La leyenda del Cid: 29

La leyenda del Cid

Saboreaba éste anhelante
de la gloria el gran placer,
brisa fugaz de un instante,
que suele en su aura embriagante
un soplo letal traer:

y entre el buen viejo don Diego
y su hijo el ilustre mozo,
mostraba el rey gran sosiego,
por más que pudiera un ciego
ver de su alma el alborozo;

cuando rompiendo la gente
ante sus pasos abierta,
una enlutada doliente
se presentó de repente
del alcázar a la puerta.

Jimena Gómez, vestida
de negros paños de duelo,
avanzó descolorida
arrastrando, mal ceñida,
manto y haldas por el suelo.

Aunque entre ella no podría
hallar sitio un alfiler,
la muchedumbre se abría
y ante los pasos le hacía
de la doliente mujer.

Frunció el Rey el entrecejo:
tembló de ira el padre viejo:
Ruy Díaz palideció;
y el pueblo en silencio oró
del Rey por el buen consejo.

La triste doncella en tanto
como una visión fatal,
los ojos nublos en llanto,
mal tocada y suelto el manto,
llegó a la presencia real:

y así con solemne acento
dijo al rey falta de acción,
cual sombra sin movimiento
que arranca a su monumento
diabólica evocación:

«Huérfana y a amparo vuestro,
hoy vuelvo a que me amparéis,
o contra vuestra justicia
yo de Dios me ampararé.
Ruy Díaz mató a mi padre:
vos de castigarle en vez
le tratáis en vuestra casa
como si fuera otro rey.
Señor, si esta es la justicia
que a los huérfanos hacéis,
yo, huérfana, antes de irme
en un convento a meter,
delante de vuestro pueblo
por más que os pese os diré:
que Rey que no hace justicia,
no merece a mi entender
ni cabalgar en caballo,
ni ceñir cruzado arnés,
ni llevar espada al cinto,
ni calzar espuela al pie,
ni tener hijos legítimos,
ni tener esposa fiel,
ni tener vasallos buenos,
ni tierra en que nazca mies,
ni morir en paz en cama,
ni absolución tener,
ni encontrar después de muerto
quien sepultura le dé.»

«¡Por Cristo! exclamó don Sancho
sin poderse contener,
¡catad que habláis con mi padre
y que estoy yo aquí con él!»
« ¡Sancho!», dijo el Rey: mas Sancho,
rota la valla una vez
del respeto al Rey debido,
siguió interrumpiendo al Rey:

«Ruy Diaz mató a su padre,
y aunque era altanero y cruel,
por ser hija suya ella
no la digo que hizo bien;
mas ya que la ley invoca,
que se sujete a la ley.
La ley dice: «el que a hembra deje
en orfandad o viudez,
su esclavo sea, o marido
si puede casar con él.»
De hacer su esclavo a Ruy Díaz
no hay modo, siendo quién es;
con que echar por el atajo,
y a todos nos irá bien,
y aunque cien hembras no valen
un Cid, casarles y amén.»

Rudo discurso, mas propio
de un noble del tiempo aquél,
tal exabrupto hizo a un tiempo
a Díaz estremecer,
palidecer a Jimena,
dar a don Diego un traspiés,
y asombrarse a todos: pero
sacó de un apuro al Rey.
Soñaba él ya con tal boda;
pero debía a su ver
entre la boda y la muerte
dejar más tiempo correr.
La impetuosidad de Sancho
rompió del agua el nivel:
y el Rey, diestro nadador,
corriente abajo se fué.
Adelantóse a Jimena
y así la dijo cortés:

«Perdona a Sancho: y airada
conmigo antes de romper,
vamos a elegir a solas
lo que mejor nos esté.
Dame el brazo, y de mis hijas
a los aposentos ven.»
No pudo excusar Jimena
tal invitación: y el Rey
a la corte despidiendo
de su cámara al dintel,
afable dijo a Ruy Díaz:

«Recibe mi parabién;
a Vivar con tus cautivos
a ajustar tus cuentas ve;
abraza a tu madre, y prontas
tu hueste y tus armas ten
para ir… donde quiera Dios,
que quien manda a todos es.»



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