La leyenda del Cid: 94

La leyenda del Cid

La condesa de Carrión
dio a luz dos hijos gemelos
y a Dios el alma al parirlos:
quince años hacía de esto.
La condesa parió tarde;
el conde, que ella más viejo,
viendo crecer a sus hijos
rayaba casi en decrépito:
mas hombre que había cuidado
no más que de sí viviendo,
iba a cumplir ochenta años
robusto y sano de cuerpo.
Este conde de Carrión,
sus padres y sus abuelos,
no habían tenido nunca
más afán que el del dinero;
y por juntarle y doblarle,
nunca mientes habían puesto
ni en las glorias de la patria,
ni en las guerras de su tiempo.
Tan aislados de la corte
como esquivos con el pueblo,
vivieron encastillados
cual judíos avarientos.
Tenían en subterráneos,
cuevas y silos secretos
todo su oro, y lo aumentaban
con logrerías y préstamos.
El rey Fernando, su hijo
don Sancho, los caballeros
más ilustres de Castilla
y hasta don Alfonso mesmo,
para sostener su hueste,
sus mesnadas o su ejército
en campaña, muchas veces
a sus arcas acudieron.

El conde actual secundado
por un viejecillo enteco
y apergaminado, que es
su agente y su consejero,
hacia grandes ganancias
procuradas en silencio
por aquel grande agibílibus,
en cálculos gran maestro.
Hombre con vista de lince,
con olfato de sabueso,
como anguila escurridizo
y como raposa diestro,
por cualquier puerta pasaba,
cabía en cualquiera hueco,
llegaba a cualquier altura
a cualquier trato dispuesto.
Con ribetes de retórico,
de astrólogo y leguleyo,
y en Carrión, según los casos,
hombre de curia y comercio,
era en Carrión el factotum;
y a sus ignaros plebeyos,
según el caso, servía
de agente, escribano y médico.
El va y viene por el conde,
tal vez cerca, tal vez lejos;
de día, de noche, a pie,
en mula, solo o con séquito.
A veces desaparece
un día o un mes entero;
y a veces en un tenducho
que tiene en la plaza abierto,
bodega, almacén, oficio,
cueva y casa, en que revuelto
tiene algo de todo, pasa
toda una estación expuesto.
Allí recibe, consulta,
compra, vende, da remedios,
escribe, cambia monedas
y acepta prendas a empeño:
fía a las mujeres, presta
semillas a los labriegos,
y se aviene al cobro siempre,
sin ser a nadie molesto.
Este ser, a quien se llama
en Carrión Maese Luengo,
sin que nadie sepa de él
ni patria ni nacimiento,
ni si lleva nombre tal
por apodo u abolengo,
es del avariento conde
un tuautem mefistofélico.
Este hombre tiene sus cuentas
y de su casa el gobierno,
recibiendo de él lo que hoy
se llama tanto por ciento;
sin que le haya puesto el conde
jamás sobre sus derechos
cuestión, ni en sus cuentas nunca
el reparo más pequeño.
El conde cuando sus hijos
año tras año crecieron,
se los fió, cual le había
fiado su oro y secretos.
Y el conde con todo el mundo
avaro como un hebreo,
era con él generoso
y con sus hijos espléndido.
Espléndido y generoso,
bien entendido, respecto
de su ruindad y avaricia
de los hombres con el resto.
Su esplendidez con los hijos
llegó hasta darles dos perros,
dos halcones y dos flacos
asturianos caballejos.
Cuanto a Maese pedían
para reteles, anzuelos,
trampas y hurones, maese
se lo procuraba luego.
En suma, lo que hoy haría
cualquier ricacho hidalguejo
de Carrión, hacían él
y el conde con los mozuelos:
y eran estos lo que hoy
serían, ni más ni menos,
los de un viejo ex mayorazgo
de Alcorcón o Ciempozuelos.
Mas poco después que Alfonso
se tornara de Toledo
y antes que, jurando en Burgos,
se llamara Alfonso Sexto,
del viejo conde cambiaron
casa, negocios y genio,
a causa de un imprevisto
y extraño acontecimiento.

En mil y setenta y dos
se estableció en los terrenos
de Carrión un peregrino:
el cual, con permiso previo
del conde, hizo su morada
de un torreoncillo viejo,
en santuario convertido
en el picacho de un cerro.
El viejo conde, que nunca
pensó bien de un forastero,
el peregrino a Maese
encomendó un poco inquieto.
Fué y vino y tornó Maese
desde Carrión al cerruelo,
desde el cerruelo a Carrión
y volvió al fin satisfecho.
El solitario era un hombre
inofensivo; sincero
cristiano, a quien por un áspero
confesor hecho muy crédulo
y escrupuloso, traían
a buscar en el desierto
paz para el alma intranquila
su fe y arrepentimiento.
Dos años de penitencia
habíanle sido impuestos
en la soledad de un monte
por el obispo de Oviedo,
y él a cumplirla venía
en lugar del suyo lejos,
donde sus cuentas incógnito
pudiera hacer con el cielo,
y parecía hombre noble
y a comodidades hecho:
tal dijo Maese al conde,
creyéralo o no creyéralo.
Maese y el solitario
entrando en conocimiento,
fueron trabando amistad
e intimando; y año y medio
del conde con beneplácito,
vivió en la ermita el romero,
llegando a ser la amistad
de él y maese un misterio.
Y un día fué a verle el conde:
muchos iban los mancebos
a oírle contar leyendas,
de las que sabía cientos.
Y un día fué él al castillo;
y al cabo costumbre haciendo,
y necesidad tornándose
la costumbre, concluyeron
del romero en el castillo
por necesitar: cediendo
a la influencia que ejerce
el que es más sobre el que es menos.
El ermitaño era un hombre
de mundo y de buen consejo,
cuya condición mostraban
sus alzados pensamientos;
y aunque a su nombre y su historia
jamás había alzado el velo,
su traza es de buen cristiano
y su aire de caballero.
Poco a poco del buen conde
se fué en la casa ingiriendo;
viéndolo el mismo maese
y aun ayudándole a ello.
Y un día…, una noche de esas
de nevada y ventisqueo
que pasaban en Carrión
los cinco al amor del fuego,
hizo al conde el peregrino
este discurso discreto,
exponiendo sus ideas
con aire franco e ingenuo:
«Señor conde, antes que torne
al mundo, al que deber tengo
de volver, mi penitencia
cumplida, que será presto,
os diré como cristiano
e hijodalgo lo que siento.

»La vuestra es raza de halcones
no de buhos, ni mochuelos:
vuestros hijos tienen alas
y deben alzar su vuelo
a una región en que cacen
águilas y no vencejos.
Según lo que a catorce años
fuertes y ágiles les veo,
ya de que monten caballos
y empuñen lanzas es tiempo.
Con ejercicio en las armas
y trato de mundo, pienso
que pueden dar a Castilla
honor y a su padre nietos.
Yo, que bajo esta esclavina
soy otro del que parezco,
y antes de endosar este hábito
calcé espuela y blandí acero,
antes de volver al mundo,
si no os ofende, me ofrezco
a enseñarles de las armas
y del caballo el manejo:
que aunque para mí más logra
que las armas el ingenio,
aun para ir de éste por rumbos
saber de aquellas es bueno.
Y como conozco todos
los linajes solariegos
de Castilla, de Aragón
y demás cristianos reinos,
os haré de ricas hembras
casaderas un recuento,
con dos de las cuales llegue
a ser Carrión casi un reino.
Dos mozos que son tan nobles
y tan ricos y tan recios,
hasta a las hijas del Cid
a aspirar tienen derecho.»

Dijo el penitente: el conde
calló y frunció el entrecejo,
y a los muchachos los ojos
les chispearon de contento.

El cómo fué no se sabe,
ni importa mucho saberlo:
el caso es que al fin del año
el cambio era tan completo
en Carrión, que ya en justar
eran los muchachos diestros,
y había armería y cuadras
y hueste de Carrión dentro.

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El año de mil y ochenta,
el primero en que a Toledo
taló el Rey, murió maese
de un modo extraño y horrendo.
Fué a Burgos y no volvió;
al pie de un despeñadero
en el fondo de un barranco
se halló su tronco sangriento.
¿Cayó en él o en él le echaron?
Jamás se supo: sus restos,
presa de cuervos y lobos,
reconocerse pudieron
por sus ropas y sus cuentas
que se encontraron con ellos:
y el conde al sentir tal pérdida
se alegró de tal encuentro.
Mas no tuvo gran lugar
de echarle mucho de menos,
porque el incógnito al punto
suplióle y tomó su puesto.
Y hecho él del conde a las cuentas
y el conde de él a los cuentos,
nadie se quejó del cambio
y allí se quedó el romero.

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Al año siguiente el conde,
según constó en documentos
perdidos ya, pidió al Rey
un extraño privilegio:
y fué doblar su condado
de Carrión en sus gemelos,
es decir, crear dos condes
de igual título y derechos.
El Rey, que segunda vez
iba a dar tala a Toledo
y que ya debía al conde
desde tiempo atrás dineros,
pensó ¿quién sabe si fué
suyo o no tal pensamiento?
darse por quito del oro
a cuenta del privilegio.
Y se le otorgó: a los condes
homónimos previniendo
que con él se apersonaran
en la corte para verlos.

Vinieron acompañados
de un ayo: el mismo romero
en hábito penitente
encapuzado y envuelto.
En la corte un poco toscos
los muchachos parecieron,
y el ayo con quien venían
asaz raro compañero;
mas pasaron por galanes
por ser ricos como Cresos,
y nadie faltó del ayo
del hábito al miramiento.
El Rey, a quien importaba
no entrar en cuentas ni en cuentos
con su padre, a los dos mozos
otorgó cuanto pidieron ;
y entraron, según el conde
manifestaba deseos,
de doña Urraca por pajes
y a su merced se pusieron.
Acostumbráronse pronto
en el alcázar a verlos
sin extrañeza, de tantas
extrañas gentes en medio.
De los condes de Carrión
tal fué el extraño comienzo;
aunque lo calla la historia
y hay quien lo tiene por cuento.



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