La leyenda del Cid: 49

La leyenda del Cid

Cinco años lleva Jimena
con Ruy Díaz de casada;
y aunque no pasa Ruy Díaz
tres meses del año en casa,
por segunda vez Jimena
de él se siente embarazada,
cuando ya su primer hijo
anda solo y rompe el habla.
Ama Jimena a Ruy Diaz
con toda la fe de su alma,
y sólo a Dios le pospone
como el Evangelio manda:
y aunque goza de él apenas,
pues cuando apenas le abraza
le vuelve a perder, acepta
su condición resignada.

Cinco años ha que don Diego,
viendo el mundo cómo anda,
anda mustio y silencioso
aunque lo que piensa calla:
pero lo que calla siente
que el corazón le trabaja,
y el roedor sentimiento
le debilita y le acaba.
De los viejos es achaque:
llegan a un tiempo y se paran;
y el tiempo sigue pasando,
y ellos sienten lo que pasa.

Doña Teresa, ya abuela,
con su nieto y con Bibiana
goza, y cae de la vejez
en la decrépita infancia.
Así aunque a Vivar sustentan
rentas que no sólo bastan.
sino que sobran con mucho
para familia y mesnada,
se vive en él sin placeres,
sin aficiones, ni galas;
lejos de la corte, ajenos
a la pompa cortesana,
y de su regia nobleza
privados de la importancia,
de sus secretos temores
y de las guerras a causa.
Pero como ni aprensiones
ni guerras han traído nada
de aciago sobre Vivar,
y en vez de duelo y desgracias
han procurado a Ruy Díaz
poder, riqueza, honra y fama...
parece que se atormentan
con penas imaginarias.

...........................

Es una mañana fría,
pero azul, serena y clara
del segundo mes del año
de mil setenta. En la plaza
de Vivar en son de guerra
se junta la gente de armas;
y se ordenan los peones,
y los bagajes se cargan,
y los caballos de guerra
con los arneses se embardan,
y a la puerta de Ruy Díaz
«Babieca» impaciente piafa.

Las mujeres y las hijas
de los que a la guerra marchan
y las novias de los mozos,
están desde las ventanas
saludando a los que parten
con pañuelos y con lágrimas,
dándose el último adiós
y las últimas miradas.

Rodrigo, en el aposento
donde la escalera arranca,
se arranca de los abrazos
de su buena madre anciana:
y a su hijo que llora besa,
y a su triste esposa abraza
y a su viejo padre pide
la bendición en voz baja.
Éste, tendiendo los brazos
a todos de su hijo aparta;
se arrodilla ante él Ruy Díaz,
y sus dos trémulas palmas
poniendo el viejo en los hombros
del Cid, con voz que le embargan
los años y la emoción,
le dirige estas palabras:

«Dios te bendiga, hijo mío;
y por si al volver no me hallas
en vida ya, o tú allá quedas,
esto en tu memoria graba.
Sin fe en Dios nadie fué grande:
no hay buen fin con causa mala;
antes que el Rey está Dios:
mal a su Iglesia no hagas.
Conciencia tienes: contra ella
en caso ninguno vayas,
porque la conciencia es áspid
que el corazón ataraza.
Lidia por Cristo: no lidies
por ambiciones humanas;
porque los Reyes y el diablo
son los que dan peor paga.
Bendito seas, Ruy Díaz;
yo te bendigo. A Dios plazca
que mi bendición paterna
la suya al morir te atraiga.»

Besóle el viejo en la frente:
besó las manos escuálidas
de su padre el Cid llorando:
y mientras todos las caras
en las manos escondían
enjugándose las lágrimas,
ganó la escalera a saltos
y se presentó en la plaza.
Montó a caballo, embrazó
el broquel, asió la lanza,
y partió… como le pinta
la tradición castellana.


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