La leyenda del Cid: 98
XI
editarV
editarEl Rey don Alfonso sexto
logró con esta victoria,
ser el primer Rey de España,
y el mejor quisto en Europa:
y el darle tan alto puesto,
tal grandeza y tanta gloria,
costó de su sangre al Cid,
la más noble y pura gota,
de su prole el mejor vástago,
la fe y esperanza toda
de su casa, y de su alma
la pesadumbre más honda.
En San Pedro de Cárdeña
con la más solemne pompa,
mandó el Rey hacer a su hijo
regias exequias mortuorias.
Impuso a toda su corte
asistencia obligatoria,
y fué a presidir él mismo
la fúnebre ceremonia.
El camino de Cárdeña
cubrió de tiendas y escoltas,
para que las nobles damas,
prez de su corte fastuosa,
hallaran en ida y vuelta
paz, refrigerios y sombra,
y ocasión los pueblos próximos
de hacer feria ventajosa.
El hueco del atrio al pórtico
cubrió con toldos de lona,
mullendo bajo él de arena
el empedrado y las losas;
y en línea recta las ramas
de los árboles con hojas
ligando, alargó del templo
hasta la selva la bóveda:
para que bajo ella viera
la multitud en la hora
de los oficios, la fúnebre
solemnidad religiosa.
Mandó al Cid su guardia regia:
de telas de rica estofa
enlutó el templo, y tendió
su pavimento de alfombras.
Mandó al obispo y al clero;
las chirimías, las trompas,
los coros y los salmistas
y mangas de las parroquias;
en fin, cuanto dar podía
al Cid y a su santa esposa
consuelo y honra en su pena,
la mundana vanagloria.
Jimena, con fe cristiana
y resignación heroica,
sobre el cadáver de su hijo
oró y lloró silenciosa;
y concentrando en su espíritu
su pesadumbre recóndita,
ni al Cid por más no afligirle,
dijo una palabra sola.
De abstinencia, insomnio y llanto
que atestiguan su congoja
tras dos días, bajó al templo
la dignísima matrona.
En frente al Rey, que seguía
del cabildo la salmodia,
sobre un cojín de velludo
negro, de plata con borlas,
se arrodilló con sus hijas,
envuelta como una sombra,
en un ancho velo negro,
prendido a su negra toca.
Doña Elvira y doña Sol,
ya gentilísimas mozas,
apagadas por el llanto
de sus mejillas las rosas,
modestas, graves, inmóviles,
del Cid esperanza ahora
única ya, y del gentío
admiración por lo hermosas,
atrajeron hacia sí
las miradas y almas todas
de los circunstantes; presa
de esa tierna y melancólica
exaltación que producen
las ceremonias católicas,
con que los que de la nada
vienen, a la nada tornan.
Los dos condes de Carrión
que, por el favor que logran
del Rey, entre su más íntima
servidumbre se colocan,
con osada impertinencia
y terquedad enojosa,
las contemplaron de modo,
que estaban como amapolas.
Concluidos los oficios,
llegó la tremenda hora
de sepultar el cadáver
y sellar sobre él la losa.
La firmeza de Jimena
llegó hasta allí: y allí rotas
las dos fuentes de las lágrimas
y la voz, entre nerviosas
convulsiones, cayó en brazos
de sus dos hijas que, prontas
en su auxilio, la creyeron
a espirar también muy próxima.
Mientras Jimena en un síncope
perdía vista, memoria
y sentimiento, cumplióse
la inhumación piadosa:
y cuando volvía en sí,
ya Alfonso con voz monótona,
despedía el duelo y se iba
quedando la iglesia sola.
Vuelta en sí Jimena, madre
cristiana, con fe valerosa,
tornó a postrarse ante Dios
y oró así más de una hora.
Cuando volvió a presentarse
al Rey, ya de sí señora
era, como él firme y grande
del Cid Ruy Díaz la esposa.
El Cid ante la grandeza
de fe tan dominadora,
sintió entrar en su alma el miedo
y asombrado contemplóla.
Dudó si se cumpliría
su aprensión supersticiosa:
recordó que les quedaban
dos hijas y sudó a gotas,
como Cristo al rechazar
en Getsemaní la copa,
y por sus hijas su alma
pidió a Dios misericordia.