La leyenda del Cid: 32
IV
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A las diez de la mañana
del florido mes de mayo,
ante mucha noble gente
reunida en su palacio,
a Jimena y a Rodrigo
toma el Rey palabra y mano
de juntarlos para en uno
con indisoluble lazo.
Jimena está conmovida,
roja y con los ojos bajos,
para ocultar la alegría
de los ojos con los párpados.
Tal vez se avergüenza un poco
tan entregarse tan de grado
a aquél contra quien justicia
pedía airada tan alto.
Rodrigo, tan fresco y ágil
ante una hueste a caballo,
delante está de su novia
un poco encogido y pálido.
El rey mira sonriendo
el encogimiento de ambos,
y a su sonrisa sonríen
los malignos cortesanos.
La reina como madrina,
está de Jimena al lado;
detrás de ella las infantas
como testigos del acto:
y la nodriza Bibiana
en el nupcial aparato
no ve más que a su Jimena
por quien reza por lo bajo.
A la derecha del Rey,
junto a Rodrigo, don Sancho
le asiste como pudiera
de lid en campo cerrado.
Tras de don Sancho don Diego,
de Ruy con los dos hermanos
y con su madre Teresa
asisten al desposado.
El rey cuando vido juntos
a todos los convidados,
se puso en pie y dijo al Cid:
«Dad a la novia la mano.»
Tendiéndosela a Jimena
dijo el Cid todo turbado:
«Jimena, maté a tu padre,
pero no como villano:
de hombre a hombre le maté
porque a mi padre hizo agravio.
La ley me hace esclavo tuyo,
tu marido el Rey Fernando;
marido y esclavo a un tiempo
aquí estoy a tu mandato:
hombre quité y hombre doy;
no sé más; lo que sé hago.»
Pareció a todos lo dicho
muy bien dicho y muy al caso,
y echaron hacia la iglesia
su discreción alabando.
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Delante de todo el pueblo,
que se junto muy temprano
por ver al Rey y a los novios,
y al pasar por vitorearlos,
les casó el señor Obispo
en latín un poco bárbaro,
pronunciado un poco en godo,
con acento un poco arábigo;
lengua informe y corrompida
que aun usan los escribanos,
los dómines y los frailes,
que aún gustan de latinajos.
Hubo misa con sermón,
salmodia e incensario,
y paz, que fué a dar al Rey
y a los dos novios un diácono.
Estuvieron con la Corte
en el presbiterio hincados
la Reina en reclinatorio,
el Rey en sillón de brazos,
sus hijas en taburetes,
los infantes en escaños,
y los novios en cojines
de terciopelo muy blandos.
Jimena lleva partidos
los cabellos, y trenzados
con hilos de gruesas perlas
en dos trenzas de ocho cabos.
El jubón de mangas cortas
por el cuello abierto en cuadro,
muy desgarrado el escote
y muy bien acinturado.
El pecho y hombros la cubren
collares y relicarios,
con medallas guarnecidas
de amatistas y topacios.
Cintillos, pulsos y ajorcas
lleva puestos en los brazos,
y anillos de pedrerías
en los dedos de ambas manos.
En la falda delantera,
de damasceno brocado
cuelga un abanico persa
de plumas de papagayo.
Por toca y corona lleva
de oro en la cabeza un aro,
y un velo de gasa de oro
prendido en lugar de manto.
Las joyas que lleva encima
en muchos cuentos tasaron;
herencia son de su padre,
y de los reyes regalos:
la luz que destellan, ciega
con mil destellos y rayos,
con que parece Jimena
más que una mujer, un astro.
Ruy Díaz viste un justillo
con hebillas ajustado,
cortado el vuelo en almenas
del cinturón por debajo.
Las mangas lleva atacadas
con herretes cincelados.
que cuelgan de las hombreras
cuando se mueve sonando.
La espada en cinto de cuero
colgada de acero en ganchos,
que no usa estoques de corte
quien gana la tierra a tajos.
Un birretillo de grana
con una pluma de gallo,
y guantes y borceguíes
de ante guadamacilado,
completan la vestidura
del Cid, en el día fausto
en que ante Dios a Jimena
jura amor eterno y casto.
A la luz de los dos cirios
que les han puesto en las manos,
la bendición recibieron
y el ¡sí! tremendo cambiaron.
Todos los ojos estaban
en sus semblantes clavados,
y ellos rojos como guindas
ante el fuego de ojos tantos.
Los abades y los monjes,
entonces asaz livianos,
miraban un poco audaces
a Jimena de soslayo.
La gente andaba en puntillas
para mirarla ondulando,
y el pueblo hacía en el templo
como en plaza de mercado,
jimena estaba más roja
que la flor del amaranto,
y al ver lo que esto duraba
se iba el Cid amostazando.
Por fin, dió fin el obispo
a los kiries y los salmos,
y devotos santiguándose
los Reyes se levantaron.
Abrieron calle entre el pueblo
los maceros con trabajo,
y la nupcial comitiva
cruzó la iglesia a codazos.
Monjes, abades, obispos
y canónigos con palio
salieron a despedir
a los Reyes hasta el atrio.
Diéronles allí, muy graves,
el último guisopazo,
y así se hicieron las bodas
de Rodrigo el Castellano.
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De la iglesia van saliendo
los Reyes, los desposados,
los infantes y la Corte
con sus nobles dignatarios.
Todo es oro, seda, plumas,
brinquiños, joyeles, lazos,
pajecillos con blasones,
y corceles con penachos.
Los pertigueros delante
van abriéndoles el paso,
con bastones regateros
romper pies amenazando.
Tras de ellos los concejales
con anguarinas de paño,
con monteras de tres puntas
y medallones dorados.
Detrás los jueces de Burgos
con sus varas en las manos,
y sus birretes con chías
y sus luengos capisayos;
detrás los Reyes, los novios,
las damas, los cortesanos,
y detrás los ricos homes,
y detrás el populacho.
El Rey, como buen padrino
dadivoso y manilargo,
con él llevaba a los novios
a yantar a su palacio.
Por las calles por do iban
hallaban engalanados
balcones y miradores
con colchas y con damascos:
y en miradores y calles
agitándose apiñado,
les saludaba de Burgos
el honesto vecindario.
El suelo estaba cubierto
de trébol, juncia y mastranzo,
y las tapias de remata
y madreselva con ramos.
A la entrada de la plaza
y a costa del Rey alzaron
de cañas, flores y juncos
muy pulidos unos arcos;
y por divertir al Rey
y a los novios por el tránsito,
hicieron unos festejos
tan sinceros como zafios.
Salió Pelayo hecho toro
con un capuz colorado,
seguido de mojigangas
de gigantes y de enanos.
Salió también Antolínez
a la jineta en un asno,
y Peláez con vejigas
sacudiendo a los muchachos.
Bailáronse por seis danzas
las de espadas y de palos,
con gaitas y tamboriles
gallegas y zamoranos.
Diez maravedís de plata
mandó el Rey dar a un lacayo,
porque asustaba a las mozas
con un vestido de diablo;
y otros diez a una zagala
que le ofreció desde un carro
un gran queso en una cesta
y dos corderinos blancos.
Iba con el Rey Jimena
trabada de él por la mano,
con la Reina su madrina,
sus suegros y sus cuñados.
Por las rejas y ventanas
arrojaban trigo tanto,
que el Rey llevaba en la gorra,
que era ancha, un gran puñado;
y como a Jimena Gómez
se la metían los granos
por el escote y collares,
el Rey se los va sacando.
Para que lo oyera éste
dijo don Suero muy alto:
«Aunque es de estimar ser Rey,
estimara más ser mano.»
Mandóle por el requiebro
el Rey un rico penacho,
y a Jimena para en casa
mandarle la hizo un abrazo.
Así iba la comitiva
la ciudad atravesando
desde la iglesia al alcázar
entre vítores y aplausos.
Trataba el Rey con Jimena
de trabar plática en vano,
porque ella su discreción
acreditaba callando;
pues sabe que la mujer
que habla con un soberano,
es pez que abre mucha boca
en agua en que están pescando.
Llegó a palacio el gentío,
y partiéndose a dos lados
entróse en él a yantar
el Rey con sus convidados.