La leyenda del Cid: 73
VIII
editarVI
editarEn Toledo estaba Alfonso
al parecer sin cuidados
y entretenido en amores,
que no fué él Alfonso el Casto.
En Toledo estaba siendo
del Emir Mahometano
la delicia y de las moras
toledanas el encanto:
todo al parecer a cazas,
a fiestas y a zambras dado,
pero en realidad atento
a Castilla y a su bando.
Don Per Anzules, el noble
conde vallesolitano,
que le siguió en el destierro
y que es en él su privado,
mientras él finge que atiende
sólo a amoríos livianos,
atento está a sus negocios
por él, y avizor velando.
Cien alas y lenguas dieron
a la Fama los paganos,
y a fe que mete más ruido
y anda más que los nublados.
Ya por su voz indiscreta
y vagabunda los átomos
de algo nuevo ha percibido
el conde en el aire vago;
pero por más que las sendas
espía y demanda al paso
a vagos y traficantes,
vagamente barrunta algo.
Mas algo que nada explica
ni aclara; rumor sin datos
de agitación en Castilla
y de sucesos extraños;
algo que aun es casi nada,
mas que le trae sin descanso
temiendo que se haga un monte
lo que aún de arena es un grano.
Era una tarde de un día
de invierno, frío mas claro,
y el sol en el Occidente
se hundía trémulo y cárdeno.
Don Alfonso y Per Anzules
exploraban al acaso
los confines de la vega,
como sabuesos husmeando
el aire y la tierra, en donde
esperan siempre presagios
de algo que en sus esperanzas
no existe fuera de cálculo;
y ya a volver iban riendas
a la ciudad, por debajo
del inmarchito ramaje
de encinas y de castaños,
cuando en una encrucijada
de tres sendas se pararon
de repente, percibiendo
un galope no lejano.
Que un jinete ande a galope
en campo abierto, no es caso
que asombrar pueda a dos hombres
como si fuera un endriago;
mas para el que ansioso espera
nuevas de país lejano,
todo el que galopa puede
ser correo o emisario.
El que galopar oían
y que se iba aproximando
por uno de los senderos
de los que ven sólo un cabo,
traía sin duda alguna
miedo de dormir al raso
y espoleaba por no hallar
los postigos ya cerrados.
Don Alfonso y Per Anzules,
teniéndolos todos francos
por orden de Alí Maymún,
no hacían del tiempo caso.
El que venía avanzaba
rápidamente, y en tanto
que le esperaban de frente,
desembocó por el flanco.
Era un almogávar moro
cubierto de polvo y barro,
cogidos según parece
por un camino muy largo.
Al dar en la encrucijada
con los dos nobles cristianos,
paróse: y reconociéndoles
echó pié a tierra de un salto.
Postróse ante don Alfonso,
y haciéndole a uso africano
tres zalemas y la orla
de su túnica besando,
se levantó, presentóle
con muy gentil desenfado
un pergamino, y le dijo:
¡Salam aleika! entregándoselo.
Era la Felláh enviada
por él a Zamora; pálido
de emoción, rompió los sellos
don Alfonso, y leyó ávido,
y lanzó un grito ¡quién sabe
si de alegría o de espanto!
al descifrar de su hermana
los confusos garrapatos.
«¡Sancho ha muerto!» — dijo Alfonso
y Per Anzules: «Pues vámonos.»
Miróle severo el príncipe,
y el conde calló asombrado.
Mandó a la Felláh que echase
detrás de ellos, y a buen paso
sin hablar más, fué a apearse
del Rey moro en el palacio.
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Don Alfonso entró derecho
de Alí Maymún en el cuarto
seguido de la Felláh
y del conde cabizbajo.
Don Per Anzules temía
que aprovechase el Rey bárbaro
la ocasión de haber a un Rey
de Castilla entre sus manos,
y que a la vuelta a su reino
pusiera astuto reparos,
con el a hacer obligándole
desventajosos tratados.
Anzules opinó siempre
por huir sin hacer tratos
que rebajaran a Alfonso
ante el pueblo castellano.
Salvarse en Toledo había
sido astucia de un Rey cauto,
mas fuera mengua volver
con el moro atraillado.
No fuera Rey en Castilla
bienquisto tras de don Sancho
el que a costa de los moros
no la siguiera ensanchando.
He aquí por qué Per Anzules
entraba con sobresalto
temiendo que el Rey del árabe
se iba a enredar en los lazos.
Mas don Alfonso tranquilo
ante Alí Maymún llegando,
le dijo, sin emplear
circunloquios ni preámbulos;
«Esta Felláh que envié a Urraca,
vuelve de ella con encargo
de decirnos lo que pasa
en mi reino; preguntádselo.
— No es menester, dijo el moro:
ya lo sé. ¡Murió tu hermano
y eres Rey; mis mensajeros
son más fieles y más rápidos.»
Y con un gesto imperioso
despidiendo al secretario,
a la Felláh y a los guardias,
los tres a solas quedaron.
Entonces a don Alfonso
junto a sí el moro sentando,
dejando en pie a Per Anzules
trabó de este modo el diálogo:
— ¿Qué quieres, Rey de Castilla,
de Alí Maynúm?
— Un abrazo,
y para entrar en mi reino
que me des tu beneplácito.
Yo soy tu huésped: he sido
por ti como hijo tratado,
y no pienso separarme
de ti como un hijo ingrato.
Fugarme me aconsejaban
mi hermana y mis partidarios;
se huye de enemigos viles,
no de nobles soberanos.
A ti he venido sin miedo
cuando me hallé en desamparo;
como te di mi cabeza
mi corona te demando.
He dicho: di tú.
— Hijo mío,
hablas como bueno y sabio
y obras como fiel y noble;
si huir intentaras, sábelo,
hubieras sido cogido
con los tuyos y hecho esclavo,
que es lo que hacer me aconsejan
contigo mis cortesanos.
Pero pues de mí te fías,
te pondré en Castilla salvo,
aunque contra mí se vuelvan
mis bereberes fanáticos.
Todos los caminos libres
tendrás mañana, y caballos,
guías, escoltas y pases:
yo diré que te has fugado.
Te descolgaré yo mismo
de noche del muro al Tajo,
y haré que por él te lleven
a tierra segura en barco.
Corre, y Alláh te bendiga:
prométeme sólo en cambio,
a pesar de nuestros súbditos,
paz leal mientras vivamos.
— Te lo juro.
— Alláh te premie
o te castigue. — Descanso
ve a tomar: para mañana
voy yo todo a preparártelo.
Esto dicho, Alfonso Sexto
y Alí Maymún se abrazaron;
y el conde don Per Anzules
lo miraba estupefacto.
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Y en su lecho revolviéndose
por el placer desvelado,
se decía aquella noche
los dos Reyes comparando:
«Alí sabe pescar bien
en río revuelto y manso;
pero Alfonso es una anguila
que se le va de las manos.»