Recuerdos del tiempo viejo: 2


II. Al joven poeta D. José Velarde

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Llegó a mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar, por donde acaba de pasar la muerte, el artículo que me dedicó usted en el número de El Imparcial, del lunes 29 de septiembre; y he andado dos días perplejo y caviloso, sin poder hallar cómo darme por entendido de lo que de mí dice usted en él. Corriendo, empero, el tiempo, temiendo por una parte que mi silencio le parezca descortesía, y no queriendo por otra dar motivo a que el público crea que, hinchado de vanidad, acepto, como buena y corriente moneda, todas las extremadas excelencias que a mis versos atribuye, me resuelvo a dar a usted simplemente las gracias en cuatro palabras; que cuanto más le parezcan vulgares, más han de parecerle sinceras.

Yo soy, Sr. Velarde, lo único que he podido ser: lo único que Dios ha querido que sea: un poeta español, hijo ignorante y desatalentado de la naturaleza, que ha cantado a su patria como ha podido; como los pájaros cantan en la selva, como susurran las abejas al elaborar sus panales; yo no me he jactado nunca de haber hecho más, y a mi presentación en el Ateneo el año pasado, lo dije en esta quintilla de mi Canto del Fénix:

Lo que hice, lo que dije, todo ese laberinto
de versos que concentran la esencia de mi ser,
de Dios son obra: un estro no puede haber distinto:
yo obré y hablé sintiendo y hablando por instinto:
ni supe hacer más que eso, ni pude más hacer.

Esta mi poesía del Canto del Fénix es una respuesta anticipada que yo di a los primores con que usted en su artículo tan cariñosamente me obsequia; y como sé que usted la sabe de memoria, no necesito añadir una palabra más; usted, que va hoy a la cabeza de aquella a quien yo llamé

estirpe generosa de la progenie nueva,

creyéndome ya en el caso en que yo me ponía en la penúltima estrofa de mi Canto del Fénix, que dice:

Y si las tempestades que el porvenir amasa
en mi país me obligan a mendigar mi pan,
no dejes que en él nadie las puertas de su casa
empedernido cierre, o esquivo diga —«¡Pasa!»—
al que mató a D. Pedro, al que salvó a D. Juan,

saltó usted el primero a la arena a romper la primera lanza en pro de viejo, en quien usted ve un gigante a través del prisma del entusiasmo con que le mira. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde: ya sabía yo que la juventud literaria de la generación que a la mía sigue, no había de abandonar nunca al poeta que no ha inculcado más que amor a la patria, y respeto a las creencias y a las tradiciones de sus padres.

No puedo, sin embargo, permitir a su entusiasmo juvenil, que atribuya a la patria el abandono en que deja mi vejez la supresión de un sueldo, que a cargo de los Lugares Píos Españoles de Roma se me concedió, para llevar a cabo mi legendario del Cid y de otras obras que me ha oído usted leer en el salón del Ateneo. No, Sr. Velarde, no: la patria no tiene nada que ver en esto; y nadie menos que yo tendría razón para quejarse de su patria, porque las economías necesarias en el presupuesto del Ministerio de Estado hayan alcanzado hasta mi ya mermada pensión; la cual, si sola no podría sacar de ningún apuro a la Administración de los Lugares Píos Españoles de Roma, tal vez unida a las demás economías hechas en julio último pueda contribuir a alguna obra perentoriamente necesaria para el decoro nacional. Suum cuique, y dejemos a la patria en el buen lugar que en este caso la corresponde.

¿Qué es la patria? La tierra; la nación, el lugar en que se nace. Y como la nación la forman los habitantes de la tierra, la patria vive y se expresa por la vida y las acciones de los ciudadanos de cada nación. ¿Y cómo ha tratado su patria al poeta Zorrilla? Como no ha tratado nunca a ningún poeta, incluso al fénix de los ingenios Lope de Vega; quien tal vez debió parte de la gloria y los obsequios que su época le tributó, a su favor en la corte y al carácter que le imprimía su dignidad sacerdotal. Yo no pertenezco a ninguna clase de la sociedad, porque los poetas no estamos clasificados en ninguna categoría social; no he pertenecido jamás a ningún partido político, a ninguna Academia, ni a ningún Instituto que haya podido alcanzarme favor con poder alguno, y por consiguiente, nadie ha tenido interés en aplaudirme ni en adularme.

Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que a nadie importan: me fuí a América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta después de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la viruela negra o cualquiera otra enfermedad de cualquier color, acabaran oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que allá muriera. Su protección visible me salvó de los naufragios, de las pestes y de las guerras civiles; y cuando volví en 1866 a mi patria, ¿cómo me recibió España? Como su padre amoroso al hijo pródigo, como su santa familia a Lázaro el resucitado, como Roma a los triunfadores, a quienes coronaba en el Capitolio. Barcelona y Tarragona me obsequiaron con regatas y fiestas de noche y día; la Universidad de Zaragoza renovó por mí una solemnidad que sólo había dedicado a los reyes de Aragón; Burgos y Valladolid me alfombraron de flores mi camino, y un altar de la parroquia en que fuí bautizado, está desde entonces cubierto con cien coronas, para las cuales no concebí mejor depósito. Valencia, después de haberse vuelto loca por mí, como una muchacha atolondrada que se enamora de un viejo, me hizo su hijo adoptivo, y yo la escribiré con el cual espero probarla mi gratitud. Granada se desbordó en entusiasmo en honor mío en 1846 a la sola promesa de escribirla mi aún no concluído poema; y aún se recuerda allí una representación de Don Juan Tenorio, al fin de la cual el beneficiado Pepe Calvo, padre de Rafael, la empresa y yo, convidando al público a la mesa a que había venido la estatua del Comendador, hicimos al Capitán General, al Gobernador de la alhambra y a las hermosas granadinas, comer todos los dulces y beber todo el Champagne que había en la ciudad. Amanecía ya, y ni autoridades ni pueblo se daban cuenta de que nadie estaba en su juicio ni en su lugar.

Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunión pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme a mi casa desde la estación, una mañana de octubre de 1866. No pasa un mes de noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostración en alguna representación de mi Don Juan: y el Ateneo, en fin, tomándome bajo su amparo, ha abierto conmigo a la poesía sus salones, en los cuales no habían penetrado aún más que las ciencias. En resumen, mi patria, representada por la sociedad, no ha podido hacer más en España por un poeta, a quien indudablemente estima en más de lo que vale, sólo porque su poesía es la expresión del carácter nacional y de las patrias tradiciones.

Cuando en 1859 la muerte le privó en la Habana de un compañero, y destruyendo su fortuna con la de Cipriano de las Cagigas, el Capitán General de la Isla, D. José de la Concha, le colmó de atenciones y de consuelos, y el banquero D. Manuel Calvo le alojó espléndidamente en su tranquilo y salubre cafetal; procurándole en él la soledad necesaria para el trabajo, y salvándole la vida y el honor con los cuidados de su amistad.

El poeta Zorrilla, que es el que más debe a su patria, representada por la sociedad de su época, es el que menos puede quejarse de ella, si la considera representada por un Gobierno.

Cuando en 1871 le pidió protección para emprender su Leyenda del Cid, obra de largo aliento, con la cual quería corresponder a la excesiva reputación que por sus poco importantes trabajos se le había acordado, el Sr. D. Cristino Martos, ministro de Estado entonces, le dió una comisión de archivos y bibliotecas en Italia; pretexto tan visible como honroso para acordarle una pensión, que no podía tener nombre y carácter absoluto de tal, por no haber antecedentes de que se hubiera pensionado en España a ningún poeta; y acompañada de una gentilísima carta autógrafa, le envió la credencial de la Gran Cruz de Carlos III, que constituía su persona en una alta dignidad, y de cuya excelencia nadie se ha acordado nunca; porque a nadie se le ocurre en España que el poeta Zorrilla sea más ni menos que el poeta Zorrilla, cuya larga intimidad con el público autoriza ya a todo el mundo para tutearle y llamarle Pepe.

Hoy, que las perentorias economías de los Lugares Píos de Roma me obligaron a pedir amparo al señor ministro de Fomento, escudándose con una carta del Capitán General Jovellar, que honra a Zorrilla con su amistad desde que se conocieron, ¿cómo ha recibido a Zorrilla el Sr. Conde de Toreno? Hijo de aquel ilustrado repúblico, que fué gloria del Parlamento y honra de las letras, dió al poeta cuanto tenía facultad de dar, mientras discurría medio mejor de asegurar su porvenir; y el Sr. Cárdenas allanó ante sus pasos todos los difíciles que hay que dar en las oficinas del Ministerio de Hacienda para el cobro de su interina subvención.

Los editores de Barcelona, Montaner y Simón, se apresuraron a ofrecer los servicios de su amistad; un ilustre prelado partió con él la limosna de los pobres de su diócesis, y usted mismo, Sr. Velarde, a la cabeza de la juventud literaria de Madrid, inició algo que le agradece en el alma y que no olvidará jamás el viejo poeta desheredado.

Empieza usted su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de febrero de 1837: un lunes le diré a usted de aquel día lo que nadie sabe: y entretanto, conste que cree que sería un loco y un ingrato si se quejara ni exigiera más de su patria; pero que no teme que España deje morir sin pan al viejo matador del rey Don Pedro, al loco salvador de D. Juan Tenorio, su agradecido autor el poeta,

José Zorrilla



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Parte 2: tras el Pirineo

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Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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