La leyenda del Cid: 118

La leyenda del Cid

Murió el Cid como cristiano:
y en el intervalo corto
de su lucidez postrera,
ejemplo maravilloso
de pericia militar,
de conocimiento sólido
de las dos razas ibéricas,
y de un valor generoso
hasta su postrer suspiro,
dió el plan y detalló el modo
de salvar a sus cristianos
y lograr un triunfo póstumo.

La estratagema del Cid
era en aquel tiempo tosco
lo que un buen plan estratégico
hoy, y de la audacia el colmo.
Los árabes, más fanáticos
que diestros, con más arrojo
que saber, sólo en sus huestes
miraban lo numeroso.
Cual fatalistas sin miedo
de la muerte, ágiles, sobrios,
un Emir juntaba muchos
presto y le costaban poco.
Mas fiándose fanáticos
en Dios y en su sino, indómitos
al orden y disciplina,
y en los planes defectuosos
de cercos y de batallas
sin unión ni mutuo apoyo,
solían a sus Emires
ser, cuantos más, más incómodos.
El asedio de una plaza
en su táctica, a su antojo
conducía cada tribu
a estilo y sistema propios.
Sus estancias muchas, débiles
sus trincheras y sus fosos,
a unas de otras separaban
los naturales estorbos
del terreno: y lomas, breñas,
tajos, barrancas, arroyos
torrenciales y aun acequias;
todo lo áspero, lo bronco
y lo difícil, cual fuerte
guardado con abandono,
jamás cerraban bloqueándola
la plaza sitiada en torno.
Donde ellos al enemigo,
no veían, de sus ojos
y de su brazo al alcance
no se creían: tan tontos
en eso cual de su Sahara
los avestruces, que, estólidos,
se creen seguros si esconden
su cabeza tras un tronco.
Por eso de los cristianos
los ataques, más metódicos
y combinados, traían
a su hacinamiento exótico
casi siempre la sorpresa,
siempre un inmenso alboroto:
y, en triunfo o derrota, siempre
un infinito destrozo.
Alvar Fáñez como el Cid
conociendo bien a fondo
el carácter de ambos pueblos,
de la ciudad los contornos
y la fe en él de sus huestes,
su pesar ahogando en lo hondo
de su corazón, activo,
diestro, vigilante y próvido,
proveyó del plan del Cid
del éxito para el logro,
a todo lo necesario
con empeño perentorio.
Cuidó del sigilo e hizo
guardar la ciudad celoso,
porque de nada pudieran
apercibirse los moros:
y al fin del segundo día
estaban a partir prontos
los cristianos de Ruy Díaz
con su cuerpo y sus tesoros.

...........................

Era alta noche y muy lóbrega:
un vapor caliginoso
tendía entre cielo y tierra
de parda neblina un toldo.
En el campamento árabe
vigilaban perezosos
centinelas descuidados
de su ejército el reposo:
y el Rey Búcar en su lecho
bregando con el insomnio
se revolvía, a la par
esperanzado y dudoso.
Fiaba en alguien que dentro
crear debía un trastorno
infernal y una traición
que viniera en su socorro:
y casi desesperado
la esperaba, receloso
de aquella inacción del Cid
y aquel su silencio insólitos.

Ya casi al sueño rendido,
comenzaban vagarosos
a surgir de su cerebro
los mil fantásticos monstruos
y delirios inconexos,
disparatados, ilógicos
informes, mudos e ingrávidos,
que en giro vertiginoso
nos hacen ver al dormirnos
círculos, losanges, rombos,
rayos, chispas y polígonos,
ya muy lejanos, muy próximos,
excéntricos y concéntricos,
ondulantes, giratorios,
trémulos, reverberantes,
chispeadores o fosfóricos,
antes de que los sentidos
nos embargue el misterioso
poder del sueño: gemelo
de la muerte, que al gran pozo
de la nada nos asoma
con el gran poder narcótico,
que suspende nuestra vida
por un diario período.
Mientras entre sus quimeras
creía él lejano, sordo
y extraño sentir un ruido
incomprensible entre el polvo
de la neblina los árabes
centinelas, a sus ojos
sin atreverse a dar crédito,
veían realmente absortos
como una doble serpiente
de luz salir poco a poco
de Valencia, a sus anillos
dando inmenso desarrollo.
Conforme iba aproximándose,
sentían el son monótono
de la salmodia cristiana
de los oficios mortuorios;
pareciendo a los alarbes
mudos y supersticiosos,
que iba brotando la tierra
de sus abismos recónditos,
dos interminables filas
de espíritus luminosos,
y una procesión fantástica
de salamandras y gnomos.

Nada hay para el hombre ignaro
más temible y pavoroso
que lo absurdo, lo fatídico,
lo indefinido y lo incógnito.
De aquella parte del campo
los árabes silenciosos
y agrupados, contemplaban
tal espectáculo atónitos.
Alguno creyó entre aquella
móvil claridad sin foco
distinguir al Cid: mas era
sin duda fingido, apócrifo,
en sombra, evocado acaso
para causarles asombro:
porque era un Cid mudo, rígido
e inofensivo: muy otro
del Cid que ellos conocían,
asolador, impetuoso,
antes sentido que visto
y nadie vivo creyólo.
Y como a ver no alcanzaban
distintamente los rostros
de los que pasar veían
entre la neblina; y como
su masa móvil cubría
un trecho más espacioso
que las batallas del Cid
dos veces y aun cuatro y ocho:
y como iba lentamente
sumiéndose entre los bordos
de un desfiladero, abierto
entre un peñasco de abrojos
tupido, y un bosquecillo
de silvestres sicómoros,
del campamento esquivándose
en su movimiento combo;
los moros se aglomeraban
a la trinchera afanosos,
creyendo aquello un efecto
de un artificio diabólico.

Búcar despertó creyendo
sentir cual de un terremoto
o un trueno lejano un ruido
aun inexplicable : ansioso
por lo que esperaba, echóse
fuera del lecho, su corvo
alfanje asió, y de la tienda
fuera, anhelante escuchólo.
Era cuando aquella turba
fantástica, como el lomo
de un lago que se desagua
por compuerta o dique roto,
se iba mermando y sumía
su última luz en lo fosco
del bosque, tras sí dejando
un silencio tenebroso.

De repente estalló horrísono
del campamento en el fondo
de inesperado combate
el estruendo tumultuoso:
y entre la mar y su estancia,
rasgar sintió el aire cóncavo
el clarín del Cid: era Alvar
que aprovechando el asombro
y la atención de los árabes
llamada a un lado a propósito,
el campamento de Búcar
asaltaba por el otro.

Al mismo tiempo Bermudo
como una tromba impetuoso
cayendo en el, sin ser visto
por los deslumbrados ojos
de los que viendo las luces
no le velan, furioso
por el lado de Valencia
entró arrollándolo todo.
Búcar cayó atropellado
en el tumulto y lo lóbrego
de la noche por los de Alvar
sin conocerle. Los moros,
fascinados por lo que obra
suponían del demonio,
oyendo por todas partes
«¡el Cid! ¡el Cid!», y medrosos
no viendo al Rey ni a sus jeques
parecer, pensaron sólo
en salvarse, y espantados
diéronse a huir como corzos.

Bermudo y Alvar juntáronse,
según su plan en el rojo
pabellón de Búcar, meta
puesta por su valor loco;
y viendo alegres el éxito
de su desatino heroico,
y resuelto por el Cid
de Valencia el abandono,
antes de que con el alba
se rehicieran los moros,
saqueando su campo aprisa,
rápidos y cautelosos
volvieron riendas, saliéndose
de los valencianos cotos:
y al rayar de un día turbio
alcanzaron, de despojos
cargados, a Antolín Gil
con el pueblo y con los pocos
que escoltaban a Jimena
y al cadáver de su esposo.
Cuando entraban ya seguros
en cristiano territorio,
en sí volviendo el Rey Búcar
se halló cubierto de lodo,
desgarrado, contundido,
y teniendo de sí en torno
a los faquís de Valencia
que le lavaban el rostro.
Cuando del todo el sentido
recobró, oyó mudo y torvo
la muerte del Cid y el cuento
de su revés desastroso:
y exaltando al fin su espíritu
la cólera y el sonrojo,
dijo a los faquís: «¡Traidores!
pero ¿qué hacíais vosotros
allá dentro? — Emir, le dijo
el más anciano de hinojos
postrándosele; esperábamos
vuestro enviado, que el depósito
de las armas y al Cid muerto
entregarnos prometiónos.
—¿Y qué es de él? —Partió y no ha vuelto.
—¡Traidor rumí! vendió a todos.
Mas si es muerto el Cid, y Aláh
nos da aunque a tamaño costo
a Valencia, el triunfo es mío.
¡Dios es grande y yo le adoro!»
Y postrándose con ese
fanatismo religioso
de los árabes, con él
se echaron por tierra todos.

..........................

¡Extraño caso! increíble,
si no dieran testimonio
de él tradiciones y crónicas
y no fuera un hecho histórico.

Dicen que su plan al Cid
dió San Pedro su patrono,
y que se vió al lado de Alvar,
sobre su caballo tordo,
a Sant-Yago, de la España
el protector y el Apóstol ;
pero el autor de este libro
los cree delirios piadosos.


Introducción: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo I: I - II - III - IV - V - VI; Capítulo II: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo III: I - II - III - IV - V - VI - VII VIII; Capítulo IV: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII - XIII; Capítulo V: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo VI: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII; Capítulo VIII: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX; Capítulo IX: I - II - III - IV - V; Capítulo X: I - II - III - IV - V - VI - VII - VIII - IX - X - XI - XII; Capítulo XI: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XII: I - II - III - IV - V - VI - VII; Capítulo XIII: I - II - III - IV; Capítulo XIV: I - II - III - IV; Capítulo XV: I - II - III - IV;