La leyenda del Cid: 74
VIII
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editarDía de los Inocentes
un hora después del alba,
del obispo de Zamora
la misa oía la Infanta.
Del leal Arias Gonzalo
el hijo cuarto Pedr'Arias,
mozo de años veintitrés,
del presbiterio en la grada
está de hinojos, y ante el
depositadas las armas
que ha de usar y las espuelas
que ha de calzarle la Infanta.
Sin ser caballero, armado
de aquellos tiempos a usanza,
ningún campeón podía
entrar en liza aplazada;
y siendo él de sus hermanos
quien la primera batalla
ha de reñir, caballero
antes la Princesa le arma.
Sobre el arnés pieza a pieza
recitó las frases santas
el obispo, y las bendijo
ante la hostia consagrada.
Su padre que era el padrino
le dio al tiempo de entregársela
con la espada de dos cortes
la inexcusable espaldada;
y sobre un cojín de raso
teniendo el mozo las plantas.
le calzó la espuela de oro
su madrina doña Urraca.
Dióle un abrazo el obispo
y diéronle la acolada
cuantos nobles contenía
la capilla del alcázar.
Entonces Arias Gonzalo
tragándose mal las lágrimas,
completó la ceremonia
diciéndole estas palabras:
«Caballero eres, mi hijo;
haz como los de tu casa
hasta mí han hecho, mirando
siempre el riesgo cara a cara.
Caballero de Zamora,
a lidiar vas por tu patria;
si vences, sé generoso:
si vencido, muere y calla.
Tras de ti irán tus hermanos,
tras ellos yo, si me os matan:
y si yo no os vengo, juntas
al cielo irán nuestras almas.
Sed dignos de mí, hijos míos;
ya las trompetas nos llaman;
morid y no huyáis; por Cristo,
no deshonréis vuestra raza.»
............................
Ya estaban los castellanos
guarneciendo la estacada
de Burgos y de Zamora
mitad por mitad con guardas.
Los jueces del campo tienen
dentro de la empalizada
un andamio colocado
en parte cómoda y alta;
los obispos de León,
Santiago y Burgos, mitradas
las cabezas, con sus báculos
pastorales y las mangas
de sus parroquias, delante
de un altar móvil aguardan
a los campeones que deben
jurar lealtad a la entrada.
El Cid en un alto escaño
a alcance de las miradas
de todos, y dominando
por dentro y fuera las vallas
con la suya, estaba atento
a que al pueblo acomodaran
los guardas, sin que a ninguno
dieran queja ni ventaja.
Todo el pueblo de Zamora
y el ejército que acampa
por Burgos, delante de ella
en muchedumbre compacta
se apiñaban de la liza
en derredor, y la Infanta
y su corte iban el paso
a ver desde la muralla.
Después que los pregoneros
con voz vigorosa y clara
a ambos pueblos anunciaron
las condiciones pactadas;
y después que los farautes
silencio a la gente baja
impusieron, de castigos
atroces con amenazas,
cuando a punto lo vió todo
y a toda la gente en calma
pronta a presenciar la justa
sin impedirla o turbarla,
dio el Cid la señal de abrir
la liza: y bien nivelada
y limpia, quedó la arena
a los combatientes franca.
Fué el primero que entró en ella
don Diego Ordoñez de Lara
en un caballo bardado
de acero alemán con llantas.
Todos los arneses negros
traía, y de la celada
solamente en la cimera
un crestón de plumas blancas.
Apenas en el palenque
por el lado norte entraba,
cuando por el sur a escape
lanzábase en él Pedr' Arias.
El caballo de don Diego
era de sangre normanda;
reposado aunque brioso
y de fuerza extraordinaria.
El de Pedr'Arias era árabe,
cenceño, inquieto, y con trazas
de estar muy amaestrado
en saltos y suertes rápidas.
Don Diego mientras su parte
de campo y de sol tomaba
examinó al enemigo:
y a ver su primera entrada
esperó para juzgarle,
pues su presencia es bizarra.
El mozo tomó su puesto
con impaciencia marcada.
Sonó el clarín: arrancaron;
topáronse: y con extraña
destreza hicieron astillas
uno y otro sus dos lanzas.
El caballo árabe casi
tocó tierra con las ancas;
mas mientras don Diego vía
si caía o si se alzaba,
se encontró a Arias por el flanco
metiéndosele a estocadas,
como si él fuera de pluma
o el caballo tuviera alas.
Picado Ordoñez sintiéndose
en la carne y en el alma,
sentó su caballo dando
al mozo inquieto la cara:
y cuando el mancebo un círculo
quebrando, le dió otra entrada,
le dió un tajo en la cabeza
don Diego con tal pujanza,
que con él dió en tierra, y fin
con su vida a la batalla,
pues dejó al mozo tendido
de sangre sobre una charca.
Contemplándole don Diego
dijo: «Era un niño… ¡qué lástima!
Si le dejaran ser hombre
con los mejores hombreara.»
Tornó a su puesto en la liza,
sacaron de ella a Pedr'Arias,
y se oyó en el muro el llanto
de la Princesa y sus damas.
Arias Gonzalo más pálido
que su blanquísima barba,
paralizado tras ellas
ni oraba a Dios ni lloraba.
Fijas entre cielo y tierra
las pupilas, sus miradas
de tierra y cielo apartando,
nada ver aparentaba.
Sonó el clarín: aquietóse
el pueblo: y ebrio de rabia,
entró en el palenque a brincos
su tercer hijo Diego Arias.
Pidió otra lanza don Diego,
mojó con un buche de agua
la piel de su guantelete,
y tomó puesto tanteándola.
El segundo Arias es hombre
de buena estatura, de anchas
espaldas y monta erguido
un corcel de mucha alzada:
tiene aspecto de hombre recio
y de buen jinete planta,
pues cae a plomo en la silla
y bien su caballo manda.
Mas se ve que viene ciego
por la sed de la venganza,
y de la impaciencia siempre
partido don Diego saca.
Soltáronles, y arrancaron,
topándose. ¡Suerte brava!
Don Diego su lanza rompe
del mancebo en la coraza
sin moverle de la silla;
mientras él la suya encaja
por bajo el brazo derecho,
y hombro y brazo le desarma.
Tendióse hacia atrás Ordoñez
vencido de la lanzada
de Diego Arias, que por poco
de los arzones le arranca:
y cuando volvió a equilibrio,
vió que aparentando calma
a que otra lanza tomase
ya el zamorano aguardaba.
Tomóla cambiando sitio
quedando al Sur; y enristrándola,
vió que desarmado el brazo
expuesto el hombro quedaba,
si el bote el mozo repite,
lo que es natural que haga
teniéndole ya estudiado
sobre aquella parte flaca.
Mas don Diego en su desarme
no vió más que la ventaja
de tener más libre el brazo
para manejar su lanza.
Partieron: Ordoñez muestra
según su posición baja,
o debilidad, o intento ;
traidor que al caballo amaga.
El zamorano mirándole
recogerse tanto, trata
de nivelar el encuentro
y el punto de mira cambia;
pero Ordoñez de repente
y al llegar a él, levanta
su tiro; hiere con ímpetu
de la visera en las barras,
y mientras Arias su hierro
por los pretales resbala,
por el ojo izquierdo Ordoñez
derribándole le ensarta.
Un grito desesperado
dió el infeliz Diego de Arias,
y arrancado de la silla
a tierra vino de espaldas.
Revolvió Ordoñez atento
a rematarle si se alza;
pero era inútil: el hierro
hasta el cerebro le entraba.
Los castellanos rompieron
en aplausos: doña Urraca
en llanto; y Arias Gonzalo
del terror como la estatua,
inmóvil permanecía
sin acción y sin palabras,
cual si temiera al moverse
arrancar del cuerpo al ánima.
Los zamoranos con miedo
ya aún de Dios desconfiaban
y los jefes viendo a Ordóñez ;
que del hombro herido sangra,
le mandaron que a su tienda
a curar se retirara.
Mas él, en su tienda entrando,
dijo a los jueces: «No es nada:
¡otro arnés y otro caballo!
Con que no me enfríe basta;
no perdamos pues el tiempo,
que el Arias tercero aguarda.»
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¡Fiereza brutal del hombre
convertido en bestia brava,
que de su razón por prueba,
como irracional se mata!
Costumbres de siglos bárbaros
que aún heroicos se llaman,
que a gloria tienen los pueblos
y que los poetas cantan;
mas costumbres a mi juicio
tan estúpidas y bárbaras,
que hacen dudar de su origen
divino a la raza humana.
Mas tal es la historia nuestra:
no es culpa mía si es bárbara:
yo cumplo con advertírselo
a mi pueblo al relatársela.