La leyenda del Cid: 23

La leyenda del Cid

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IX editar

A la mañana siguiente,
cuando el sol con resplandores
trémulos, doraba apenas
del palacio los balcones,
ya esperaban en su patio
monteros y cazadores
con los perros en traíllas
y en sus perchas los halcones.

Relinchaban los caballos
amarrados a los postes;
atarazaban los perros
inquietos los correones
de sus collares; chillaban
ciegos bajo el capirote
que les encaperuzaba
los neblís y los azores.

Los podencos de don Sancho
y los galgos retozones
de la infanta doña Urraca,
estando en el amplio goce
de la regia inmunidad
de sus dueños, sus blasones
ostentando en las mantillas,
introducen el desorden
entre personas y bestias;
sin que mal hacerles ose
nadie y de sus estropicios
sin que ninguno se enoje;
porque la gente adherida
a los reyes en las cortes,
adulan hasta a las bestias
por placer a sus señores.
Iban y venían pajes,
mayordomos, guardabosques,
palafreneros, ujieres,
reposteros y ojeadores,
que cargaban en acémilas
y a hombro de robustos hombres
cestas, canastas y cuévanos
con vajilla y provisiones.
Todo era algazara, prisas,
señas, advertencias, voces,
entre los que van y vienen,
y encuentros y tropezones.
Galerías, escaleras,
pórticos y corredores
estaban llenos de damas,
palaciegos, ricos-homes,
soldados, caballerizos,
curiosos y espectadores,
que animaban aquel cuadro,
alegre, ruidoso y móvil.
El Rey va a caza, y para ella
ha mandado invitaciones
a cuantos tienen derecho
a que con ellas les honre;
y esperan ya a que se abran
sus regias habitaciones,
los dignatarios a quienes
ir con el Rey corresponde.
Abrió, al fin, de la áurea cámara
un rey de armas los portones,
y al grito de «¡El rey!», quedaron
todos callados e inmobles.

Apareció el Rey Fernando
cuyos ojos vibradores
radiaban una alegría
que alegró los corazones.
Aparecieron tras él
sus hijos y sucesores
los infantes Sancho, Alfonso
y García; y, sus facciones
juveniles y risueñas
mostrando, como dos flores
que al matutino rocío
abren sus frescos botones,
salieron las dos infantas
que de la mano se cogen,
doña Urraca y doña Elvira;
dos niñas como dos soles.

El Rey va no más armado
con un tremendo mandoble,
que manejan como un mimbre
sus dos muñecas de bronce.
Lleva el infante don Sancho
un venablo de tres cortes,
que encadenado a la mano
después que hiere recoge.
El infante don Alonso,
mozo galán y de porte
cortesano, sólo lleva
en la cintura un estoque;
y el infante don García,
que es de los tres el más joven,
una ballesta que se arma
y tira con un resorte.
Las dos infantas, que aves
cazan sólo y liebres corren,
llevan no más en el puño
dos gerifaltes veloces;
mas tan mansos y domésticos,
que por sí en él se las ponen.
las traen la presa a la mano
y en su misma boca comen.

Así el Rey y sus infantes
en medio de aclamaciones,
para montar hacia el patio
cruzaron los corredores.
Pusiéronse en movimiento
pajes, traillas, bridones,
guardas, halconeros, guías,
donceles y picadores;
y ya el Rey, en pos llevando
sus infantes y sus nobles,
pisaba de la escalera
los últimos escalones,
cuando a la puerta se oyeron
del palacio, los clamores
de una mujer y la gente
se hizo ante ella pelotones.
«¿Qué es eso?», preguntó el Rey,
deteniéndose en el borde
del penúltimo escalón;
y viendo que no responde
nadie y que siguen los gritos,
exclamó; «Que desalojen
esos villanos el pórtico
y que la entrada no estorben.»

A la voz del Rey airado
se abrió la gente, y metióse
desatentada en el patio
la hermosa Jimena Gómez,
descabellado el cabello,
mal abrochados los broches,
y arrastrando el suelto manto
y los sueltos ceñidores.
Tras ella, Diego Laínez
también en palacio entróse,
pálido y enmarañados
cabello, barba y bigotes.
A los pies del Rey Fernando
Jimena Gómez postróse,
y respetuoso Laínez
de él cerca esperó sus órdenes.
Y así, con ira, Jimena,
Laínez con calma noble
y el Rey con pesar, el diálogo
entre los tres entablóse:

JIMENA. ¡Justicia, señor! ¡Han muerto
ayer a mi padre!

EL REY. ¿En dónde?

JIMENA. Casi al pie de su castillo:
en la explanada del monte.

EL REY. ¿Cómo?

JIMENA. A traición.

El Rey. ¿Quién?

JIMENA. Rodrigo
Díaz.

EL REY. ¿Él?

JIMENA. Sí. De ladrones
y asesinos como banda
llevaba trescientos hombres;
los de mi padre eran treinta:
yo su cadáver anoche
recogí: está mutilado
por un alevoso golpe:
la mano diestra le falta.
Justicia, señor: a ese hombre
pedid su hijo, y entregádmele
como las leyes disponen.

Y esto diciendo Jimena
con descompuestas acciones,
tendía un dedo a Laínez
que esperaba de hablar orden.

Levantó el Rey a Jimena,
su mano para que apoye
la suya al alzarse dándola,
y a Laínez dirigióse.

El REY. ¿Oísteis?

LAÍNEZ. Sí.

EL REY. ¿Que decís?

LAÍNEZ. Que en mi raza no hay traidores:
mis trescientos liza abrieron
y lidiaron de hombre a hombre.
Dios estuvo por Rodrigo;
y manos que bofetones
dan a los padres, los hijos
es muy justo que las corten.

El REY. ¿No hay rey ni ley en Castilla
que juzgue de tales golpes?

LAÍNEZ. Los de la mano en el rostro
a la mano corresponden.

EL REY. Será en Vivar, que no en Burgos.

LAÍNEZ. En Vivar y en todo el orbe
donde hay vergüenza en los rostros
y honor en los corazones.

EL REY. Pues en Castilla hay mis leyes;
traed, don Diego, a ese jóven
para que haga de él la huérfana
lo que mejor la acomode.

LAÍNEZ . Mi hijo fué a tierra del moro
a pelear.

EL REY. ¿Cuándo?

LAÍNEZ. Anoche.

EL REY. Enviadle a llamar; que vuelva.

LAÍNEZ. Vuestra Alteza me perdone,
pero no puedo.

EL REY. ¿por qué?

LAÍNEZ. Porque a mi voz será indócil.
Mi hijo amaba a esa doncella;
y como la afrenta enorme
de su padre y su venganza
un abismo entre ambos pone,
fué a morir desesperado,
y es probable que no torne.

Al oír anuncio tal…,
¡oh debilidad terrena!
sintió de su alma Jimena
doblarse el ansia mortal.

Mas domó a su corazón,
y al punto con alma entera,
demandó de esta manera,
al rey con resolución:

JIM. ¡Señor, justicia!

El REY. Os la haré:
mas para hacérosla creo
que es preciso haber al reo.

JIMENA Buscadle.

EL REY. Le buscaré.

JIMENA. Si yo sé que está con vida
de vuestra ley al alcance,
yo os traeré a este mismo trance.

EL REY. Justicia os haré cumplida
tal como esté en mi poder.

JIMENA. Señor, la palabra os cojo:
y en vuestros brazos me arrojo
fiada en vuestro poder.

EL REY. Pues mirad que os tomo yo
a mi vez esa promesa.
En mi casa y a mi mesa
vuestro padre se sentó,
y a amparo mío declaro
que os tomo, y que por él soy
padre vuestro.

JIMENA. Y yo que estoy
acogida a vuestro amparo;
pero en memoria guardad
que en teniendo de él noticia,
vendré a que me hagáis justicia.
Dadme la mano.

EL REY. Tomad.

La mano al rey la doncella
besó: saludó y volviéndose
a la puerta, partió abriéndose
la gente en silencio ante ella.

El rey la dejó salir;
y cuando lejos la vió,
pidió el caballo, montó,
e hizo señal de partir.

Volvióse todo a poner
a su voz en movimiento;
y aprovechando un momento,
sin que lo echara de ver
el Rey, se acercó al anciano
Laínez, don Sancho su hijo;
y así el príncipe le dijo
apretándole la mano:

«Id a esperarle en Vivar,
que creo yo, o mucho yerro,
que aun no está forjado el hierro
que a Rodrigo ha de matar.

»Id, y si Rey llego a ser,
en la tierra en que yo mande,
ni ha de haber quien le demande,
ni ha de faltarle mujer.»

.................................

Fuese la corte a cazar;
y viéndose solo el viejo,
tomó de Sancho el concejo
y dió la vuelta a Vivar.




Introducción: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI; Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII VIII; Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII; Capítulo V: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VIII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo IX: I - II - III - IV - V; Capítulo X: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII; Capítulo XI: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XII: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XIII: I - II - III - IV; Capítulo XIV: I - II - III - IV; Capítulo XV: I - II - III - IV;