La leyenda del Cid: 113

La leyenda del Cid

Los de Carrión entre tanto
no se dormían: el monstruo
que fraguó su crimen, díjoles
de hacerlo justicia el modo.

El conde Don Suer González,
riquísimo y poderoso
barón, viudo de la infanta
doña Elvira la de Toro,
de doña Urraca privado
y el más tenaz y más hosco
enemigo del Cid, era
tío de los condes mozos.
A él se fueron, y con él
entrando el ayo en coloquio
vuelta completa y distinta
faz dió a su hecho alevoso.
Dijo que el Cid por quitarles
sus hijas con sus tesoros
y sus regalos de bodas,
a que asintió temeroso
del Rey, les dejó en la lid
a la merced de los moros,
el valor con qué salváronse
atribuyéndose Ordoño.
Que viendo que por su brío
de la lid salían horros,
les echó un león doméstico
para el Cid y algunos pocos
de los suyos; mas que a ellos
iba a arrojarse furioso,
y que a no huir, desarmados,
hubiérales hecho trozos;
y, en fin, que el Cid, no pudiendo
matarles bien y de modo
que accidental pareciese,
puso taimado ante todos
en deshonor y en ridículo
a sus yernos, y llevólos
con arte infernal a verse
sumidos en tal oprobio.
Befados, escarnecidos,
deshonrados, encerrólos
durante el sitio en sus cámaras
para impedir que animosos
desmintieran sus calumnias
con hechos bravos y heroicos,
partido haciéndose acaso
contra el Cid, de ellos celoso.
Que corridos y afrentados
les hizo salir con dolo
de la ciudad por la noche
temiendo algún alboroto:
y entonces ellos, de la ira
y la vergüenza en el colmo,
se vengaron en sus hijas
en el robledal de Tormos.

Con esta infernal destreza
dió vuelta el ayo al negocio
tan favorable a los condes,
que el juicio contradictorio
pudiera bien sostenerse
contra el Cid, cuando a los ojos
del Rey y de jueces fuera
el someterle forzoso.
Don Suero, en su enquina antigua
contra el Cid, con alborozo
viendo la causa así vuelta
contra él, se la echó a hombros.
Juntó partido, hizo bando,
armó escándalo mañoso
y alzóse en pro de los condes
y contra el Cid amparólos.
Bajo esta faz colocado
el hecho atroz de los mozos
por la malicia diabólica
de su instigador incógnito,
estando en Toledo cortes
celebrando, con asombro
la carta y queja del Cid
recibió el Rey don Alfonso;
y, padrino de sus hijas,
tomó el Rey a grande enojo,
el mal hecho de los Condes
como afrenta hecha a sí propio.
Comunicóla a las cortes;
mas ya la intriga y el oro
en ellas habían creado
parte y bando por los otros.
Don Suero con grande audacia
acusó al Cid de orgulloso,
que dándose aires de Rey
había pretendido loco
ser más que el Rey en Castilla,
intentando por el cobro
de la dote asesinar
de sus hijas a los novios.
Que siendo él un vil labriego
de Vivar, y de los Godos
Reyes descendientes ellos,
le había sido ventajoso,
pues su villanía honraba,
tan desigual matrimonio.
Que había obrado con sus yernos
como hombre facineroso
y felón, a ir invitándoles
a su casa, y en su propio
hogar tratándoles luego
tan mal y tan sin decoro,
que hasta hizo que de inmundicia
les enlodasen el rostro,
para decir que se echaron
en sitio inmundo medrosos;
y que cuando ellos con brío
se salvaron de aquel ogro,
en sus hijas se vengaron
con mucha razón en Tormos.
Que él acusaba por ellos
al Cid de vil y alevoso,
y que estaba a apadrinar
a sus dos sobrinos pronto.

Al oír tales denuestos
contra el héroe más famoso
por su lealtad e hidalguía
de todo el mundo católico,
los más nobles castellanos
echaron mano a los pomos
de sus espadas, en liza
convirtiendo el consistorio.
Los de Don Suero llegaron
hasta sacar de los forros
las suyas delante al Rey;
quien de ira y vergüenza rojo
por su dignidad ajada,
puesto de pie ante su solio
su cetro y sus reyes de armas
metió en aquel pandemónium.

Apaciguóse el tumulto:
avergonzáronse todos;
pidieron al Rey excusa,
tornó el congreso al reposo
y el Rey dijo: «El Cid me anuncia
que llegará aquí muy pronto
y hasta oírle yo, de parte
del Cid ausente me pongo,
porque no creo, ni pienso
que ninguno de vosotros
creerá, que tal caballero
dé en tan gran facineroso.

«Gracias, Señor, dijo entrando
el Cid descubierto y solo;
tras treinta años de ser lo uno
no puedo en un mes ser lo otro.
Escrita os envié mi queja
y estoy mi demanda pronto
a entablar contra mis yernos:
sed vos juez entre nosotros.»

Mandó el Rey al Cid Ruy Díaz
poner al pie de su trono
un escabel, y sentarse
de infante con el decoro.
Nombró en seguida seis próceres,
tribunal de jueces probos
que el pleito del Cid juzgasen:
presidirle hizo a propósito
a Don Ramón de Borgoña
yerno suyo, que en el código
del honor era tenido
por el profesor más docto;
y abrióse en cortes el juicio
presente el Rey don Alfonso,
y ante él acusó a los condes
el Cid de palabras sobrio.
Limitóse a repetir
lo escrito al Rey; afirmólo
con juramento y pidió
el combate y el divorcio.
Don Suero, y sirviendo a éste
de mentor el ayo torvo
de los condes, defendióles
en un discurso capcioso
tornando el hecho en pro suya.
El borgoñón, diestro y lógico,
fué en pro del Cid deshaciendo
su inverosímil embrollo.
Discutiéronlo en secreto
los seis jueces, y en apoyo
del Cid hallando las pruebas
sentenciaron a los mozos:
a devolver a Ruy Díaz,
como él demandaba, todo
el dote de sus dos hijas,
sus dos espadas, el oro,
plata y joyas del Rey Persa,
que era un haber muy valioso,
y los caballos y arneses
y por último el divorcio;
debiendo además quedar
por infames y alevosos
si al juicio de Dios no osaban
apelar y a salir horros.

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Don Suero y los del partido
de los de Carrión con él
dijeron que el Cid mostraba
avaricia y mala fe.
Que demandando el divorcio
y el dote, mostraba bien
que lo que el Rey había hecho
intentaba él deshacer;
lo que de hombre tan avaro,
que había obrado con doblez,
y que mentía perjuro,
se podía suponer.

El Cid, sintiéndose herido
con armas de tan ruin ley,
dijo, ante el Rey y sus cortes
poniéndose altivo en pie:

«Yo ni he mentido jamás;
ni hoy ni nunca mentiré:
cuando yo digo ésto es esto,
éso y no más es lo que es.
En una contienda de honra
entre hidalgos de mi prez
y hombres que azotan a hembras,
no eran jueces menester.
Quién soy yo y quién son los condes
saben todos y yo sé:
si pido que mis espadas
y mis alhajas me den,
no las pido por miseria
ni por sórdido interés:
las pido porque en sus cintos
sin honra aquéllas no estén:
y éstas, porque yo con ellas
sólo a mis hijas doté;
y pues de ellas se divorcian
derecho no han a su haber.

Que han azotado a mis hijas
es tan cierto, que en su piel
de los sangrientos azotes
olas cicatrices se ven;
por eso pido el combate,
sangre suya para ver;
que es justo que la justicia
sangre por sangre me dé.
¡Si no!…, yo jamás al campo
me he de echar contra mi Rey:
mas soy el Cid y a Vivar
sobre Carrion echaré.»

Dijo el Cid, y como un hombre
resuelto con su deber
a cumplir, volvió a sentarse
con reposo en su escabel.
El Rey dió por bueno el fallo
y a los dos condes un mes
para entrar en lid cerrada
con el Cid, siendo él el juez.
Don Suero y los de su bando
al Cid por escarnecer
de imponerle condiciones
tuvieron la avilantez.
Don Suero dijo que él iba
padrino en la lid a ser
y que no terciaba en ella
por no hacerla de uno a tres:
mas que del Cid rechazaba
la entrada en ella, porqué
los condes son dos y mozos
y el Cid uno y viejo es.
Todos los nobles de seso
se volvieron contra él
ante injuria tan excéntrica,
inútil y descortés.
Y el Cid dijo sonriendo
con soberano desdén:

«Lo que vos y vuestros condes
rechazáis no es mi vejez,
sino la liza conmigo
por miedo que me tenéis.
Mas podéis tranquilizaros
vos y ellos; porque a mi vez
rechazo yo campeones
que no están a mi nivel.
Mis dos espadas por mí
en buenas manos pondré,
y entrad en lid los tres juntos
contra mis dos, y veréis
que mis dos campeones bastan
y sobran para los tres.
— Han de ser nobles de raza,
dijo don Suero. — ¡Pardiez!
repuso el Cid, no descienden
de los godos: mas si hacer
no pueden por su abolengo
con los de Carrión papel,
entrarán por ser sobrinos
míos y de mi mujer.
No han azotado a ninguna,
mas porque a la par estén,
yo que azoten a los vuestros
a los míos mandaré.»

Se echó a reír la asamblea,
sin poderse contener;
y despidiendo a sus próceres,
dijo al Cid riendo el Rey:

«Cosas tenedes, buen Cid,
que harán de vos hablar bien
por más siglos que años diz
que vivió Matusalén.»

Y asiéndose de su brazo
con familiar sencillez,
se entró con él en su alcázar
convidándole a comer.


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