La leyenda del Cid: 52

La leyenda del Cid

Una mañana de mayo
fecundo mes del amor,
vestido el suelo de verde
y el firmamento de sol,
entraba en guisa de triunfo
el rey don Sancho en León,
con todos sus ricos-homes
y toda su hueste en pos.
León, mientras se acercaba,
en resistirle pensó:
mas al saber cómo viene
lo reflexionó mejor.
Del concejo y del cabildo
en la doble reunión.
hubo muy bravos discursos
y muchos bravos de voz:
y, muy brava en pareceres,
fué muy brava discusión:
pero al fin a recibirle
salir se determinó,
puesto que el Rey es muy bravo
y de genio muy feroz,
y don Alonso el vencido,
y don Sancho el vencedor.
Así en todo tiempo y tierra
las cosas del mundo son:
el vencido pierde y paga,
y ¡salud al triunfador!
Con qué cabildo y concejo
con brava resignación
convocaron a los nobles:
la plebe se les juntó,
y haciendo como que hacían
por salir de mal humor,
y a mal tiempo buena cara,
y de tripas corazón,
a don Sancho a ofrecer fueron
en el postigo exterior
las llaves de la ciudad,
que don Alfonso perdió.

Llegó don Sancho al postigo:
y una elocuente oración
le hizo el obispo en latín,
que fué cosa que asombró.
Rayó en el latín tan alto
que ni el mismo Cicerón;
el pueblo le escuchó absorto
y el Rey se le sonrió:
ganóse todas las almas
con su latino sermón:
y aunque se supo después
que nadie se le entendió,
porque nadie más que él era
del latín conocedor,
como era de oficio nadie
a torcer su brazo dió;
y como el Rey, le escucharon
todos con grande atención.
Pero hubo quien dijo luego
que el Rey de él se fastidió,
porque cuando su papel
concluyendo el orador
las llaves dio al Rey, tomólas,
colgóselas del arzón,
y dando al caballo espuela
en la ciudad se metió.
Tras él se metió hasta el último
castellano triunfador,
y detrás tornó el cabildo
a ordenar su procesión.
Engalanadas las casas
con más o menos primor,
no había un puesto vacío
en ventana ni en balcón.
De algunos tiraban flores,
de pocos trigo u arroz;
de muchos al Rey miraban
con inerte admiración:
pero ninguno cerrado
disgusto significó,
ni se señaló ninguno
con hostil demostración.

Cuestión resuelta: la fuerza
es el derecho mejor:
donde le llevan va el pueblo
y aplaude el contra y el pro:
el vencido pierde y paga;
y ¡salud al vencedor!
y así entró un día de mayo
el Rey don Sancho en León.

Avanzando hacia palacio
va por la calle mayor,
y en la plaza para verle
se apiña la población.
Mozo, bello, audaz, gallardo,
y gentil cabalgador,
muy bien don Sancho parece
sobre su inquieto bridón.
La juventud, la hermosura,
la osadía y el valor,
jamás parecieron mal
en ningún pueblo español.
La nobleza burgalesa
le forma guardia de honor
y un fuerte golpe de lanzas
le sigue por precaución.
Don Alonso, en una mula,
el gabán sin ceñidor,
el mortero sin penacho,
sin espada el cinturón,
marcha ante el Cid cabizbajo
llevando en torno y en pos
dos cientos de ricos-homes
presos con él en Carrión.
Bajo palabra, a merced
van del Cid que les prendió:
desarmados, pero sueltos;
vencidos, mas sin baldón.
Rescate le han ofrecido,
mas les dijo el Campeador
que él no imponía a cristianos
rescate ni humillación.
Muchos de los que el infante
consigo a Carrión llevó,
escapados por milagro
de las sombras a favor,
la entrada triunfal presencian
del Rey don Sancho en León,
sin mostrar odio a Castilla
por escarmiento y temor.

Muchos…, muchas, sobre todo,
ven pasar con compasión
a su joven Rey cautivo
y ruegan por él a Dios.
Mas ya es juego sin desquite;
ni cariño, ni rencor
pueden ya de hombres ni de hembras
poner el brío en acción.
Ellas lloran y ellos callan:
del árbol que se cayó
la caída de las hojas
comienza antes de estación.

Subió don Sancho al palacio
que preparado encontró:
y cuando de ricos-homes
vió todo lleno el salón,
con corona en la cabeza
bajo dosel se sentó;
y ante él trayendo a su hermano
le dijo con firme voz:
— No hay más que un reino en Castilla:
renuncia tú al de León.
Don Alfonso de pie y pálido,
pero firme, contestó:
— Hizóme Rey nuestro padre.
León es reino: Rey soy.
— Lo que nuestro padre hizo
lo quiero deshacer yo:
renuncia, dijo don Sancho,
o vivirás en prisión.
— Moriré en ella, si quieres,
don Alonso replicó:
y don Sancho, llameándole
las pupilas de furor,
dijo, dando un puñetazo
en el brazal del sillón:
— Y morirás, aunque digan
que en ella te maté yo.
A cuyo tremendo anuncio
los ánimos embargó
el silencio del asombro:
y en muda estupefacción
quedó la asamblea helada
con el frío del terror.

El Rey miraba a su hermano
rojo de ira: sin color
por el miedo, don Alfonso
como quien ve a un escorpión
le miraba a él… vacilando
en tartamudear un no.
que iba a provocar Dios sabe
qué desastre entre los dos.
Mas este instante insufrible
de angustiosa expectación,
un rey de armas, presentándose
de repente, interrumpió.
«¡Su señoría la infanta
doña Urraca!» — en alta voz
dijo. — Y sin venia, tras él,
la infanta en la sala entró.
Y su extraña, inesperada,
repentina aparición
pareció, por lo oportuna,
obra del diablo o de Dios.
Tiróse el Rey sorprendido
hacia atrás en su sillón:
vió don Alfonso a su hermana
como a un ángel salvador:
y como un hombre asfixiado
a quien abren un balcón
del cuarto en donde se ahoga,
la asamblea respiró.

La infanta, mujer no hermosa,
mas de regia distinción
de modales; alta, pálida;
con dos cejas de espesor
notable, bajo las cuales
sus dos pupilas de halcón
cuanto ven abarcan rápidas
de una mirada veloz,
es la imagen de su madre
doña Sancha, en el vigor
de la edad, con más firmeza,
más vida y más decisión.
Por eso, cuando de pronto
en la sala pareció,
de su madre doña Sancha
pareció la evocación.
Hasta el trono de don Sancho
con majestad avanzó,
haciendo a todas las frentes
inclinarse en su redor,
e hizo ademán de postrarse;
don Sancho se lo impidió,
sorprendido, fascinado…
dominado, en conclusión,
por la vista y el aplomo
de aquella hermana mayor,
que parece de su madre
viva representación.
El Rey un poco cortado
ante aquel fascinador
recuerdo de doña Sancha,
silla a su par la ofreció;
mas ella en pie, con acento
cuyo timbre e inflexión
son ecos del de su madre,
de esta manera le habló:

«Apenas supe que a Alfonso
habláis preso en Carrión,
en nombre de nuestra madre
corrí a echarme entre los dos.
Yo os cuné a entrambos: y hermana
y madre al par, puedo y voy
a daros paz, como tengo
derecho y obligación.
Cuando nuestro noble padre
al espirar dividió
en tres reinos a Castilla,
cometió de hombre un error.
Castilla debe ser grande,
de solo un Rey: sedlo vos.
Alfonso os cede su trono:
sí: y entrará en religión.
El interés de la patria
es al nuestro superior:
no debe haber más que un Rey,
un Dios, un Papa y un sol.
Motilado, encogullado,
enclaustrado y sin acción
para reinar, ya causaros
no debe Alfonso temor.
Dádmele, convenceréle,
y hará en Sahagún profesión ;
nuestro padre le hizo Rey;
pero no estaba de Dios.»

Y decía esto la infanta
mirando tan avizor
a Alfonso, que parecía
conjuro o fascinación.
Tembló don Alfonso oyéndola;
la asamblea se asombró;
don Sancho absorto mirábala,
y el general estupor
aprovechando la infanta
del seno un rollo sacó;
y ante el Rey desenvolviéndole
siguió diciendo: «Señor,
escrita vuestra palabra
tengo: «en cualquier ocasión
que una gracia o una vida
me pidieres, te la doy.»

» Infanzones de Castilla,
caballeros de León,
a su palabra ninguno
de nuestra raza faltó.
Yo tengo aquí la palabra
de don Sancho, y le pido hoy
la vida de don Alfonso
contra el reino que heredó;
sino… ¡en nombre de mi madre…!
«¡Basta, hermana, vive Dios!»
exclamó don Sancho alzándose
con gran precipitación.

»Libre está Alfonso; el convento
que elija guardaré yo.»
— ¿Hasta cuándo? dijo Urraca.
— Hasta que haga profesión,
respondió el Rey. Doña Urraca
a don Alfonso cogió
las manos, y sacudiéndole
de mando y consejo en son,
le dijo: «¿Lo oyes, Alfonso?
nuestro padre se engañó:
da tierra a Sancho, y profesa;
que así te ayudará Dios.»
Don Alfonso, o convencido
o fascinado, cayó
de hinojos, dando en silencio
consenso a su abdicación.
Doña Urraca adelantándose
a todos se dirigió
diciéndoles: «Caballeros,
yo me fío en vuestro honor:
llevad a Sahagún a Alfonso,
y si hay alguno a quien yo
merezca algo…, vine sola,
y voy mal si sola voy.»

El conde don Per Anzules
a la infanta respondió:
«A ser libre, yo tomara
el serviros a favor.»

«Don Pero, le dijo el Cid,
nadie os tiene aquí en prisión:
yo os prendí, mas si os da venia
el Rey…, a la paz de Dios.»

Hizo el Rey con la cabeza
una señal de adhesión,
y doña Urraca a él volviéndose
así de él se despidió:

«Gracias, señor; nuestro padre
partió a Castilla, y fué error:
no debe de haber en ella
más que un reino: reinad vos.
No os hablo de mi Zamora:
cuando la queráis, señor,
id; que seréis recibido
en ella como quien sois.»

Frunció el Cid el entrecejo:
doña Urraca del salón
se fué sin venia; y el Rey
meditabundo quedó.



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