Recuerdos del tiempo viejo: 37
TRAS EL PIRINEO
I
editarDespués de la muerte de mi padre, mi cerebro se entenebró y no volví a tener rumbo ni a proponerme fin en el camino de la vida; viví al azar, esperando morir sin desear ni temer la muerte. Aborrecí todo lo pasado, y no hubiera querido poder olvidarlo; si me hubiera quedado una renta segura, por exigua que hubiera sido, habría yo inventado una novela para dar la noticia de mi muerte; y cambiando de nombre, hubiera desaparecido tranquilamente de la existencia literaria y civil que me habían creado mis escritos y en que la fortuna me había hecho nacer. Esta idea me halagó largo tiempo; rompí con todo lo pasado, patria, familia, amigos… y me quedé solo en París. Solo vivía, solo paseaba y con ningún español me trataba que conocerme pudiera. El haber anunciado mi poema de Granada me obligaba a cumplir la palabra que a mí mismo me había dado, y a no estafar el capital para tal obra aportado por R. de G. y por un mi pariente, que fué al fin más desventurado que yo, muriendo abandonado de su ingrata esposa y rodeado de mala compañía. Trabajaba, pues, en mi poema con febril afán, y salía no más de mi modesto albergue a ver con la luz del Ayuntamiento a aquel populoso París, a quien no veía ni de quien ver con el sol me dejaba. Pasando a veces por los boulevards de la Magdalena y los Italianos confundido entre la ociosa multitud, veía a algunos de mis amigos bajo los toldos de los cafés, conversando o saboreando el moka o saliendo o entrando en los teatros; ni yo les abordaba, ni en mí reparaban ellos; y cuando entre diez y once, para retirarme a mi estudiantil tugurio, atravesaba alguno de sus puentes, el Sena me atraía con su turbia y cenagosa corriente, y luchaba mi dignidad un momento con la idea, jamás por mi conciencia aceptada, del suicidio; lo que de él me salvó entonces, fué, sin duda, el saber nadar: tuve miedo a una prolongada agonía y a una vergonzosa exposición póstuma en la morgue.
No recuerdo cómo volví a la sociedad; pero empecé la impresión de mi poema de Granada ayudado y amparado por el amigo más sincero, más benévolo y más tolerante con mi carácter veleidoso y huraño: quien, con Fernando de la Vera, sustituyó entonces (y éste sustituye todavía) en el mundo, a cuanto mi padre se había llevado de mí al sepulcro: la fe, la esperanza, la familia, el hogar… y no digo la honradez, porque el trabajo me ha evitado el perderla. ¿Y por qué no escribir el nombre de aquel amigo, que no labró mi felicidad porque Dios dejó al diablo apoderarse de mi cerebro y de mi corazón, en los cuales no pudo él meter la luz d e sus severos principios y de su buen sentido práctico?
Era don Bartolomé Muriel, veracruzano, establecido en París por aquellos años; hombre de mundo, caballeroso y de aristocráticas costumbres, expatriado voluntariamente de Méjico, amigo delos españoles y grandemente relacionado en Europa. Permitíanle sus rentas costear una lujosa morada sobre el boulevard de la Magdalena, en la cual viví solo, teniendo preparada habitación para sus dos hermanos, uno de los cuales no supe nunca dónde residía, y otro que era oficial del ejército austríaco.
En una de la de éstos me instaló una noche, no recuerdo cómo a la mano se nos vino de ello la ocasión ni el motivo; puso a mi disposición su biblioteca, y dándome una diminuta llave de secreto, igual a la con que abría él la puerta de la escalera, me dijo: «Aquí es usted el dueño absoluto de cuanto hay en este cuarto; le encontrará siempre servido de día por un criado, que acudirá al son de la campanilla, cuyo cordón tiene usted en la alcoba; de noche se servirá usted solo, como yo. Puede usted retirarse a la hora que guste; a nadie estorbará usted, ni hará usted esperar; comerá usted donde y como quiera; pero los domingos lo hará usted con algunos amigos que a mi mesa reúno; es el único día que como en mi casa, y no sé comer solo. Yo no pasaré nunca a este aposento; de diez a doce me hallará usted siempre en el mío; y si alguna vez se encuentra usted sin el dinero preciso para su gasto diario, no tiene usted más que enviarme a decir por escrito con el criado lo que necesita por la noche, y lo tendrá usted a la mañana siguiente.»
Muriel erar aficionadísimo a las artes, y había gastado mucho en cuadros con que adornar su casa; y o ten la Santa Cecilia, de Guido Reni, a la cabecera de mi cama, y frente a mi pupitre una Santa Lucía de Zurbarán; en la introducción y dedicatoria de mi poema de Granada, he dado una idea del aposento en que Muriel me alojó. En el escribí el segundo tomo y lo que del tercero conservo inédito de aquel poema. Allí estudié árabe con el Rdo. Cassanggian, sacerdote armenio eruditísimo, que trabajaba en un diccionario árabe con significados en siete lenguas, en cuyas partes española e italiana le ayudé lo que pude, y de quien salí malísimo discípulo, separándome al fin de él por un viaje que tuve necesidad de emprender a Bélgica.
Tengo idea de que este sabio Cassanggian no quiso vender su diccionario a una Sociedad inglesa en siete mil quinientos duros, y que fué al fin elevado a la dignidad episcopal, asistiendo al Concilio ecuménico convocado por Pío IX. No quisiera confundir su persona con otra: de él conservo el más agradable recuerdo, porque era el hombre más recto y más aprovechador del tiempo del mundo; un minuto de retraso en la hora de la lección, le causaba una pesadumbre, y él entraba en mi cuarto a las diez en punto, reloj en mano; ponía el suyo sobre la mesa durante la lección, y al tocar el minutero en las once, se levantaba. Vestía de armenio, con jubón y enagua de paño negro, bajo de un balandrán a manera de kaftán turco; calzaba con media blanca y zapato negro, y tocaba su cabeza con una especie de fez rojo sin borla. No comprendía cómo sufríamos los europeos el pantalón, que él jamás había usado, y llevaba en todo tiempo un paraguas azul, que le servía para el sol como para la lluvia. La Ilustración y el Museo de Familias publicaron su retrato, llamándole el sacerdote armenio de la biblioteca, porque se pasaba en la de Richelieu todas las horas en que estaba abierta; y los que de aquel tiempo vivían, no habrán podido olvidar la figura de aquel sabio, honrado y virtuoso sacerdote.
Mi poema tuvo una maravillosa aceptación: a los cuarenta días de publicación tenía vendidos mil ejemplares a Cipriano de las Cajigas para Méjico: quinientos a Baudry para Alemania, y setecientos cincuenta a varios corresponsales en París de libreros americanos; pero su éxito fué para mí infructuoso, porque Ignacio Boix, que me compró dos mil ejemplares, quebró antes del plazo en que expiraba el pagaré con que me los aseguró; y Dionisio Hidalgo, contra mi orden expresa, vendió condicionalmente a algunos editores de la América del Sur, y no vimos más que la prima dada por sus enviados en París. Añadiendo a este sistema de contabilidad que un hermano de Boix reimprimió en Méjico el poema, que Cajigas había comprado dándole a mitad de precio, y que se hacían de él reimpresiones en Bélgica y en varios puntos de América, simultáneas con la mía y conforme yo iba publicando mis tomos, resultó que iba yo a ser tan famoso como pobre por mi poema. Decidí, pues, matar las reimpresiones matando mi publicación y renunciando a ser propietario de mis obras, cuya celebridad me iba a empobrecer enriqueciendo a mis reimpresores.
Estaba escrito, como dicen los árabes, que el miserable ingenio que Dios me dió no me había de servir más que para mi perdición; mis versos estaban malditos por mi padre, y yo comencé a aborrecerlos, comenzando a pensar en atravesar el Atlántico en busca de una muerte que creí yo casi segura, bajo pretexto de ir a bascar una fortuna, que estaba yo más seguro de no alcanzar jamás con mis obras.
Afianzáronme en mi determinación algunas miserias de la vida que de la mía me hastiaron por mi falta de sentido práctico, que probada llevo en esta desordenada narración de los desatinos que forman la cadena de los hechos de la inconcebible existencia mía, algunos de los cuales no tengo inconveniente en revelar.
Casóse Eugenia de Montijo con Napoleón III, y tratóse de regalarla un álbum por los poetas españoles. Surgieron en España no sé qué obstáculos para la pronta formación de este álbum, y el general C., apoderado particular de la ya Emperatriz de los franceses, me escribi a Bélgica diciéndome que la condesa del Montijo esperaba que yo escribiese algo a la nueva soberana; que a Mery se le habían dado cinco mil francos y la cruz de la Legión de Honor por su cantata epitalámica, etc., etc. Contesté yo que el advenimiento de una dama española al trono francés era un hecho histórico que no había por qué celebrar; y que no teniendo yo compromiso alguno con la política de España, a ninguno de cuyos partidos estaba ligado, yo haría lo que supiese, sin que hubiera que darme por eso más que una sonrisa o la palabra «gracias» de la hermosa soberana, y envié a pocos días a París mi conocida serenata. Instáronme porque volviera a la capital de Francia; fuí, y envióme M. Damas Hinard, secretario de la Emperatriz, un billete de recepción para que yo la ofreciese mi autógrafo; pero en la mañana de la tarde en que debía yo por S.M. ser recibido, cayó enferma; y lo fuí por M. Tascher de la Pagerie, con quien cambié treinta cortesías en un minuto; y entregándole mi manuscrito… no volví a saber ni a hablar más de semejante cosa.
Dijéronme que se me había concedido la Legión de Honor; pero que nuestro Embajador, a quien yo no conocía, ni recuerdo siquiera quién fuese, había dado de mí muy malos informes… y allá quedaron cruz, serenata y honras mías.
Creí yo que si mis circunstancias eran buenas para pedirme aquel trabajo cuando había dificultad u oposición en hacerlo, no era justo tenerlas en cuenta para hacerme un desaire que no había provocado mi petulancia, cuando bien en la sombra me estaba yo en Bélgica.
Pocos días después pasé por la mayor vergüenza en que en mi vida me he visto. Habíame un mi amigo de Madrid presentado dos carlistas emigrados que lo eran suyos, y que trabajaban en la imprenta de M. Pillet, donde imprimía yo mi Granada. Corrió el mayor de ambos con la corrección de pruebas y demás trabajos de impresión, y cumplió, en verdad, con la mayor exactitud. Tenía yo convenido con el impresor el pago de cada tomo por terceras partes: una al contado, otra a tres y otra a nueve meses de plazo, cada una de ellas de dos mil y pico de francos. Un día vino el recomendado de mi amigo a proponerme aceptar mi pagaré, y saldarle a a su vencimiento con fondos que su familia le mandaba de España, si yo le hacía el servicio de adelantarle los dos mil francos. Creíme en el caso de hacerle tal servicio por la recomendación de nuestro común amigo; endoséle el pagaré, entreguéle los francos y no volví más a pensar en ellos.
El 17 de octubre, a las seis de la mañana, abrióse la puerta del cuarto que en un hotel habitaba, y un hombre que me enseñó una faja tricolor y mi pagaré, me preguntó si le pagaba o no. Díjele que había de ser pagado por fulano, y díjome que el tal se había embarcado el 15 en el Havre para la Habana, y que yo era el único responsable del pagaré. Un deudor extranjero sin casa puesta, es un perro en Inglaterra y en Francia: «pagas o preso». El agente del Tribunal de Comercio registraba desvergonzadamente mis libros y mis efectos, mientras yo me vestía para seguirle al Juzgado; pero habiendo tropezado con un ejemplar de la edición de Baudry de mis obras completas, me preguntó si era yo el autor; y al decirle yo que sí, cambió de tono y maneras, confesándome que comprendía era yo víctima de una estafa, y ofreciéndose a hacer mi posición lo más llevadera posible. Vivía yo entonces de ochocientos francos mensuales que me daban los hermanos G. por la confección de un periódico español quincenal que enviaban a América; no tenía, pues, dos mil francos en mi casa; pero podían adelantármelos aquellos editores. El agente del Tribunal de Comercio me metió en un coche de alquiler, donde nos esperaban dos alguaciles de presa, y me llevó ante un somnoliento juez, que me preguntó:
—¿Paga usted o no?
—Sí.
—Pues pague usted.
—Necesito veinticuatro horas.
—No; ahora.
—No puedo.
—Pues a Clichy (prisión por deudas).
Volvíme a poder del agente, y a meterme con él y los de presa en el coche.
En él me explicó el hombre de la ley que en aquel coche podíamos pasearnos por París hasta las cinco de la tarde: que yo podía ir en él a todas partes donde creyera que podía procurarme el dinero; pero que no podía bajar del carruaje, ni entrar en ninguna casa, porque él no podía volverme a prender dentro de ninguna. Ir a la de mis editores en aquel coche y aquella compañía, era inútil; me tendrían por el estafador, siendo el estafado; hacer bajar a ningún amigo, ni aún a Fernando de la Vera, para que dentro de aquel vehículo me contemplara, era más fuerte que yo; conque ¡a Clichy! Pero el bueno del agente seguía callejeando, esperando que me ocurriera una buena idea. No me ocurrió: sino que al pasar por la calle de Luxemburgo, salía de su casa Muriel; vióme, y comprendiendo mi situación… paró el carruaje; preguntó la cantidad, volvió a subir a su aposento y tornó a bajar con una carta-orden de dos mil quinientos francos contra su banquero; no tenía el dinero en casa. Fuí a la del banquero; cobré y pagué en el patio y me volví a mi hotel, del cual saqué mis baúles sin hablar palabra.
Cuando volví a ver a Muriel, fué para pedirle cartas de recomendación para Méjico, lo que él me había alguna veza aconsejado.
Hubo otro caso extraño que me decidió a salir de París; pero entra en el dominio de lo fantástico, pertenece a aquellas extravagancias que formaron la base de mi poesía, extraviando y descompaginando mis ideas, arrastrándome al camino del manicomio.
He aquí el hecho: