La leyenda del Cid: 36
IV
editarV
editarAlvar Fáñez, hombre ducho
en negocios y prudente,
trabajó muy bravamente
y alcanzó del Papa mucho.
Mas Ruy, que sus miramientos
por miedo y vilezas toma,
comenzó a hartarse de Roma,
su Papa y sus monumentos.
Comparó el lujo pagano
del clero cardenalicio
con el mísero servicio
del buen clero castellano;
y las costumbres romanas
llenas de sensual cinismo;
los templos del cristianismo
llenos de estatuas paganas;
la vieja auri sacra fames
que roe a la vieja Roma,
que alarga doquier y asoma
sus viejas garras infames;
aquel su instinto perverso
e inmemorial de pedir,
de servirse y no servir
sin cobrar al universo;
aquel su orgullo tirano
de centro del mundo ser
sólo a sombra por yacer
del Capitolio romano:
le hicieron ratificar
en que había obrado en conciencia,
la romana dependencia
de Castilla en rechazar.
Conque el instante no ve
de volver la espalda a Roma,
do siente que una carcoma
le está royendo la fe.
Minaya que el tiempo pasa
en procederes de curia,
puede mal tener su furia
ni tenerle quieto en casa:
y conociendo su humor,
teme que no le haga el diablo
con San Pedro o con San Pablo
dar al traste a lo mejor.
Al fin, les dió el Papa audiencia;
y entre príncipes romanos
y purpurados cristianos
se hallaron en su presencia.
Expuso Alvar su misión;
y mientras Alvar hablaba,
Ruy Diaz examinaba
la gente y la habitación.
Al pie del trono papal,
vió en círculo colocadas
siete sillas blasonadas
todas con corona real.
Examinólas atento,
y vió que el Emperador
antes que el Rey, su señor
tenía puesto su asiento.
La sangre se le encendió;
pero pensando en Jimena
que era cristiana tan buena,
como pudo se aguantó;
mas hizo el diablo de modo
que cuando Alvar concluía,
vió que el Papa le ponía
dificultades a todo:
y entendiendo que, alemanes
el Emperador y el Papa,
se hacían uno a otro capa
como dos viejos truhanes,
para probarles con hechos
que tenía conocida
y aceptada la partida,
el juego tomando a pechos,
se avanzó a las siete sillas,
y dió al asiento imperial
una puntillada tal
que con el pie le hizo astillas:
y sin pararse a mirar
el general estupor,
puso la de su señor
de la que rompió en lugar.
Un príncipe bavarés
se fué a Díaz con enojo:
mas Ruy Díaz le echó el ojo
mirándole de través,
y al alzarle aquél la mano,
le sentó el puño en el pecho,
haciéndole dar maltrecho,
sobre el grupo cortesano.
Tras de lo cual se cuadró
diciendo: « El que bien no lo halle,
échese tras mí a la calle
y verá lo que hago yo.»
El Papa Víctor, airado,
puesto de pie ante su trono,
dijo con tremendo tono:
«Sal: estás excomulgado.»
Ruy, que no tembló delante
de hombre alguno en paz ni en guerra,
hincó la rodilla en tierra
y al Papa dijo arrogante:
« Fuerza es que aquí se resuelva
del Rey y el Emperador
el pleito en nuestro favor
antes de que yo me vuelva.
Y siendo muy buen cristiano
de raza y de corazón,
no acepto yo excomunión
de alemán ni de romano.
Con qué, ojo alerta vivid:
absolvednos a los dos,
o por Papa que seáis vos
vais a ver quién es el Cid.»
Fijo el Papa le miró:
y como viéndole, ve
de su alma el brío y la fe,
calmándose sonrió.
Comprendiendo que era España
tierra de hombres tan enteros
como cristianos sinceros,
dijo ya manso y sin saña:
"Castellano, absuelto estás:
nada mientras el sol radie,
ni al Emperador ni a nadie
pechará España jamás.»
Y fuera porque en conciencia
viera en Castilla razón,
o por no ver la ocasión
de traerla a dependencia,
risueño y benevolente
de Ruy se apoyó en el hombro,
y fuése, con grande asombro,
de su cortesana gente.
Alvar, que desde la cuna
fué sagaz observador,
dijo: «Siempre van a una
la fortuna el valor.»