La leyenda del Cid: 117

La leyenda del Cid

Eran los almorávides
gente brava: y estrelládose
había contra el Cid solo
su valor doquier triunfante.
Por eso, sólo abatidos
por el Cid sus estandartes,
contra el Cid solo en Valencia
revolvían más tenaces.
Tres veces huyó ante el Cid
Búcar: mas no era cobarde,
y tomar juró a Valencia
o en Valencia sepultarse.
Y esta vez con los de Murcia
y Algeciras coligándose,
bogaba trayendo al flanco
los murcianos almogávares.
De noche arribó a las costas,
de noche hizo el desembarque:
y al presentarse él por tierra
bloqueó el puerto con sus naves:
y esta vez por tierra y mar
se ve bien que Búcar trae
otra táctica en sus huestes
y en su cerebro otros planes.
Esta vez se ha prevenido
con tratos secretos antes
de hacerse a la mar, y cuenta
con secretos auxiliares.
Esta vez no se presenta
con uno de esos ataques
tumultuosos, con que traban
todas sus lides los árabes;
los cristianos no han podido
ni desordenar sus haces
en dos salidas inútiles,
ni impedirle que acampase:
y Búcar, o esperando algo
que ha menester, o arrogante
a que salga provocando
al Cid, que ve que no sale,
a asegurar se limita
su campamento delante
de Valencia, escaramuzas
a provocar limitándose.
Cristianos y árabes guardan
campo y ciudad vigilantes;
y escaramuzan, los unos
a los otros observándose.
El Cid entre tanto presa
de la calentura yace,
sin saber qué es de sí mismo
y sin que de él sepa nadie.
Prudente y no sin recelo
de algo, en Valencia, Alvar Fáñez
cuida bien de que el secreto
de su enfermedad se guarde;
porque al temer por su vida
o de menos al echarle,
ni se envalentone Búcar,
ni los cristianos desmayen.
Teme Alvar de los faquíes
que, como a husmear alcancen
la falta del Cid, con Búcar
se entiendan o la plebe alcen:
y Búcar, no viendo al Cid,
o recela que le trame
alguno de sus ardides
al asalto provocándole,
y espera que se descubra,
o aguarda para asaltarle
alero de él sólo sabido
con que ventaja le saque.
Bermudo y Gustios las órdenes
de Alvar llevan y le traen
las noticias, manteniéndose
en vigilancia incesante;
para que si el mal del Cid
entra en crisis favorable,
y la ciencia lo domina
y quiere Dios que se salve,
la traición no se urda dentro;
y haya cuando se levante
que pelear dentro y fuera
con moros y mudejares.

Así han pasado tres días;
y a pesar de los calmantes
y las pócimas, el Cid
de su letargo no sale.
A veces con los delirios
de la fiebre que le abate
parece en lucha, y profiere
mil incoherentes frases.
A veces con torpe esfuerzo
los ojos y brazos abre,
como si fantasmas viese
o visiones abrazase;
y a lo que se le comprende
delira con santos y ángeles,
con San Miguel y Santiago,
y los suyos tutelares
San Pedro y la Santa Virgen;
a cuyas sombras o imágenes
se recomienda o escucha,
como si le contestasen.
Los médicos se desvelan
con inútiles afanes,
la fiebre que le devora
sin atinar cómo atajen:
y temen ya al mismo tiempo
que libre de sí al dejarle,
tan débil su cuerpo deje
que al extinguirse le mate.
¡Miserable ciencia humana,
vida humana miserable,
que cuando son más precisas
son más vanas y más frágiles!

La noche del cuarto día
cambió el buen Cid de semblante,
y entró en un calor, un sueño
y una calma naturales.
Volvió al alma de Jimena
y a los pocos familiares
y médicos que le velan
la esperanza; y despertándose
el Cid al amanecer,
ya de fiebre sin señales,
sonrió a su buena esposa
y dijo a los circunstantes:
«Mi fin se acerca: la muerte
ha llamado a mis umbrales
y Dios me llama a su juicio:
a Alvar aprisa llamadme,
y mientras le doy mis últimas
instrucciones terrenales,
que el Sacramento y los óleos
el obispo me prepare.»
Echóse a llorar Jimena
oyendo palabras tales,
y se alzó Alvar que velaba
del Cid muy poco distante:
y hecho a obedecer sus órdenes
sin dudar ni replicarle,
ordenó lo que mandaba
el Cid que se aderezase.

Oyendo éste los sollozos
de Jimena, en aquel trance
incapaz de sofocarlos,
la dijo hacia ella tornándose:

«No llores, Jimena mía:
cuando mi cuerpo te falte
contigo estará mi espíritu:
las almas son inmortales;
y estando unidas las nuestras
de Dios ante los altares,
Dios las mantendrá ligadas
aunque los cuerpos separe.»

Mientras Jimena, escondiendo
la faz en los cabezales
del Cid, lloraba de hinojos
el mayor de sus pesares,
el obispo don Jerónimo
llegó con sus capellanes
y el Cid se incorporó un poco,
Alvar su primo ayudándole.
Con faz serena y voz flaca,
porque iba debilitándose
lentamente, dijo a todos
y especialmente a Alvar Fáñez:
«Oíd mi voluntad última
y cuidad de que se acate.
Mi alma es de Dios y a Dios vuelve:
de las villas y lugares
que conquisté de los moros
al Rey entregad las llaves;
que yo por suyas las tuve
sin pensar en rebelarme.
Decídselo así: no quiero
que ni hoy ni en lo de adelante,
mi lealtad de la duda
ni con la sombra se manche.
Los bienes por mí heredados,
los que adquirí por rescates
de los vencidos, los que hube
por dádivas personales
del Rey Persa y de otros Reyes
y xeques cristianos y árabes,
y el tesoro que he juntado
para mantener mis haces,
son míos, y se los lego
a Jimena: si quitárseles
intenta alguno, valedla
contra quien a tal osare.
Mis hijas son hoy infantas
y ricas: por mí su madre
las bendiga, y de mis algos
parte las dé, si la place.
Mi cuerpo debe en San Pedro
de Cárdeña sepultarse,
en donde están enterrados
mi hijo don Diego y mis padres.»

Aquí se interrumpió el Cid
fatigado unos instantes
para alentar, y siguió
después de reanimarse:
«He soñado que habían vuelto
los moros; tal vez me engañe;
mas si no he soñado, de ello
Dios se ha servido avisarme.
Si Búcar sitia a Valencia,
sin mí no ha de sustentarse
por Castilla: y yo no quiero
que Búcar, muerto, me ultraje.
Después que muera y mi cuerpo
con cuidado se embalsame,
colocad en mi armadura
y a caballo mi cadáver:
y antes de alborear el día,
a la cabeza llevándome,
salgan de Valencia todos
los que no quieran quedarse
aquí, con cirios y antorchas
los salmos penitenciales
por mí cantando, y de Burgos
echen camino adelante.
Mi hueste partida en tres,
una a los que partan guarde,
y otras dos en las tinieblas
de Búcar el campo asalten.
Que yo amedrente a los moros,
o que los rompa Alvar Fáñez,
para sacaros a salvo
aun muerto seré bastante.»

Esto dicho, y el esfuerzo
con que habló debilitándole,
sobre el pecho la cabeza
dejó caer desmayándose;
pero la separación
de su espíritu y su carne
se efectuó en lenta agonía,
como lid de dos titanes.
En sí volvió y confesóse
y comulgó: y a animarse
tornó y a rendirse; y próximo
viendo su fin, oleáronle.
Lloraban todos; y oíanse
los esfuerzos desiguales
y postrimeros que hacía
su estertor agonizante.
De repente, cual si toda
su vitalidad cobrase,
se reanimó, y en el lecho
por si solo incorporándose,
dijo: "Acércate Jimena,
que te bendiga y te abrace.»
Jimena deshecha en lágrimas
fué ante su esposo a postrarse;
y al poner en su cabeza
sus dos manos vacilantes,
todos para recibir
su bendición prosternáronse.
«Dios te bendiga conmigo»
dijo el Cid: y en inefable
exaltación y a un influjo
celestial trasfigurándose,
cual respondiendo a un espíritu
que invisible le llamase,
dijo con su último aliento:
«¡Allá voy!» y cayó exánime.


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