La leyenda del Cid: 67
VII
editarVIII
editarDesatalentada a ellas
mucha gente de su campo
acudió, en tropel confuso
capitanes y soldados.
El Cid, que ha reconocido
la voz del Rey, su caballo
volvió hacia donde la oía
corriendo hasta sofocarlo.
Llegó donde el Rey estaba:
tiróse a tierra; a su lado
se arrodilló, y ayudóle
a incorporarse en sus brazos.
Todos le dieron por muerto,
¡era un horrendo espectáculo!
Pasado de parte a parte,
el regatón del venablo
le asomaba por la espalda
y la punta por debajo
del esternón, con la sangre
cuajada ya en hierro y palo;
su respiración difícil,
sus ojos desencajados,
las ansias con que se asían
a cuanto hallaban sus manos,
mostraban que era de muerte
la herida doble del dardo,
y que iban a apresurársela
con sólo intentar sacárselo.
Lloraban todos: y el Rey
entre uno y otro desmayo,
así decía, postrándose
y animándose a intervalos:
— «¡Yo me he tenido la culpa;
va me avisó Arias Gonzalo!
Sin duda estaba de Dios!
Decid por mí a mis hermanos
que me perdonen; yo obraba
como Rey…, mas fué pecado.
No hagáis nada por mi vida,
porque es inútil ¡Me abraso!
¡Agua!» — No la había cerca:
fueron por ella: y en tanto,
luchaba el Rey con las ansias
de la muerte agonizando.
De pronto, uno de sus últimos
esfuerzos haciendo, atrajo
a sí del Cid la cabeza;
y poniéndole los labios
casi en la oreja, le dijo:
«Díaz, tú eres el más bravo
y el más leal de Castilla;
entre moros y cristianos
tu gloria es mucha: te debo
mi reino y consejos sabios
que debí seguir; y ahora
te dejo desamparado,
lo sé: vas a ser desde hoy
de todos los tiros blanco.
No te recomiendo a nadie,
porque te haría más daño;
todos los nobles te envidian:
Urraca me cree azuzado
por ti contra ella: Alfonso
comprende que está más bajo
que ti: los grandes te odian:
pero el pueblo castellano
te adora. Por él pelea:
no fíes en mis hermanos;
fíate en Dios y en tu espada;
los Reyes somos ingratos
casi siempre, pero el pueblo
te pondrá que ellos más alto.»
Dijo don Sancho y tornóse
a desmayar: sollozando
sostenía el Cid su cuerpo,
y en silencio contemplábanlos
sin respirar los presentes.
Llegó en esto con un vaso
un doncel, al mismo tiempo
que un obispo con el Viático
y un capellán con los óleos:
pero ya no le alcanzaron
los sacramentos ni el agua:
ya era muerto el Rey don Sancho.
Hincóse el obispo, y todos
en torno se arrodillaron:
y rasgándose las nubes
comenzó a llover a cántaros.