La leyenda del Cid: 108
XIII
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DeL sol del siguiente día
la luz apenas rayando,
subió el Cid a una alta torre
a explorar el mar y el campo.
La mar se vía a lo lejos
toda cubierta de barcos,
y por el campo huir de ellos
a la ciudad los paisanos;
los hombres con sus aperos
y con sus armas cargados,
y las mujeres sus hijos
trayendo asidos y en brazos.
Las escuchas y vigías
al ver a los africanos,
dieron la alarma y echáronse
las campanas a rebato.
Cubriéronse en un momento
las defensas de soldados;
y los moros de Valencia
hechos al gobierno blando
del Cid, y más que a el temiendo
ya a sus correligionarios,
acudieron a los muros
a ayudar a los cristianos;
pues los moros mudejares
como apóstatas mirados
por los berberiscos, eran
contra los suyos más bravos.
El cuadro era animadísimo,
pintoresco el espectáculo
de las carabelas árabes
en su arribo y desembarco.
Se acercaban a la playa
cual banda de ánades blancos,
y en tierra echaban sus hombres
sus blancas lonas plegando.
Unos sallan en botes,
otros sacaban a nado
sus corceles de batalla,
camellos y dromedarios.
Todo era tumulto, gritos,
caldas y encontronazos;
y en tal desorden, de moros
se iba la playa llenando.
El Cid llamo a sí a Jimena,
y tras Jimena llegaron
sus hijas sobresaltadas
y sus maridos muy pálidos.
Acudió Alvar de Minaya
y el buen escudero honrado
don Ordoño y el valiente
Pero Bermudo su hermano.
Y acudió, en fin, la nodriza
Bibiana, que por sus años
llegó la última, mover
no pudiendo aprisa el paso.
«¡Ah perros! — decía el Cid —
salid, salid, que aquí estamos.»
Y bajo uno a otro sus yernos
se decían: «¡Mira cuántos!»
Doña Jimena y sus hijas
veían con sobresalto
desembarcar tantos moros
e irse por la playa entrando;
y el Cid las decía: «¿Veis
todo ese fiero aparato
de guerra y todo ese tren
de camellos y caballos?
pues cuanto más traen, con más
se hallan luego embarazados,
porque luego entran en lid
en desorden como bárbaros.
Esa es la ventaja nuestra:
nosotros, disciplinados,
con plan combinado entrándoles,
cuantos más son, más matamos.
Jimena, a quien no alentaba
su militar entusiasmo,
viendo tal turbión de moros
escuchaba al Cid temblando;
y éste a Alvar Fáñez volviéndose
y a los deudos y allegados
que tenía en torno, díjoles:
«Vamos, amigos, salgamos
a darles la bienvenida
como hombres bien educados,
y que vean estas damas
que sabemos hacer algo.»
Y el Cid, sus yernos, Minaya
y Ordoño y Bermudo echando
por su caracol torcido,
de la torre se bajaron.
A poco el Cid y sus deudos,
de un escuadrón muy bizarro
de castellanos jinetes
a la cabeza, amparados
de las huertas por los árboles,
furiosos desembocaron
como una tromba en la playa
sobre los árabes dando.
Estos que andaban sin miedo
en su multitud fiados,
al verse asaltados antes
en grande pavura entraron.
«¡Alá huakbar!» exclamaban
los árabes reculando ;
y el Cid matando e hiriendo
gritaba: «¡Cristo y Santiago!»
Los moros cuan pocos eran
viendo al fin, avergonzados
se rehicieron y cercáronles
grandes alaridos dando.
Doña Jimena y sus hijas
no les vieron más; y en lo alto
de la torre, por perdidos
dándoles se arrodillaron.
Mas mientras ellas arriba
por ellos a Dios orando
temblaban, lo hacían ellos
como demonios abajo.
El Cid echaba por tierra
con cada bote un pagano,
y Minaya una cabeza
cortaba con cada tajo.
Entre un cerco de cadáveres
y de sangre sobre un lago
quedaron los burgaleses,
de los moros con espanto.
Mientras los que le cercaban
vacilaban, esperando
el refuerzo que pedían
a gritos desesperados,
el Cid amagó una carga
hacia adelante, aclarando
tras de sí el espeso círculo
de los moros engañados.
— ¡Vuelta! vuelta! — gritó entonces
rompiendo por lo más claro,
y emprendió la retirada
abriendo a los suyos paso.
Los moros que comprendieron
del Cid ya tarde el engaño,
le vieron con rabia inútil
volver a Valencia salvo.
Los dos condes de Carrión
en el centro colocados
de la hueste, no tuvieron
que hacer más que ver callando;
mas al volver grupas, ellos
a retaguardia quedaron
por su miedo o su torpeza,
y lo vieron con espanto.
Bermudo habiendo advertido
que eran de espíritu flacos,
a la vera se les puso
previniendo un feo caso.
Y a tiempo fué; porque un moro
de gran talla y bien montado
que tenazmente veníales
la retaguardia picando,
alcanzó audaz a don Diego;
y éste en lugar de afrontarlo
espoleó el cansado potro,
a las crines agarrado.
Bermudo con imprevisto
quiebro, y bote zurdo y rápido
tendió al moro, y a las bridas
de su montura echó mano.
Dióselas listo a don Diego
y dijo: «Tomad, cuñado;
decid que al moro matasteis
que le montaba, y honraos
con mi golpe; que pues nadie
volvió la cara a mirarlo,
callaré del Cid por honra
tomando la vuestra a cargo.»
El Cid que oyó hablar tras él,
la faz sin parar tornando
dijo: «¿Qué fué eso?» y Bermudo
respondió con desparpajo:
«Que don Diego mató un moro,
y siendo bueno el caballo
que traía, le recoge
como campeador de garbo.»
Pagóse el Cid del buen hecho,
sonrió a los dos hermanos,
y entró en Valencia a sus hijas
tan buenas nuevas llevando.
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Búcar asedió a Valencia
de tomarla esperanzado
siendo los del Cid tan pocos
y sus musulmanes tantos;
pero el Cid la mantenía,
y el cerco se iba alargando
y según perdía él gente
los del Cid cobraban ánimo.
Los dos condes de Carrión,
don Diego por lo pasado
con el moro, y por andar
con tercianas don Fernando,
no habían gran papel hecho,
mas tan mal no habían quedado,
y el Cid les miraba bien
al de sus hijas mirando.
Nadie, por respeto al Cid
hubiera emitido un fallo
contra su valor, si en tierra
no diera con él el diablo.
Quiso su mala fortuna
que una siesta, reposando
el Cid, con el codo puesto
en el brazal del escaño,
y apoyada la cabeza
en la palma de la mano,
su sueño estuvieran ellos,
Ordoño y otros guardando.
Hablaban de juglerías
y reían por lo bajo,
ahogando sus carcajadas
en la boca con la mano
por no despertar al Cid,
cuando de pronto estallaron
voces de «¡guarda el león!»,
que aturdieron el palacio.
Era que el mayor de aquéllos
del Rey de Persia regalo,
habíase de su jaula
por un descuido, escapado.
El león, al que tal vez
en Persia habían hecho manso,
contento de verse libre,
dando rugidos y saltos,
se fué de cámara en cámara
metiendo, hasta que en el cuarto
dó estaba el Cid presentóse
la melena espolvoreando.
Bermudo, Ordoño y los otros
que allí estaban, esperaron
a ver qué hacía, los hierros
a precaución empuñados;
mas los condes de Carrión,
sólo a su miedo escuchando,
dieron dos pruebas ridículas
de un miedo indigno de hidalgos.
Don Fernando de un sillón
se escondió tras el respaldo,
como si contra una fiera
fuese tal mueble resguardo,
y don Diego como huyera
un chisco de un espantajo,
salió de la sala huyendo
por un postigo excusado.
El Cid con calma serena
se fué al león, y atusándolo,
la greña le asió y llevóselo:
lo que pareció milagro.
Enjaulóle; al leonero
riñó por su mal cuidado,
y a su aposento volvióse:
mas a sus yernos buscando,
le dijo Ordoño riendo:
«De uno yo os daré recaudo,
que aquí se agachó por ver
si era el león hembra o macho.»
Y echando a tierra el sillón
mostró al conde don Fernando
trémulo aún de pavura
cual liebre cogida en lazo.
Sonrojóse el Cid por él:
mas su sonrojo dió en asco
cuando supo que don Diego,
ciego y desatalentado
de pavura, unos corrales
vecinos atravesando,
en un muladar, huyendo,
había consigo dado.
Una situación ridícula
es para el hombre más sabio
atolladero del cual
jamás sale bien parado;
y el Cid, aunque hombre de guerra,
hombre de instinto y de tacto,
quiso evitar que el ridículo
por él llegase hasta escándalo.
Calló, pues; llevóse a todos
tras de sí, y salió del cuarto,
dejando en él sin decirle
nada al conde don Fernando.
Pero produce el ridículo
peor herida que el dardo;
la de éste se venda y tapa
y aquél no hay cómo taparlo;
y las heridas al aire
con él se enconan, y al cabo
matan: y las del ridículo
pulverizan como el rayo.
Lo de los Condes se supo
hasta entre el vulgo villano;
y honra que el vulgo mancilla
jamás se limpia de fango.