La leyenda del Cid: 44
IV
editarXIII
editarSujeto a error por ser hombre,
pero con fe buena y cándida,
muere el Rey dejando duelos
tras una vida sin tacha.
En San Isidoro muere
de su altar sobre las gradas,
sobre un montón de ceniza
con humillación cristiana.
Cilicios tiene ceñidos
bajo la pobre mortaja,
y los salmos de la muerte
el clero abacial le canta.
Con una vela en la mano
responde el Rey con voz flaca
al arzobispo de Oviedo
que le recomienda el alma.
En torno suyo la Reina,
los príncipes, las infantas,
los nobles, los ricos homes,
Alvar Fáñez de Minaya,
el conde don Per Anzules,
Ruy Díaz, Gonzalo Arias,
sus soldados y su pueblo
lloran rezando en voz baja;
y se oye en los intervalos
de las mortuorias plegarias,
el estertor del que lucha
con sus postrimeras ansias.
En un intervalo de estos,
cuando nadie respiraba
por no turbar al que espira
con una muerte tan santa,
desprendida de repente
de los demás doña Urraca
postróse junto a su padre
diciéndole desolada:
«Padre, ¿cómo, buen cristiano,
mueres en Cristo y en calma,
dejándome de tus hijos
sólo a mí desheredada?
¿Qué te hice yo, padre mío?
¿Soy tal vez hija bastarda?
¿Por qué a todos mis hermanos
dejas mucho y a mí nada?
¡En la miseria me dejas
siendo de Castilla infanta!
¿quieres que mercado infame
de tu honra y mi cuerpo haga?»
El Rey, un punto a la vida
vuelto por tales palabras,
alzó la cabeza y dijo:
«Quién de mi deshonra me habla?»
Respondióle el arzobispo:
«Vuestra hija doña Urraca.»
Miróla el Rey ya sin vista,
mas con los ojos buscándola,
y díjola: «No te pierdas
por pobre, ni por liviana.
En un rincón de Castilla
dejé a Zamora olvidada
en mi testamento; tómala:
como feudo tuyo guárdala;
y a quien te quite a Zamora,
que mi maldición le caiga.»
Todos dijeron «Amén.»
Don Sancho sólo callaba,
mirando la triste escena
torvo y con la cara pálida.
El Rey, con su esfuerzo último
su última fuerza agotada,
cerró los ojos, dejando
caer la cabeza calva
sobre las losas; soltó
la vela que conservaba
en la mano, y quedó inmóvil
vacío el cuerpo del alma.
La vela entre la ceniza
chisporroteando humeaba;
apagóla el arzobispo
diciendo: «Dios en su gracia
le reciba;» y sobre el cuerpo
tendiendo una oscura sarga,
quitó el muerto de la vista
de los que por él lloraban.
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Vació el pueblo poco a poco
la iglesia, mientras hincadas
junto al cadáver la viuda
y sus hijos sollozaban.
Don Sancho permanecía
inmóvil como una estatua,
torvo, de pie y apoyado
en su espadón de batalla.
Por fin, el buen arzobispo
sacó de allí a doña Sancha
y a la infanta doña Elvira
enjugándose las lágrimas;
y el buen viejo Arias Gonzalo
asiendo de doña Urraca,
la dijo: «A Zamora vámonos,
antes que alguno allá vaya.
Vamos: mientras en Zamora
viva yo y los de mi raza,
podrán ir mil a pedírosla,
pero ninguno a quitárosla.»
Dióla el brazo, y extendiéndola
el velo sobre la cara,
pasaron ante don Sancho
sin decirle una palabra.
Y mientras cruzar el templo
don Sancho les contemplaba,
juntáronse a él el Cid
y Alvar Fáñez de Minaya.
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Se hicieron al Rey exequias
si no con pena sobrada
con llanto del pueblo, que es
la más pomposa mortaja.
Quedó el porvenir preñado
de tempestades cercanas;
y, Rey don Alonso siendo
de la tierra en que se hallaban,
doña Elvira se fué a Toro
y don García a Vizcaya;
don Sancho y su madre a Burgos,
y Alvar y el Cid a su casa.