Recuerdos del tiempo viejo: 26


XXVI editar

El presbítero Nebreda era un hombre alto, enjuto y vigoroso, de ojos vivos y escrutadores, de fisonomía móvil e inteligente y de cabeza pequeña, airosamente unida a sus hombros por un cuello recio y flexible, sobre el cual se movía con asombrosa facilidad, como una veleta que, perfectamente equilibrada, obedece a la más leve impulsión del viento más tenue. La movilidad de aquella cabeza, cuyos movimientos seguían los de sus perspicaces ojos, cuya atención llamaba todo lo movible o sonoro que en su alrededor produjera rumor o movimiento, revelaban al cazador; la seguridad flexible de sus brazos y piernas, y el aplomo recto con que su busto y dorso se mantenían sobre su cintura, delataban al jinete, y en su circunspección acusaba al hombre práctico en los negocios y conocedor del corazón humano: lo de presbítero sólo en él lo mostraba el alzacuello que con su traje de campo traía.

Comprendí que vacilaba en exponerme el asunto desagradable que conmigo venía a tratar, sin sondar antes a un mozo de la corte, cuya fama había llegado a Covarrubias entre las columnas de los periódicos y las noticias absurdas, con las cuales adorna el vulgo la historia de los que conoce por el ruido que Dios les condena a meter con sus mal comprendidos y peor interpretados escritos; y para ahorrarle el trabajo y el resultado de un examen erróneo bajo erróneos antecedentes preconcebido, tendí mi juego sobre la mesa, diciéndole: «He venido a Torquemada para aceptar, sin discusión y sin restricción, todos los compromisos contraídos en vida por mi difunto padre. Tienda usted, pues, sus cartas como yo tiendo las mías, y nos ahorraremos tiempo y palabras.»

A pesar de su trastienda de clérigo, de campesino y de castellano viejo, su fisonomía dejó claramente traslucir el asombro que le causaba mi franca declaración; y ¡Dios se lo perdone!, temiendo aún una emboscada del mal discípulo de los Jesuítas, me dijo:

—Permítame usted que le entere de lo que se trata.

—Se trata de la honra de mi padre —exclamé interrumpiéndole— y yo, ni en vida ni después de su muerte, me creo con derecho a juzgar sus acciones; las acepto todas como buenas, y toda responsabilidad que por ellas me quepa. Yo no sé de mi padre sino que soy su hijo, ni sé de negocios más que lo que él de ellos me ha querido decir; y entre mi padre y yo, no acepto más juez que Dios.

Viniéronsele a Nebreda las lágrimas a los ojos: convirtieron mis palabras en amigo sincero al desconfiado acreedor; y, tendiéndome los brazos, exclamó conmovido:

—Veo que sé yo más que usted de su señor padre y de su casa, y me pongo a su disposición; tengo poderes y autorización para todo.

—¿Cuánto de be mi padre a la Indiana de Covarrubias, de quien es usted administrador?

—Tanto… y con esta escritura.

—No está pasada por la contaduría de hipotecas en el tiempo marcado por la ley —le dije después de examinarla.

—No —respondió Nebreda—; fiamos en la palabra de su padre de usted para guardarle el secreto; nos lo rogó, y puede usted comprender que siendo él un notable jurisconsulto, sólo a sabiendas por ambas partes puede haber permanecido tantos años esta escritura sin el requisito que en ella echa usted de menos. Nunca se nos ocurrió que pudiera ser un subterfugio ni una trampa legal.

—Repito —le volví a interrumpir— que yo no juzgo a mi padre; por no aprender a valerme de esos subterfugios, ni hacer cosas que se llaman trampas legales, no he querido ser abogado; su escritura de usted es buena para mí, si e cambio de esta concesión mía me hace usted la de la rebaja de los intereses que mi padre no haya pagado.

—Está hecha —dijo Nebreda.

—Pues ya que no somos acreedor y deudor, hablemos como amigos y quédese usted unos días de huésped mío.

Aceptó el bravo presbítero mi invitación y entramos en pormenores.


Y aquí me creo en el deber, por segunda y última vez, de pedir al director, a la redacción y a los lectores de El Imparcial, excusa y benevolencia para concluir mis RECUERDOS DEL TIEMPO VIEJO con algunos que sólo deberán tener cabida en mis Memorias póstumas. Hay pormenores de la vida que no debe nadie contar sino a su prepósteros, pero que yo voy a decir a mis contemporáneos por no poder ya, sin romper el hilo, devanar la madeja de los hechos de mi vida más íntimos, más personales y más desprovistos de interés, cuanto más van encarnando en mis días de voluntario aislamiento, de voluntaria expatriación, y del inconcebible y acaso imperdonable alejamiento en que he vivido, veinticinco años, de los hombres y de las cosas de mi patria.

Al fin y al cabo, lectores míos benévolos, si los hay que hayan seguido la narración de mis vulgares casos, mi vida, por mucho que Dios la alargue, será ya breve; y lo mismo da que sepan de mí ciertas cosas algunos días antes que después; y como yo he pasado mi inútil vida fuera de mi tiempo y del círculo de la sociedad de mis contemporáneos, es justo que acabe y muera, poeta loco, en el manicomio o el hospital, para cumplir el castigo de mi egoísmo, de cuyo inevitable fin me consuela, sólo que después de mi muerte el vulgo irreflexivo me compare con Cervantes y con Camoens, con quienes, en verdad y en conciencia, no tendré más semejanza que el pobre fin.

Volvamos, pues, a mi casa de Torquemada en 1849, y a mi conversación con el tan leal como perspicaz presbítero de Covarrubias. Sólo voy a dar tres o cuatro pormenores, y a bosquejar dos o tres escenas anecdóticas y características, que conduzcan a mis lectores al epílogo de mis Recuerdos del tiempo viejo y les hagan comprender cómo, si no por qué, volví yo en 1854 la espalda a España, a Europa, a mis creencias y a mi poesía, con el objeto, imposible de alcanzar, de huir y de librarme de mí mismo.

EL PRESBÍTERO Y YO

PRESBÍTERO.—¿De veras que no ha hallado usted en su casa más que siete duros en plata y un saquillo de cuartos?

YO.—Ni más ni menos.

ÉL.—¿Pero ha mirado usted bien los cajones de los muebles? ¿Ha registrado usted bien la casa?

YO.—¡Ay, amigo mío! Yo no soy capaz de descerrajar un cajón, ni de levantar un ladrillo para buscar dinero.

Él.—Pues su padre de usted debía tenerlo; no puede haber gastado el con que yo le dejé hace mes y medio.

YO.—Pues no me deja de él ni la más mínima indicación.

ÉL.—¿Ha escrito usted a los señores Torre, de Burdeos?

YO.—Sí, y espero ya su respuesta.

ÉL.—Entretanto que ellos le dan a usted luz sobre lo en Francia existente o pasado, voy yo a dársela a usted sobre lo que sé de esta casa. No ha tres meses que vendió su padre de usted una olmeda, avisándome para que viniera a cobrar de su producto una cantidad a cuenta de intereses atrasados. Su padre de usted estaba ya trémulo; y no pudiendo abrir pronto el secreto de un mueble, se fió de mí, y yo mismo saqué y conté lo que mi dió, dejando en onzas una cantidad donde él mismo la guardaba.

YO.—¿Conocerá usted el mueble?

ÉL.—Sí, estaba en esta habitación. ¿Se ha deshecho usted de algunos?

YO.— Aún no ha venido por los que he regalado a una parienta, porque algunos recuerdos de mi madre me entristecen demasiado, y he resuelto quitármelos de delante; pero todos están en la sala, que está al cuidado del ama de llaves de mi padre.

Tiré del cordón de la campanilla: presentóse la más joven de las criadas, que con el cachicán componían la servidumbre de mi padre, y la pedí las llaves de la sala y de los muebles depositados en ella. Ya creo haber dicho que esta sala y los dos gabinetes que daban a la calle, estaban siempre inhabitados y cerrados.

Entramos en la sala, donde en desorden se veían los muebles destinados a mi parienta: una sillería, una cómoda, un tocador tallado, mueble antiguo, pero sólido y de lujo, y un grande armario donde yo había visto en otro tiempo toda la ropa de mi madre. Aquel espejo en que tantas veces se había ella mirado, y aquel armario donde había guardado todas las cosas de su uso personal, y que mi padre había dado en vida, no me importa saber a quién, me eran insoportables a la vista. Poeta fantástico y exaltado por mis pesares, temía que una noche, al pasar con luz por delante de su azogada luna, me presentara la imagen pálida del semblante oval de mi madre, coronado de su riquísima y negra cabellera, o que alguna vez se me apareciera saltando viva de aquel grande armario que cuando niño me daba miedo.

—Aquí está mi mueble —dijo Nebreda.

Yo le alargué el manojo de llaves. Fuése él derecho al tocador, y al abrir y sacar el cajón del centro, de los tres que tenía debajo el mármol en que apoyaban dos pájaros de talla que sostenían el ovalado espejo, comprendí el fácil y común secreto en que no había pensado. Entre los tres cajones grandes había dos secretos, largos y angostos, que saltaban apretando un resorte por un agujero en que encajaba una clavija de bronce. Introdujo Nebreda la clavija, apretó el resorte, saltaron hacia adelante los cajones secretos, y al amarillear las onzas en ellos verticalmente amontonadas, soltó Nebreda las llaves y me dejó libre el paso.

Vacié sobre el mármol los dos secretos, y díjele:

—Cuente usted, y llévese ese dinero a cuenta. Contó Nebreda y apiló las monedas con la destreza y rapidez de quien está acostumbrado a manejar caudales, y me dijo sonriendo:

—Quince mil trescientos cincuenta y seis reales, que le hacen a usted falta para vivir aquí como quien es, y para no interrumpir el laboreo de las viñas. A mí me basta de usted la palabra, como me bastó la de su padre.

Volvimos a encerrar el dinero en los secretos; y volviendo a llamar al ama de llaves y a entregárselas todas, nos volvimos el presbítero y yo a mi aposento; donde, con un tono y una expresión que jamás se me olvidarán, me dijo Nebreda:

—Perdone usted la pregunta que le voy a hacer. ¿Piensa usted tener en su casa mucho tiempo a esa mujer, y hacer siempre de ella tan absoluta confianza?

—Siempre —le respondí en tono y con expresión que no admitían ni réplica ni duda —Los que a mi padre sirvieron y los a quien mi padre quiso, no saldrán de mi casa más que por su propia voluntad, o cuando con ellos me eche de ella un nuevo propietario o un inflexible acreedor.

—No seré yo, ¡por vida mía!, ni nadie a quien yo conozca —exclamó el presbítero, cogiendo y apretando mis manos entre las suyas.

Y faltándonos en esto la luz del día, pedimos la lámpara y nos pusimos a registrar la biblioteca de mi padre, mientras nos disponían la cena. Tal vez el previsor prebendado de Covarrubias hojeaba los libros con la esperanza de dar con algún papel entre sus hojas apelmazadas o entre los despegados cartones de sus amarillentos pergaminos.


Parte 1

"Este libro no necesitaba prólogo…"

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Parte 2: tras el Pirineo

I - II - III - IV - V

Parte 3: En el mar

I - II - III - IV - V

Allende el mar

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Apéndices

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Hojas traspapeladas

I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X