La leyenda del Cid: 84
X
editarIII
editarLa corte del Rey Alfonso,
en moral no muy severo,
en el dar muy manilargo,
y en el justiciar muy recto,
iba en gala y opulencia
rápidamente creciendo,
y su fama se extendía
de día en día más lejos.
La boda con la francesa
y el haber bajo su cetro
vuelto a unir los cinco Estados
de que su padre hizo reinos;
el apoyo de un Pontífice
de tan indomable genio
y poder tan absoluto
como fue Gregorio Sétimo;
las victorias con que iban
sus Estados en aumento
y del botín de las guerras
contra los moros el cebo,
a Burgos y a su servicio
rápidamente atrajeron
muchos ilustres barones
y príncipes extranjeros,
ganosos de oro y de gloria
y de mostrar sus alientos,
o de saciar su codicia
en batallas y torneos.
De su poder y grandeza
pagado del crecimiento
con su auxilio, le aceptaba
don Alfonso satisfecho,
y salía contra moros,
que siempre falsos e inquietos
o los tributos negaban,
o guerreaban entre ellos.
Salían con él los príncipes
y barones forasteros,
y le daban y ganaban
con él honor y provechos.
Mas los moros eran muchos,
y Castilla en creces yendo,
y la envidia y el temor
de tal acrecentamiento
levantándola enemigos
y suscitándola émulos,
no bastaba para tantos
del castellano el ejército.
Partió en mil setenta y seis,
a principios de febrero,
contra los de Andalucía
por ver templado el invierno;
mas los moros de Aragón
cuando partirse le vieron,
la frontera de Castilla
entraron a sangre y fuego.
Los campos de Santisteban
dejaron tras de sí yermos,
sin cosechas, sin ganados
y de vivientes desiertos.
El Rey cuando junto a Córdoba
llegó en mal hora a saberlo,
con el pesar y la ira,
mesóse barba y cabellos;
y juró tomar venganza
tal de Aragón en volviendo,
que no se olvidara de ella
Aragón en mucho tiempo.
Mas le ganó el Cid la mano:
porque a Aragón acudiendo
con grande auxilio de moros
y hueste de aventureros,
que había ido a la zaga
en sus triunfos reuniendo,
cobró la presa y metióse
del moro por los terrenos.
Obligó a rendirle parias
a seis moros reyezuelos,
y se llevó las riquezas
de más de cuarenta pueblos.
Mas olvidando en su gloria
que con el Rey de Toledo
tenía el Rey don Alonso
hecho de por vida asiento,
metióse sin reparar
por el confín de su reino,
y hasta a Alcalá llevó el daño
huir a su Jeque haciendo.
Y un día después que a Burgos
llegó don Alfonso sexto,
llegó Alvar Fáñez las llaves
de Santisteban trayendo,
las de cuatro villas fuertes
y seis castillos roqueros,
con tres mil cautivos moros,
treinta mulos y camellos
cargados de telas, armas,
plata y valiosos objetos,
y una carta en la que el Cid
decía al Rey no más que esto:
«Aceptad, Rey, esos dones,
y haced cuenta que yo mesmo
desde el destierro que cumplo
de hinojos os los presento.»
Por la ciudad derramándose
los que con Alvar vinieron,
contaron a los de Burgos
del buen Cid los altos hechos;
y tornaron a aclamarle
tumultuados los plebeyos,
celebrando sus victorias
con luminarias y fuegos.
La aura popular del héroe
amenguar se propusieron
los cortesanos; mas no
(por no poder) con el pueblo,
sino con el Rey. «El Cid
más Rey que vos, le dijeron,
rompe con pueblos y reyes
los pactos que habéis vos hecho.»
De su autoridad celoso
el Rey, iracundo y ciego,
al buen Cid mandó esta carta
en vez de agradecimientos:
«Si atendéis que de los brazos
vos alce, atended primero
si no es bien que con los míos
cuide de alzaros al cielo.
Bien estáis afinojado,
que es pavor veros enhiesto;
y asiento es asaz debido
la tierra al hombre soberbio.
Descubierto estáis mejor,
después que se han descubierto
de vuesas altanerías
los mal guisados excesos.
¿En qué os habéis empachado
que desde hace dos inviernos
non vos han visto en las cortes,
puesto que cortes se han fecho?
¿Por qué, siendo cortesano,
traéis la barba y cabello
descompuesto y desviado
como los padres del yermo?
Mas aunque vos lo pregunto
asaz que bien os entiendo.
Bien conozco vuesas mañas
y el semblante falagüeño.
Querréis decir que cuidando
de mis tierras y pertrechos,
non cuidadas de aliñarvos
la barba y cabello luengo.
Atropellasteis mis pactos
con el moro de Toledo,
a quien yo juré alianza
y amistad mientras viviéramos.
Al de Alcalá contrallasteis
mis treguas, paz y conciertos,
bien como si el poder mío
vos estuviera sujeto:
y a los fronterizos moros
diz que tenéis por tan vuestros,
que os adoran como a Dios.
¡Grandes algos habréis de ellos!
Cuando a mis tierras volví
después del fatal suceso
del Rey don Sancho mi hermano,
por D'Olfos a traición muerto,
besaron mi mano todos
y por Rey me obedecieron:
sólo vos me contrallasteis
tomándome juramento.
En Santa Gadea lo hice
sobre los cuatro Evangelios,
sobre el ballestón de palo
y el gran cerrojo de hierro;
mas a Bellido matarais
si ficiérais como bueno;
que no ha faltado quien dijo
que tuvisteis asaz tiempo.
Fasta el muro le seguisteis;
y al entrar la puerta adentro,
bien cerca estaba quien dijo
que non osasteis de miedo;
y nunca fueron los míos
tan astutos y mañeros,
que cuidasen que don Sancho
muriese por mis consejos.
Murió porque a Dios le plugo
allá en sus juicios secretos,
quizás porque de mi padre
quebrantó los mandamientos.
Por estos desaguisados,
desavenencias y tuertos,
con título de enemigo
vos desterré de mis reinos:
y tendré vuesos condados
fasta saber por entero
con acuerdo de juristas
si confiscaros los puedo.
Yo os desterré por un año,
van ya dos y no habéis vuelto;
no volváis hasta que os llame;
pues si volvéis, por San Pedro
y por San Millán os juro
que enforcar os haré luego.»
Estas palabras injustas
escribía Alfonso Sexto,
inducido de envidiosos
al Cid, gloria de su tiempo.