La leyenda del Cid: 119
XV
editarIV
editarCONCLUSION
Jimena y Alvar mandaron
corredores por delante,
para los cristianos Reyes
del duelo con el mensaje;
y en unas andas y a hombros
del Cid llevando el cadáver,
continuaron poco a poco
hacia Cárdeña su viaje.
Según iban avanzando,
salían de todas partes
a ver los mortales restos
cristianos y mudejares;
y por do quier bendecíanle,
y por do quiera llorábanle,
por do quier reconociéndole
bueno, generoso y grande.
Cuando a Cardeña llegaron,
ya estaban allí esperándoles
el Rey, la Reina, del Cid
los dos yernos, los infantes
de Aragón y de Navarra;
sus hijas, que inconsolables
en llanto amargo rompieron
al abrazar a su madre:
y de cien cristianos príncipes
los enviados y farautes,
de aquel gran duelo partícipes
y en él sus representantes.
Alfonso había preparado
al Cid regios funerales,
en que oficiaron el Nuncio
del Papa, obispos y abades;
al que asistieron con cirios
concurso inmenso de frailes,
arciprestes y canónigos,
la corte, los principales
dignatarios, la nobleza,
los consejos populares;
y cuyo oficio cantaron
seises, salmistas y chantres.
Cuando llegó de meterle
en su sepulcro el instante,
Jimena y Alvar instaron
por que no se le enterrase.
Su cuerpo, que embalsamado
entre aromas orientales
de los que envió el Rey de Persia,
trascendía un olor suave,
mostrando bien aliñados
cabello y barba, el semblante
muy aseado, los ojos
cerrados con tan buen arte
que parecía dormido,
sin tener de repugnante
nada mortal, conservaba
su expresión serena y grave,
con que, más que de hombre muerto,
representaba de imagen
de patriarca dormido
exposición venerable.
El Rey y el clero acordaron
que expuesto se le dejase
junto al altar, según pide
Alvar y a Jimena place.
Y ésta hizo voto con él
en Cardeña de encerrarse,
a velar su cuerpo inerte
hasta morir consagrándose.
Ejemplo sin par de esposa,
renunció a cortes y alcázares,
para siempre de sus hijas
y del mundo separándose.
Entonces el Rey el duelo
despidiendo, de él delante
a desfilar comenzaron
Nuncio, obispos, clero, grandes,
y emisarios y adalides,
y todos los personajes
castellanos y extranjeros,
la mano al partir besándole.
Y estando en tal ceremonia
asistiéndole Alvar Fáñez,
vió a Ordoño que recostado
en un pilar esperábale.
Concluyó el duelo: partió
el Rey: y el reino al hallarse
sin el Cid, quedó como árbol
sin sombra y alma sin ángel.
...........................
Así que el Rey el camino
tomó de Burgos, los ojos
en torno echó Alvar buscando
a su buen sobrino Ordoño.
Éste, que le había seguido,
le abordó al punto; abrazólo
aquél diciendo: «¡Loado
sea Dios, que vuelves! — Y todo
dejándolo rematado
para siempre. — ¿Sí? — Sí. — ¿Cómo?
— Apartémonos do a solas
podamos hablar.» — Y el pórtico
del monasterio dejando,
y entrándose entre los olmos,
del soto, a solas el diálogo
anudaron de este modo:
ALVAR. Habla.
ORDOÑO. Si no ando tan listo,
nos estaba hilando un copo
con cuyo hilo hace una red
en que nos entrampa a todos.
Mas yo le así bien los cabos:
cogí conmigo tres mozos
de Vivar, que hallé en la liza
de Carrión, y a mi propósito
instruyéndoles, mostróles
al hombre y les dije sólo:
«Importa cogerle vivo,
sin sangre y sin alboroto.»
En cuanto él previó del duelo
el éxito, cauteloso
y taimado, fué del pueblo
entre el tumulto y el polvo
esquivándose del campo;
y de una zanja en el fondo
hallando camino oculto,
creyó escapar, e irse horro.
Pero mis dos Vivareños,
a abrigo de haldas y cotos
como culebras siguiéndole,
no quitaron de él el ojo.
De las ruinas de una ermita
en los paredones rotos
fué a meterse; y nos despista
si nos dormimos un poco.
La ermita tenía un silo;
pero quedó como un zorro
en cueva de dos salidas
acechado por dos osos.
Por aquel silo dejé
entrar dos espías moros:
mas les confesé al salir,
y ahogué al uno, y ahorqué al otro.
Viendo, en fin, el caso urgente
y el tiempo ya perentorio,
le sorprendí a él en su antro;
y de una peña en el cóncavo
dando con pruebas que me eran
menester...
ALVAR. ( impaciente). Acaba pronto.
¿Quién era?
ORDOÑO. Aliado de Búcar
y compadre del demonio.
ALVAR. Pero ¿quién era? ¡Por Cristo,
que me tienes en un potro!
ORDOÑO. Juzgadlo vos por sus hechos
de los que hallé testimonios:
mató a un príncipe: engañó
y difamó a don Alfonso
perdió y robó a los tres condes,
a doña Urraca dió un tósigo,
azotó a mis nobles primas,
juntó en Valencia un manojo
de traidores en el tiempo
que estuvo allí con nosotros;
de las cuevas del alcázar
falseó las llaves mañoso;
prometió a Valencia a Búcar;
y si a tiempo no le cojo,
incendia una de estas noches
la leña de nuestros sótanos,
nos arma a los mudejares,
abre a Búcar los cerrojos
del postigo bajo, y diestro
nos ahuma como a tordos
en un sauce, en el alcázar
por él convertido en horno.
ALVAR. Pero ¿quién era?
ORDOÑO. El más vil,
y el más gran traidor del globo;
su nombre será en Castilla
de toda infamia sinónimo.
Yo le llevaba a Valencia
para que, según los códigos
juzgado, acabase en público
y en patíbulo afrentoso;
pero viendo, del camino
guarecido tras un bordo,
venir el convoy del Cid,
por no daros más estorbos
ni pesadumbres, metíle
en el robledal de Tormos.
Le até a uno de los de marras;
y como a un perro rabioso,
le clavé con un venablo
por las espaldas al tronco.
—¡Cómo a don Sancho!— dijo Alvar
recordando melancólico,
la gran traición de Zamora.
—Ley del Talión— dijo Ordoño;
si vos le hubierais cogido,
su fin no hubiera sido otro
que el suyo.
ALVAR. ¡Torpe de mí!
¿era, pues?…
ORDOÑO. Bellido D'Olfos.