él compró los solares, pero no los tocó; intactos los halle yo al verano siguiente, cuando invitado por él fuí con mi mujer a hacerle compañía.
Mi padre ofreció a ésta las llaves y el gobierno de la casa; yo me opuse, diciéndole que su ama de llaves y sus criados eran de su completa confianza y que mi mujer y yo no éramos más que unos huéspedes por aquel verano.
Pagóse mi padre, y más su servidumbre, de aquella confianza nuestra; comencé yo a convertir el corral en jardín, y gozaba mi padre viéndome cavar y trasplantar frutales, y abrir arriates para las flores. No hice yo de aquel corralón de lugar un jardín de Falerina; pero al menos veíase desde los balcones algo muy diferente del muladar en que convierten sus corrales los labriegos descuidados de nuestra mal cuidada Castilla.
Fuimos y volvimos dos veces de Torquemada a Madrid y de Madrid a Torquemada, y en la corte volví a poner casa por consejo de Tarancón, a quien su cargo de senador volvió a traer a Madrid.
La sociedad de La Publicidad se extendió mucho y no pudo abarcar tanto; llevaba yo presentado tomo y medio de mi poema, y habíanme dado, por orden de Pacheco, hasta setenta y dos mil reales; pero husmeando la liquidación próxima y no queriendo que mi manuscrito pasar a manos desconocidas, suspendí la entrega de original, con la intención de rescatar la propiedad de mi manuscrito, por una transacción ventajosa, cuando la liquidación llegara.
Extendía entre tanto sus negocios el editor Gullón; y habiéndome pedido un libro de la Virgen, consultado el caso con Tarancón, y fiado en sus consejos, ofrecí a Gullón el poema de María en seis meses y en treinta y dos mil reales; pero siendo Madrid el punto del Universo en que más tiempo se pierde y más holgazanes encuentra con quienes malgastarlo el hombre que lo necesita, tomé en el Pardo y en la Casa de Infantes un aposento, que empapelé y amueblé, y retiréme a trabajar en aquella arbolada y jabalinesca soledad. Pasábame allí las semanas enteras: los sábados me enviaban mi mujer y mi primo los caballos, y venía a pasar a Madrid los domingos. Escribíame poco mi padre, porque tenía gota y mal pulso y costábale mucho el llevar la pluma; y escribíale yo también muy poco, porque estaba muy cansado de tener entre los dedos continuamente la mía. Sabía él de mí que trabajaba en un libro de la Virgen; sabía yo de él que la gota le tenía en descuido de la hacienda, que había en parte arrendado, y en el endiablado humor en que la podagra pone a quien la padece; y sabía de ambos el bueno de Tarancón, porque de ambos se ocupaba y a mi padre escribía, mientras yo algunas veces le visitaba; y así corrió el invierno de 48[1], preguntando yo a mi padre si necesitaba de mí, y contestándome él que no valía su mal la pena de que yo interrumpiera mi trabajo.
Conservaba yo roto, y así de él me servía, aquel malhadado espejo de mi nécessaire que se me rompió en París y cuya rotura dió tanto a Freyre que rezungar; pero habiéndose desprendido uno de los dos trozos de su cristal por un costado, adherido sólo al cartón en que encuadrado estaba por su parte superior, hacíase ya tan engorroso como arriesgado el servicio del tal espejo; y como conservábale yo roto por mero recuerdo del mal día en que se rompió y no por supersticioso empeño, que Dios, en quien solamente a puño cerrado creo, me ha librado de creer en agüeros ni supersticiones de ninguna especie, determiné al fin renovar el espejo, ya que el nécessaire era en verdad prenda que merecía tenerse completa. Vivía yo en las casas de Santa Catalina, de la calle del Prado, y hallábase establecida una fábrica de espejos en donde hoy lo está el Casino Cervantes; llevó mi mujer misma el cartón en que el roto estaba encuadrado, y en él la pusieron otro espejo de la exacta medida, prometiéndosele para el lunes: pero no se lo llevaron hasta el martes. El azogado cristal nuevo encajaba perfectamente en el hueco para él hecho en el fondo de la tapa del nécessaire; coloquéle en su lugar, púsele encima la almohadilla que le garantizaba contra choques y movimientos, y cerrado le nécessaire, forcé la tapa para hacer girar la llave: pera al forzarla, sentí crujir algo dentro; el espejo se había vuelto a romper; yo había dejado por debajo del cristal uno de los pasadores que por arriba le sujetaban.
Resignéme a tenerlo roto y me volví a mi escondite del Pardo, y volví a emprenderla con el libro de la Virgen. Era un martes. Mi familia no iba nunca a verme al Pardo; yo la pedía o ella me enviaba los caballos o un carruaje, pero nunca en día de entre semana, sino en sábado o en domingo. El jueves había yo concluído un capítulo, hacía un tiempo delicioso y salí a hacer ejercicio antes de comer, en compañía de un guarda que en tales casos me servía de cicerone. A mi vuelta hallé un coche en el patio de la casa y a mi mujer esperándome en mi aposento. Volvía yo contento de mi paseo, porque lo estaba de mi trabajo, y alegremente abracé a mi mujer y a la persona de su familia que la acompañaba.
La mesa estaba puesta: sentíame con apetito y comencé tranquilamente a dar cuenta solo de mi pitanza, de que los recién venidos rehusaron participar, y pasé distraído las primeras cucharadas de la caliente sopa: pero al notar de repente el silencio tan sombrío como desusado de mi familia, asaltóme un siniestro presentimiento, y exclamé inquieto:
—¡Dios mío! ¿Qué sucede, que venís tan tristes y tan pronto?
—Nada, pero es preciso que vengas con nosotros.
—¿Por qué?
—Porque… ha llegado un carta de Torquemada… —y al decir esto, mi buena mujer rompió a llorar sin poderse contener.
No recuerdo si el del espejo roto fué lo que excitó en mi mente la tremenda idea: «¡Ha muerto mi padre!»—exclamé angustiado:
—No, todavía no— se arriesgó a decir mi mujer; pero como esto, por vulgar que sea, es lo primero que suele ocurrir a todo le mundo decir en casos semejantes…, no me quedó ya duda de mi desventura, y otra idea más tremenda envolvió mi espíritu en las tinieblas de otra duda que sumía mi alma en la más impía desesperación.
«¡Mis padres mueren, me dije a mí mismo, sin llamarme en su última hora. ¡Dios me deja sobre la tierra sin el último abrazo y sin la bendición de mis padres!… ¿Qué le he hecho yo a Dios? ¿Están malditos mis pobres versos?»
Recogí los que llevaba escritos de la Virgen y me volví a Madrid y a casa de Tarancón, a quien ya no hallé: hacía dos días que había salido para su diócesis.
APÉNDICE A ESTE TOMO
Razón suficiente da el prólogo de este libro de mi venida y permanencia actual en Barcelona: pero por torpe e ingrato debería tenerme, si yo cerrara este libro sin dar a sus habitantes las gracias por el recibimiento que en su ciudad me han hecho, y el hospedaje que en ella me han dado.
Atemorízame y apócame, sin embargo, el miedo de no acertar con palabras que expresen mi gratitud, y pesárame en el alma que, con las que voy a escribir, pareciese que sólo intento darme importancia y prolongar el ruido que esta especie de resurrección mía ha levantado en la capital de Cataluña.
A ella llegué el 30 de octubre, y su pueblo se aglomeró en el teatro para saludarme; pero con tal cordial cariño, con tan franca espontaneidad, que no en mis oídos, sino en mi corazón, resonaron los aplausos que, de pie y vueltos al palco que ocupaba, me dirigieron los espectadores. ¿Quién era yo, qué había yo hecho para merecerlos de Barcelona? Aún puedo apenas comprenderlo; y las lágrimas que, como aquella noche nublaron mis ojos, vuelven a enturbiar mi vista ahora que, con infinito agradecimiento, en estas líneas hago de aquella escena tal vez inoportuna conmemoración.
No espero que nadie de mí se mofe ni me avergüence por mis lágrimas de gratitud, ni por consignar aquí con la más sincera los obsequios de que fuí objeto y los nombres de los que me los prodigaron.
El 1.° de noviembre apareció en Madrid, en el número 1.841 de El Globo, un tan curioso como oportuno y por mí no esperado artículo, prohijado por la redacción, puesto que aparece de fondo y sin firma, en el cual me considera como un muerto que sobrevive a su gloria y asiste a su apoteosis desde una butaca del salón de espectáculo. ¡Dios mío!, si la redacción de El Globo me hubiera podido honrar con su compañía en mi palco del teatro Principal de Barcelona el 30 de octubre, hubiera comprendido lo poco que estimo mis obras, pero también la excitación febril que me producía el placer de recibir aquella ovación del público de Barcelona. ¡Gracias a quien quiera que aquel original artículo me escribió en ocasión tan oportuna; gracias a la redacción que lo aceptó por suyo, y gracias (si le hay) a su tras ella escondido e invisible inspirador!
El Diario literario de avisos de Barcelona, copió este artículo de El Globo en su número del jueves 4; y en el del viernes, 5, de La Crónica de Cataluña, apareció otro afectuosísimo de don Teodoro Baró, a quien sería imposible que yo expresara mi reconocimiento por tal escrito, en frases que a las suyas correspondieran. Baró siente sin duda por mí algo que no se puede comparar más que con un amor de niño: con una sencillez infantil y una fraternal familiaridad se ocupa de mi faz, de mi traje, de mis costumbres, hasta de mis intereses; recordando en su artículo que como y pago alquiler de casa, que no es justo que se me reimpriman mi obras como si fueran propiedad de todos, impidiéndome utilizar sus productos para probarme la inmensa popularidad que me han adquirido. Baró trata de mí, de mis obras, de mis acciones y hasta de mis sentimientos íntimos y de mis pensamientos recónditos, con una discreción, con una delicadeza, con un decoro y con un respeto, que no fueran mayores si él fuera padre, hijo o hermano del viejo poeta, a quien honra con el artículo en que le da tan cordial bienvenida. Yo ocupo, por lo visto, en el alma de Baró un lugar entre sus creencias: leyó de niño mis versos, se familiarizó conmigo desde muy muchacho, aprendió sin duda al mismo tiempo el Catecismo y mis Cantos del Trovador, el Padrenuestro y El reló, la Historia de España y Margarita la Tornera, y ahora tiene de mí la misma idea que de los personajes históricos y de las imágenes religiosas, que entran en nuestro espíritu con los primeros rudimentos de nuestra primera educación. Y ¿qué voy yo a responder a lo artículos de Baró? ¿Cómo voy yo a corresponder a esta especie de veneración innata que por mí siente? Con palabras es imposible: no las encuentro; con versos, ya no puedo, porque ya no los hago: con visitas, con cumplidos, con banalidades sociales, sería bajarme yo mismo cantando las peteneras del altar en que Baró me tiene en su corazón colocado; tengo, pues, que callar, consagrándole en el mío una silenciosa gratitud.
Alonso del Real, en los lunes de La Gaceta de Cataluña, hoja literaria del 25 del mismo mes de noviembre, me dió por un poeta sin rival, indiscutible, indeclinable, digno y capaz de vivir sin decadencia ni senectud los años matusalénicos; la redacción de La Publicidad, en su número del 7, compuso su artículo de fondo con mi biografía encomiástica, y encuadró mi retrato en su primera página: y ¿cómo voy a corresponder a tan benévola acogida? ¿Enviando a Alonso del Real y a los redactores de La Publicidad, y a los de El Diluvio, y del Diario Catalá, y de La Ilustración Catalana y El Correo Catalán, mis tarjetas ofreciéndoles mi casa y dándoles las Pascuas y acompañándolas con un pavo? Tengo, pues, que encomendarme a Dios y al tiempo, que me deparen una ocasión de probarles mi agradecimiento; y ellos tendrán que darse por contentos y satisfechos con estas pocas y desaliñadas frases.
Pero hay algo más difícil aún de recibir y de aceptar que los escritos encomios: éstos, al cabo, se leen a solas y los que los han escrito no ven la cara que al leerlos pone aquel en loor de quien los escribieron. El presidente del Ateneo, don Manuel Angelón, me preparó una velada literaria: en ella hizo el presidente de su sección de literatura, Sr. Feliú y Codina, mi presentación al Ateneo en un discurso floridísimo, durante el cual no sabía yo qué continencia tomar. El poeta don Enrique Freixas, me dedicó unos endecasílabos, de cuyas ideas soy el único que no puedo hacer mención: el joven Mata y Maneja, me probó que había tomado por un género de poesía mis extravíos fantásticos y is delirios métricos, en uno tan intrincado que me pareció mío; y por último, el Ateneo me regaló una magnífica medalla de plata, que no pude colocar en ningún bolsillo por temor de que con su peso me lo desgarrara.
La Sociedad «Romea» dió una función en obsequio mío en el Teatro Catalán del mismo nombre y me ofreció una corona.
La Sociedad «Latorre» me dedicó otra, y otra la Sociedad «Cervantes»; y, por fin, dióme la de «Romea» una segunda fiesta, poniendo en escena mi Sancho García, en cuya representación pusieron los actores más esmero y dieron a la obra mía más relieve de los que acostumbran hoy los que por primeros se consideran; y me inundó el escenario de flores y de laureles.
El señor don Santiago Vilar, en una velada de despedida, me presentó a los alumnos de su colegio, como modelo de yo no sé cuántas cosas: los niños pasaron la noche entera en recitar versos míos, lo que probaba que habían pasado un mes estudiándolos y pensando en mí; el señor obispo de Ávila me abrazó en público por los que yo recité; y no sé yo lo que pensar pudieron los espectadores que atestaban aquel salón de aquel abrazo episcopal, dado con cariñosa efusión al poeta más desatalentado del siglo. Presentáronme en un estuche una joya preciosa, primoroso ejemplar de cinceladura, en cuyo trabajo de argentería son extremados los artistas barceloneses: y después de un refrigerio, necesario para reponer en los vasos linfáticos la saliva gastada en tan prolongada lectura, salimos de aquella conmovedora fiesta de la niñez, presidida por un ilustre prelado, a deshora de la noche, como viciosos que a su casa vuelven ruidosamente de madrugada, calmando la inquietud de su desvelada familia e interrumpiendo el tranquilo sueño de sus honrados vecinos.
A este mes entero de fiestas y regalos, no puede el viejo poeta corresponder más que apuntando rápidamente en este apéndice lo sucedido. He protestado mil veces contra mis públicas exhibiciones; pero Barcelona, como Valencia, a manera de muchachas locas enamoradas de un viejo, han pedido a gritos mi presentación en los teatros: he alegado los sesenta y cuatro años que me apocan y enronquecen, y Barcelona me ha dicho: «Que no; que yo no tengo edad y que canto como un ruiseñor.» He tenido que acudir al Dr. Osío para que me azoara la glotis, y Barcelona ha escuchado como sonoro y argentinamente timbrada mi voz perdida, y ha aplaudido frenética, como si nunca los hubiera oído, mis versos tan viejos como yo. A esta idea preconcebida, a este partido tomado, a este cariño maternal de Barcelona, ¿qué puedo, qué debo yo hacer en acción de gracias? Dejarme querer, y seguir trabajando en silencio, y en la duda afanosa de si la posteridad sancionará los aplausos, la predilección y el juicio con que Barcelona me acepta y me recibe en su seno.
Me he limitado, pues, a escribir estas cuatro vulgares páginas; y como ya no hago versos dos años hace, y el molde en que los vaciaba está ya enmohecido y agujereado, no he sabido más que hilvanar con unos que hice a Valencia, mi madre adoptiva, y otros que me ha inspirado mi gratitud a Barcelona, una estrafalaria poesía, que aquí publico como recuerdo de mi madre y homenaje a la Ciudad Condal. Carece completamente de mérito literario, y la presento sin pretensión alguna: es sólo un ejemplo de lectura , en la cual, colocados los alientos y dilatados sus períodos para ser leída por mí, tal vez sólo mi arte de alentar la hace escuchar sin fatiga, y tal vez sólo en mi boca tiene armonía su dislocada metrificación. Creada en el corazón más que imaginada en el cerebro, espero que sólo con el corazón me la acepten y me la juzguen Valencia y Barcelona.
BARCELONA Y VALENCIA
Lectura hecha por el autor en Barcelona
- I. -
Barcelona y Valencia son dos hermanas;
y reclinadas ambas del mar a orillas
como dos garzas blancas, son dos sultanas
que tremolan bandera de soberanas
sobre ricas ciudades y alegres villas.
Yo soy huésped en ambas bien recibido;
y en las villas que de ambas son comarcanas,
voy y vengo a mi antojo, paso o resido:
y doquier, campesinas o ciudadanas,
a mí, poeta viejo de las Castillas,
al par Barcelonesas y Valencianas,
desde las pobres huérfanas a las pubillas,
me reciben alegres, y oyen ufanas
mis romancejos godos y mis coplillas,
que son mitad muzárabes, mitad cristianas:
y desde las más cándidas y más sencillas
payesas, a las damas más cortesanas,
donde a cantar me paro, niñas y ancianas,
oyendo de mis cuentos las maravillas,
sonríen al poeta y honran sus canas.
Así que en Barcelona como en Valencia
doquier que me preguntan «y tú ¿quién eres?»
Digo con ciertos humos de impertinencia:
«Soy el viejo poeta de las mujeres.»
Pero en conciencia,
¿qué soy de Barcelona? ¿Qué de Valencia?
- II. -
Yo, de los valencianos hijo adoptivo,
considero a Valencia como a mi madre;
mas cuando a Barcelona vengo, aquí vivo
como si aquí tuviera casa mi padre.
Aquí y allí, de raza ni de abolengo
no, sino de cariño títulos tengo;
allí y aquí, mis versos en castellano
me dan fuero y derechos de ciudadano,
porque a mi vieja musa mora-cristiana,
Cataluña y Valencia ven como hermana.
Mas no es mi vida en ambas muy regalona,
pues aquí y allí vivo como la ardilla
en inquietud perpetua: se me eslabona
una con otra fiesta; de villa en villa,
de teatro en teatro se me pregona;
voy y vengo, sin tiempo de tomar silla:
por doquiera me dicen: «¡parla! ¡Enrahona!»
Yo suelto de mis versos la tarabilla,
y doquier mi presencia fiesta ocasiona:
porque aquí y allí paso por maravilla,
porque escribí el Tenorio, que es quien me abona
lo mismo en Cataluña que por Castilla;
y aquí, cuando en las calles ven mi persona,
dicen los noys que pasan:—«Es en Surrilla»,
lo mismo que si fuera de Barcelona.
Mas mi conciencia
¿qué cree de Barcelona?
¿Qué de Valencia?
- III. -
Faro de isla cercado de guardabrisas,
camarín alfombrado de minutisas,
ajimez festonado con ramos de oro,
joyel que de cien reinas guarda el tesoro,
sultana de pensiles cultivadora,
latina, provenzala, cristiana y mora,
Valencia es un compendio de los primores
con que ornó al mundo la Omnipotencia,
cuan de silfos, nido de amores,
patria de bardos y trovadores,
vergel poblado de ruiseñores,
pomo de esencia,
jarrón de flores:
eso, señores,
eso es Valencia.
Mas Barcelona,
es la muchacha alegre de la montaña,
sana, robusta y ágil: que, rica obrera,
de un blasón que mancilla servil no empaña
y un condal nobilísimo feudo heredera,
tiene al pie de un peñasco que la mar baña,
y de un arco de montes tras la barrera,
un campo con mil torres para cabaña,
por toldo y guardabrisa la cordillera,
por taller la más rica ciudad de España,
por mercado las plazas de España entera;
y obrera que de estirpe noble blasona,
da a la historia de España su prez guerrera
el florón más preciado de su corona,
el cuartel más glorioso de su bandera.
Artesana, que ciñe condal corona,
en el taller sin penas trabaja y canta;
con hilos y alfileres hace primores;
en un puño de tierra cultiva y planta
viñedos y olivares que, en vez de flores,
en sus breñas y cerros, lomas y alcores,
diestra escalona,
cuida y abona
con cien labores:
eso, señores,
es Barcelona.
- IV. -
Valencia es la florida puerta del cielo,
el balcón por donde abre la aurora el día;
Dios por él de la España bendice el suelo
y la salud, la gracia y el sol la envía.
Valencia es un florido pensil modelo,
mansión de los deleites y la alegría,
a quien sirve de cerca, de espejo y velo,
a sus plantas echada, la mar bravía.
Valencia está debajo del paraíso;
y cuando Dios le priva de su presencia,
por el balcón del alba, sin su permiso,
los ángeles se asoman a ver Valencia.
Valencia es alkatifa de cien colores
de Dios tendida para una audiencia,
donde del cielo los moradores
de Dios derraman en la presencia
ramos de flores,
pomos de esencia:
eso, señores,
eso es Valencia.
Mas Barcelona…
Barcelona es la reina del mar Tyrreno,
cuyas ondas azules cubre de lona;
y a los hijos activos que da sus seno,
la posesión del mundo dar ambiciona.
Barcelona es un águila de vuelo altivo,
fénix que, renaciendo de sus cenizas,
torna jardín su suelo duro al cultivo
y en palacios sus viejas casas pajizas.
Barcelona, a quien nutre vital exceso,
late con los volantes de sus talleres,
se remonta en las alas de su progreso,
brilla con la hermosura de sus mujeres:
y cuando Dios se ausenta del paraíso
y duerme Barcelona de noche, al peso
del trabajo rendida, sin su permiso
baja un ángel por todos a darla un beso.
Porque del cielo los moradores,
mientras los mundos Dios inspecciona,
al noble pueblo que en sí amontona
turbas de pobres trabajadores,
cuyo trabajo con Dios le abona,
como a una virgen limpia de amores
cuya alma el cuerpo casto abandona,
del huerto Edénico
con lauro y flores,
tejen los ángeles
una corona:
y esa, señores,
cae de sus manos
en Barcelona.
- V. -
Valencia, más hermosa, más cortesana,
es más joven, más libre, más Moslemina;
Barcelona es más hosca, menos galana,
más morena, más seria, más Bizantina:
aquélla más coqueta, y ésta más llana.
Valencia afecta a veces ser campesina,
mas bravea con humos de soberana:
y es una rubia y grácil hurí-cristiana,
que viste por capricho de tunecina.
Valencia dice a todos que es hortelana,
y es una neerlandesa pálida ondina,
que duerme en una rica concha perlina;
y del mar en la espuma blanca y liviana,
canta a la arrebolada luz matutina,
vestida por capricho de valenciana.
Barcelona es el cráter donde fermenta,
con el hierro fundido y el tufo denso,
el espíritu hermano de la tormenta
que se pasea, de ellas sin tener cuenta,
sobre el móvil abismo del mar inmenso.
Valencia es la Hada núbil de la alegría
que respira de rosa y ámbar esencia;
la Venus Afroditis del Mediodía,
de quien ver deja ignuda la gallardía
de un pudor algo moro la transparencia.
Barcelona es Minerva ya desarmada;
cuyo manto, que lame la mar bravía
salpicando de perlas su orla murada,
lleva, en lugar de armiños y pedrería,
la greca de su vuelo y cauda bordada
con rieles y máquinas de ferrovía,
con espolones, hélices y anclas de Armada.
Valencia, almea grácil y encantadora,
trova, canta, recita, danza y se expresa
en voz, acción y gracia tan seductora,
que atrae, fascina, embriaga, turba, embelesa,
magnetiza, avasalla, rinde, enamora,
y en tierra con las almas da por sorpresa.
Barcelona, valiente, ruda payesa
con timbres y con fueros de gran señora,
labra, teje, cultiva, destila, pesa,
funde, lima, taladra, cincela y dora;
y ejemplar sólo de alta noble condesa
con corazón de obrera trabajadora,
con el trabajo nunca de latir cesa:
y apresurada siempre tras ardua empresa,
hierve como encendida locomotora:
cuando se mueve, asombra; cuando anda, pesa:
respira fuego y humo cual los volcanes,
y estremece la tierra, como si dentro
de ella fuera la raza de los titanes
queriendo de la tierra cambiar el centro.
- VI. -
Barcelona y Valencia son dos hermanas,
pero una es blanca y rubia y otra morena:
son por naturaleza dos soberanas;
pero la una celeste, la otra terrena.
Valencia es la versátil hija del cielo,
a quien Dios por herencia dió un paraíso;
Barcelona, hija de Eva, vive en anhelo
de tornar por sí misma su estéril suelo
en el Edén que el cielo darla no quiso.
- VII. -
Yo idolatro a Valencia por su hermosura,
su luz, su poesía, la donosura
de su gente, sus usos, trajes y aliños;
y de una amor primero con la fe pura,
la doy de hijo y amante los dos cariños.
Pero amo a Barcelona por tiranía
de ley inevitable de mi destino:
Dios condenó al trabajo la vida mía;
morir sobre el trabajo tengo por sino.
Barcelona trabaja… y a su existencia
el trabajo da fuerza, pan y alegría:
que me dé cuando expire tumba Valencia,
pan Barcelona, mientras mi inteligencia
Dios alumbre, y mis ojos la luz del día.
- VIII -
Olvidaba que entre ambas hay diferencia:
no en la tierra, en el cielo; pero os aviso
que es secreto que a solas fiarme quiso
el buen ángel que alumbra mi inteligencia.
La diferencia es esta: pero es preciso
que Valencia lo ignore; cuando en ausencia
de Dios se quedan dueños del paraíso,
y con la luz del alba, sin su permiso,
los ángeles se asoman a ver Valencia…,
es porque a Barcelona Dios en persona
baja en el sol, y absorto de complacencia
se olvida de los ángeles en Barcelona.
Notas de edición
editar- ↑ En realidad, fue el invierno de 1849.