La leyenda del Cid: 46

La leyenda del Cid

Jimena es buena cristiana,
como en la centuria oncena
pudo ser cristiana y buena
una mujer castellana;

porque en su modo de ser,
ninguno puede evitar
ser del tiempo y del lugar
en que le cupo nacer.

Y en ningún tiempo y nación
jamás el pueblo ha sabido
separar lo que han fundido
la fe y la superstición.

Y es tan fácil de explicar,
tan claro de comprender
esto, que no es menester
más que ponerse a pensar.

El hombre, que nada sabe
de lo que antes ni después
de la vida fue ni es,
cree cuanto en mente le cabe.

De todas las religiones
que el mundo antiguo inventó
el tiempo nuestro heredó
las locas supersticiones:

y Cristo que la verdad
revelándonos moría,
no ha logrado todavía
disipar tal ceguedad;

pues su santa religión,
única luz verdadera,
no deja brillar entera
la ciega superstición.

¡Cuidado, que no pretendo
en estos pobres renglones
tocar profundas cuestiones
que ni me tocan ni entiendo!

sino apuntar hechos reales,
dar observaciones hechas
desde años de largas fechas
hasta los tiempos actuales.

Decir claro y sin rodeo
como una cuestión de casa,
lo que en este mundo pasa
porque lo he visto y lo veo.

Se dice que el diablo sabe
más por viejo que por diablo;
y yo como viejo hablo
de lo que vi y en mí cabe;

y sin mucho pretender,
tras medio siglo que ando
el mundo viendo y mirando,
algo he debido de ver.

Y que existen aún he visto
en las más cultas naciones,
mil sandias supersticiones
en contradicción con Cristo.

Y no hay corte ni lugar
que no tenga suya propia
de supersticiones copia,
que restan por extirpar.

No hay pueblo que el Cristianismo
profese, cuya razón
no ofusque del paganismo
alguna superstición.

Roma, sol de las naciones,
centro del mundo cristiano,
es el pueblo más pagano
y de más supersticiones.

La quiromancia, los sueños,
los agüeros, los hechizos,
conjuros y bebedizos,
de su razón aún son dueños.

Mas de la gente romana
no hablemos; porque la estoy
estudiando y de ella voy
a hacer un libro mañana.

Volviendo al mundo que vi;
de viles supersticiones
presa, a todas las naciones
he visto que recorrí.

Y no intentemos cuitados
engañarnos con utopias:
las tienen muchas y propias
los hombres más ilustrados.

Y tú, lector, a tu vez
tienes en tu corazón
cualquier ruin superstición,
crees cualquier estupidez.

De niños nuestra nodriza
nos las inculca, y son luego
como residuos de un fuego
conservado entre ceniza.

Quién teme la oscuridad,
quién al martes, quién a un mosco…,
del sabio al labriego tosco
caen en tal vulgaridad;

y de la superstición
aunque el tejido es tan burdo,
no crea ningún absurdo
de que alguien no haga adopción.

Y es que el hombre que no sabe
lo que ni antes ni después
de la vida fué, ni es,
cree cuanto en mente le cabe;

y el sencillo cristianismo
tropieza en la muchedumbre
popular, con la costumbre
y el error del paganismo.

Y aquí brota la cuestión
que yo no quiero tocar,
porque ni éste es su lugar
ni está en mi jurisdicción.

¿Por qué en siglos diez y nueve
la superstición pagana
anubla la luz cristiana,
y quién extirparla debe?

¿Por qué está en Roma, más cerca
de la luz del Vaticano,
en el pueblo más pagano
la superstición más terca?

Cuestiones por resolver,
que otros siglos zanjarán,
y que me traen sin afán,
porque yo no lo he de ver.

Sólo una cosa me resta
a la cuestión que añadir,
por si es que la quiere asir
por ella un sabio: y es ésta.

¿Y nuestra edad… que se cree
despreocupada y culta
y a sonámbulos consulta
y a charlatanes da fe?

Es cosa que hace reír
mirar el mundo por dentro:
yo me río cuando encuentro
sus sabios del porvenir.

Lo que siento es no poder
vivir todas sus edades
para ver las necedades
en que tiene aún que creer.

............................

Jimena, pues, que es cristiana
como en la centuria oncena
pudo ser cristiana buena
una mujer castellana,

tiene una superstición
que Bibiana la fomenta,
y que en secreto atormenta
su cristiano corazón.

Bibiana dió en el desliz
de temer, supersticiosa,
que haya una ley misteriosa
que deba hacerla infeliz,

y a cada angustia o revés
de aquella vida agitada,
la dice desesperada:
¿Lo ves, Jimena, lo ves?

Superstición popular
que el sino del paganismo
y el musulmán fatalismo
vinieron a inocular.

En la cristiana creencia
de la divina venganza,
Bibiana a explicar no alcanza
por qué lo cree su conciencia.

Mas como tenaz mosquito
que al oído a zumbar viene,
al de Jimena sostiene
su son tenaz e infinito.

Jimena también lo cree:
pero esta superstición
la alberga su corazón
basada en su propia fe.

Mató a su padre Rodrigo:
y aunque diz que bien matóle,
le mató: y Dios en su prole
al matador da castigo.

El a su padre mató
y ella se casó con él :
¿tomará venganza cruel
Dios del hijo que engendró?

Mas ya, el matrimonio hecho,
ella que a Rodrigo adora,
el temor que la avizora
sepultar debe en su pecho:

pues no es justo ir a turbar
la paz de su corazón
de ruin preocupación
por la pavura vulgar;

ni debe hacerla nacer
en aquella alma serena
que creyó una acción muy buena
tal muerte y tal boda hacer.

Sólo una palabra más:
ella, en su fe sin malicia,
de Dios la eterna justicia
juzga con juicio quizás:

porque ella tiene entendido
que el Evangelio relata
que Dios castiga a quien mata;
¡y a quién mató su marido!

La ley del tiempo que alcanza
boda y muerte justifica:
pero remisión no implica
de la divina venganza.

Y a su hijo Diego en la cuna
no hay vez que coloque o meza
que no diga con tristeza:
¡Ay! ¿cuál será tu fortuna?

Y esta tristeza interior
que no debe revelar,
la hace vivir en su hogar
presa de oculto dolor.

Pagana superstición
o santo temor cristiano,
roe, escondido gusano,
de Jimena el corazón.

Ruy Díaz, hombre que vive
lidiando y poco en su casa,
del duelo que la traspasa
el alma no se apercibe.

Él supone que en su hogar
mujer que al marido quiere,
siempre en temor de si muere,
nunca alegre puede estar.

Y mira a su hijo en la cuna
esperando sin tristeza
que cual le dió la nobleza
le dará Dios la fortuna.

Pero Jimena, Bibiana,
doña Teresa y don Diego,
son gente del vulgo lego,
mas de buena fe cristiana;

y habiendo llegado a oír
lo de Ruy Díaz y el Papa
lo que a nadie se le escapa
no osa ninguno decir.

Y es: que si él ha amenazado
al Papa y le excomulgó,
bien a su patria sirvió,
pero ¿estará excomulgado?

Y a pesar del heroísmo
con que el Cid por Cristo lidia,
con buena fe o con perfidia
pensaban muchos lo mismo.

Y esto, que hoy mismo materia
de inquietud fuera y de duda,
en aquella época ruda
era una cuestión muy seria.

Fe viva o miedo pueril
escondido en la conciencia,
y de triple procedencia
cristiana, mora y gentil,

es una neblina densa
que anubla el tranquilo hogar
de la casa de Vivar,
cada día más intensa:

y obliga a sus habitantes
si no a vivir desdichados,
sombríos y ensimismados
y sin la franqueza de antes.

Es decir que en una casa
do no pasa mal alguno,
comienza a ser importuno
vivir, porque nada pasa.

Y es tan fácil de explicar,
tan claro de comprender
ésto, que no es menester
más que en ello meditar.

Secreto que todos callan
y que, fe o superstición,
todos en su corazón
guardan y con él batallan,

es, cuando a bandos se afilia
políticos, la creencia,
gusano de la conciencia
y acíbar de la familia.

Pero en su modo de ser
nadie ha podido evitar
ser del tiempo y del lugar
en que le cupo nacer;

y allá en la centuria oncena,
la familia más cristiana
sin ser esclava romana
no cree ser cristiana buena.

Y si el Cid, más avanzado
que su edad o más amante
de su patria, fué delante
de su edad, lo hubo a pecado.

Tal era la situación;
y si explicarla en lo escrito
no he conseguido, remito
al tiempo la explicación.


Introducción: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI; Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII VIII; Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII; Capítulo V: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VIII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo IX: I - II - III - IV - V; Capítulo X: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII; Capítulo XI: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XII: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XIII: I - II - III - IV; Capítulo XIV: I - II - III - IV; Capítulo XV: I - II - III - IV;