Recuerdos del tiempo viejo: 77
III
editarNo sé en qué revista o periódico militar he hecho ya la narración de esta retirada; de la cual, por no decir a mis lectores cosa de que ya pueden tener noticia, y porque a nadie parezca que intento dármela de valiente, diré sólo lo que esté en mi conciencia no haber ya dicho.
Subimos hasta Córdoba observados y picados por los jinetes jarochos, que nos mataban algún rezagado o desperdigado, a cada encrucijada o recodo arbolado donde podían tirar y huir; y por la noche no podíamos encender fuegos en nuestro campo, atrincherado con los carros y furgones de los bagajes, porque sus buenos tiradores metían sus balas en nuestras hogueras, a veces a través de los cuerpos cuyas siluetas sobre su llama se dibujaban. En los tan fragosos como poéticos desfiladeros del Chiquihuite, se dió uno de esos ejemplos maravillosos de empeño y tenacidad que suplen la táctica y la pericia militar, y pasaron por sobre el lecho de los torrentes y barrancos secos, cuyos puentes habían sido destruídos, los carros, las ambulancias y los cañones, en medio de la algazara y la broma entre las cuales apecha con la vida la gente de nuestra raza. Las mulas de los furgones, las acémilas menores de los bagajeros, y hasta los caballos de los soldados, de los oficiales y de los jefes, arrastraron y desembarrancaron, a fuerza de gritos, bullas y carcajadas, las pesadas cureñas de las bocas de fuego y los vehículos cargados hasta el exceso; todo pasó y se puso a salvo en la cima de aquel inmenso peñascal, cuyo cono profundo y áspero como el centro del volcán, cubre la naturaleza de tan lujuriosa vegetación, de tal profusión de clemátidas y campánulas y de toda suerte de floridas enredaderas y plantas trepadoras, que parece un canastillo de flores preparado por los Titanes, que es lo que significa su nombre de El Chiquihuite: el canastillo.
En Orizaba nos esperaban las fuerzas de Robles Pezuela y de Pepe Cobos, de quienes voy a hacer una breve mención. Del primero se aseguraba que pertenecía a la noble y conocida familia de los Chestes y de los Viluma, y por su valor y caballerosidad hubiera podido honrar a la regia estirpe más generosa. El general mejicano Robles Pezuela, hombre de aristocráticos modales, esmerada educación, de instrucción e ilustración nada vulgares y de costumbres fastuosas, era un buen militar, y hubiera sido, a vivir, un hombre de Estado muy útil a su patria en las azarosas circunstancias a que lo arrastraron el desorden posterior de sus Gobiernos y los azares de la extranjera intervención. Tenía una gallarda cabeza y una simpática fisonomía, varonilmente colocadas sobre un enorme busto, porque era excesivamente grueso, y obligado a andar estrechamente fajado, lo cual no le impedía ser un ágil cabalgador. En la mesa era un alegre comensal y un diestro trinchador: son las dos cualidades de las gentes de buena compañía; sabía a un tiempo comer bien y hablar mejor, pudiendo decirse de él lo que Don Quijote en casa de los duques de Villa-Hermosa, que donde él se sentaba estaba la cabecera. El capitán general, marqués de la Habana, y los generales mejicanos que conmigo navegaron en el Méjico, de dos Bustamante, le creían ya Presidente de la República, o abocado necesariamente a serlo por renuncia o destitución de Miramón; llevaba yo pliegos para él, en este supuesto, y esperábamos de su administración y de su afinidad con los españoles un cambio muy favorable a nuestra convención y a nuestros asuntos en aquel tan privilegiado como desgobernado país. A él debimos el no ser detenidos indefinidamente en Aculeingo por Ampudia Carvajal y otros guerrilleros en sus tajos atrincherados, de los cuales les desalojó Robles flanqueando su formidable posición. Mucho de él se esperaba, y él no poco se prometía para el porvenir; pero al desembarcar el ejército interventor en las playas de Veracruz, cayó impensadamente en manos de los juaristas, que le fusilaron sobre el terreno. ¡Lamentable ejemplo de los excesos de las guerras civiles, en las cuales muere a veces como un malhechor el más ilustre y cumplido caballero! Lloráronle muchos, y muchos le echaron de menos más tarde: con él me unieron ligerísimos lazos de amistad, y con él traté sólo en dos ocasiones por las cartas de las cuales para él me había encargado; pero lo profundo de sus miras, lo justo de sus apreciaciones y la sagaz perspicacia de que en aquellas dos pláticas me dió pruebas, me hicieron sentir su muerte y me hacen hoy recordarle como una de las más nobles figuras que se destacan en el confuso cuadro de mis enmarañados recuerdos.
Pepe Cobos era español, de las montañas de Santander. Él y su hermano Marcelino, habían ido a Cuba a buscar fortuna en el comercio; ¡maldita idea de aquellas provincias de la emigración a américa! El comercio honrado necesita mucho tiempo para enriquecer, y la prosperidad rápida de la especulación necesita mucho dinero, actividad incansable y una integridad algo problemática. Los hermanos Cobos querían, sin duda, avanzar más aprisa que el tiempo; y mal avenidos con la monótona tarea del mostrador y el carnet de cuentas, pasáronse de un establecimiento de la Habana al servicio de una hacienda de los alrededores de Puebla. La inquietud del país, trabajado entonces por numerosas partidas de pronunciados, el instinto batallador de su sangre española y la esperanza de hacer fortuna, echaron al fin al campo a los Cobos, que eran astutos como santanderinos y valientes como montañeses. Adheridos, naturalmente, al partido de Religión y Fueros, que era el más favorable a los españoles y el de más afinidad con sus creencias católicas, se creyeron en su derecho tomando parte activa en las contiendas de un país, donde aún andaban en tela de juicio, si no ya los intereses de España, que había ya para siempre renunciado al de su dominación, los de cientos de españoles que nunca se habían convencido de que eran realmente extranjeros en aquella República. Cuando yo hice conocimiento con Pepe Cobos, era ya jefe de alta graduación, y se presentó en la hacienda de los Llanos, donde yo habitaba, reclamando un hermoso caballo cogido pro él en acción a un jefe liberal, y cuyo caballo montaba ya una señora, a quien un tercero lo había vendido en quinientos duros. Reclamábalo asimismo su primitivo dueño, el jefe liberal, ya amnistiado; pero como en aquella hacienda habíamos ocultado a Cobos del otro, y al otro de Cobos, y no una, sino muchas veces, el gallardo bayodorado quedó libre del servicio de la guerra y en poder de la señora. Por aquel caballo fuimos amigos, y la verdad sea dicha, su deferencia para conmigo llegó a un extremo casi inconcebible en el carácter que el vulgo le atribuía. Otro jefe juarista, con Cobos irreconciliable, fué más tarde sorprendido por éste en la hacienda; apenas si aquél y los suyos tuvieron tiempo de salvarse en la montaña a uña de caballo, y con varios suyos quedó su mujer en aquel caserío. La guerra estaba horriblemente envenenada; los odios de partido cegaban a los partidarios en sus venganzas. Cobos, ¡Dios le perdone tan mala idea!, pensó en apoderarse de aquella mujer, a quien los dueños de la casa habían encerrado en mi aposento al inesperado arribo de Cobos. Éste me pidió la llave de aquel cuarto, único que le quedaba por registrar; yo sentí en la cara el frío del miedo y de la vergüenza.
—¡Vamos! —exclamó Cobos, contraído el semblante y los ojos chispeantes de ira.
Él era un hombre fornido, aunque pequeño, y yo he sido siempre débil y nunca hombre de pelea; él podía ahogarme entre sus brazos sin más esfuerzo que el necesario para ahogar a un pollo, y subí con él a mi cámara, que estaba en el piso alto de la casa. Llegados ante la puerta, saqué la llave de mi bolsillo y díjele cerrándole el paso:
—Aquí hay una mujer: ambos somos españoles; yo tendré algún día que escribir lo que aquí pase, y siempre habrá deshonra para alguien en mi relato; para mí sobre todo, o por no haberme dejado matar, o por no matar a un español que me deshonrará a mí al deshonrar a una mujer a quien ni uno ni otro conocemos.
Cobos no levantó los ojos; volvió en silencio la espalda, bajó cejijunto el caracol, y al entrar en el salón donde la familia y sus jefes nos esperaban, dijo:
—No hay nadie aquí: hemos llegado tarde; que toquen botasilla, y vámonos.
Con este español di yo en Orizaba; y en un retinto carey suyo que de mano llevaba, subí hasta Méjico, escoltado por su gente, con quien me dejó en Puebla en no muy agradable situación, de la cual salimos del modo que no sé dónde tengo seguridad de haber contado.
Tostados por el sol y el viento y embarrados hasta las cejas, llegamos Aynslie y yo a la Gran Thenostitlan de Moctezuma, donde a él no le esperaba su padre y a mí me aguardaba un coche para llevarme a la quinta que a dos leguas de Méjico poesía y habitaba la familia de mi hospedador, el propietario de los Llanos de Apam.