La leyenda del Cid: 58

La leyenda del Cid

Media noche era por filo:
todo en León yace inerte,
donde temprano se acuesta
y se recoge la gente.
En la lobreguez nocturna
ni un pelo de aire se mueve,
ni una luz tardía brilla,
ni un vago rumor se siente.
Todo es paz, silencio y sombra:
sólo dos hombres no duermen
en dos cámaras opuestas
del palacio de los reyes.
El uno una larga carta
escribe difícilmente,
que en aquel tiempo los nobles
no eran grandes escribientes.
Las lágrimas escribiéndola,
a los ojos se le vienen,
y a cada frase que escribe
más la faz se le entristece.
A veces deja en la mano
zurda reposar la frente,
y en la derecha en la pluma
que la tinta se le seque:
y según como su escrito
corta, interrumpe y detiene,
o mucho escribir le cuesta
o mucho escribir le duele.
El otro una abierta carta,
que mal en las manos tiene,
con ojos desencajados
devora mejor que lee.
A cada frase completa
que de la carta comprende,
estruja el fatal escrito
y los bigotes se muerde:
y bufando de coraje,
por la cámara va y viene
como una fiera encerrada
que en su jaula se revuelve.

El que lee y bufa es don Sancho;
el que escribe, el Cid. Dejémosle
a aquel con su ira y su carta,
y vamos a leer la de este.
Decía así, de lo escrito
supliendo prudentemente
la ortografía imperfecta
y los cojos caracteres.

«Alma noble, esposa buena,
ya sé que en mi casa vos
fuisteis un ángel de Dios:
él os lo premie, Jimena.

»¡De vuestra carta el pesar
pedísme a mí que os perdone!
Teniendo a Dios que os abone,
¿qué os tengo que perdonar?

»Antes perdonadme vos
la vida que os he labrado:
mas ved que tal os la he dado
porque así lo quiso Dios.

»Mis padres por vos sin mí
murieron con santa muerte:
reposar su cuerpo inerte
visteis vos y yo no vi.

»De sus tumbas a la puerta
quedáis sola y desolada,
esperando mi tornada
en esa casa desierta.

»Comprendo bien la aflicción
que os causa tal amargura,
y que horrenda sepultura
os parezca esa mansión.

»Concibo, santa mujer,
que en esos cuartos desiertos
vivos a mis padres muertos
creáis y os aflija ver.

»Por mí y por ellos orad,
y haced que se les enfoye;
que si Dios a vos no os oye
no me hará a mí más bondad.

»Teñidas siempre las manos
tengo de sangre hasta el codo:
y harto haré si encuentro modo
de que no corra entre hermanos.

»En la iglesia vivareña
haced mis muertos guardar,
que yo les iré a enterrar
en San Pedro de Cárdena;

»y a Burgos os podéis ir,
donde en casa grande y fuerte,
podéis sin ver a la muerte
sin mí y mis padres vivir.

»Y adiós, mi santa mujer,
todo mi poder os doy;
no me preguntéis desde hoy
qué es lo que debéis hacer.

»Con mis padres al morir
tomado habéis mi lugar:
dejar os debo en mi hogar
como señora vivir.

»Para ir a la eternidad
me les tuvisteis en brazos:
hoy de nuestro amor los lazos
aprieta esa soledad.

»Ya no tengo más que a vos,
mas renacéis en mis hijos;
tened, pues, los ojos fijos
en los hijos de los dos;

»y no miréis hacia atrás
que el pasado que os labre
tela de pesares fué
tupida y negra de más.

»Con nueva aflicción prolija
no os hagáis doble su carga,
y con una leche amarga
no envenenéis a mi hija.

»Juzgad por esto que os digo
cual está mi alma de pena:
y a Dios que os guarde, Jimena,
por bien de vuestro Rodrigo.»

Con esta carta delante,
que con amargo deleite
repasa, a través mirándola
de las lágrimas que vierte,
estaba el buen Cid pasando
esos momentos solemnes
del primer día del duelo
de quien a sus padres pierde.
En aquella primer hora
de orfandad, en que el más fuerte
al verse en la tierra huérfano
los pies sin tierra se siente;
y aunque sea poderoso,
rico, y joven, le parece
que no hay nada ya en la tierra
que a la vida le sujete.

Todo es menos que los padres
para el que a los suyos quiere
como buen hijo, y el mundo
vacío ve cuando mueren.
No importa saber que son
mortales, ver que envejecen
y que van con cada paso
acercándose a la muerte:
siempre como inesperado
su fin mortal nos sorprende,
y nos quedamos sin ellos
como sin sombra ni albergue;
y el buen Cid Rodrigo Díaz
que sabe que no los tiene
en la soledad les llora,
insomne e indiferente
para el mundo, que vacío
ve ya de ellos, y no puede
ofrecerle nada tal
que tal pérdida compense.

Mas ¡ay de un afortunado
si se le cambia la suerte:
cual le llovieron las dichas
las desventuras le llueven!


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