La leyenda del Cid: 51
V
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Tiene a Carrión mal tendido
un árido cerro a lomos,
entre un puente de romanos
y un castillejo de moros.
El río, haciendo una comba
de la loma en el recodo,
al puente sirve de espejo
y al castillejo de foso.
Tienen unos condes ricos
hacienda grande en sus cotos;
mas de seso muy escasos,
de corazones muy flojos
y avaros como judíos,
sus tierras dan a colonos
en arriendo; y no se ocupan
en labores, sino en cobros.
Dueños de los encinares
y las dehesas del contorno,
sus maderas y sus pastos
cambian sin trabajo en oro.
Teniendo así sus terrenos
en tan cobarde abandono,
ni han pensado en su defensa
ni la han menester tampoco;
pues consistiendo su hacienda
en escondidos tesoros,
en caso de guerra huyen,
y al volver se encuentran horros.
Con un vigía en la torre,
y un velador cuidadoso
a la cabeza del puente,
de sorprenderles no hay modo;
porque el puente está torreado,
y el Cea por allí es hondo;
y en largo trecho adelante
sólo hay llanos y rastrojos,
por donde alcanza la vista
gran distancia sin estorbos,
regando el río, agua abajo,
de fértil vega un buen trozo.
Del otro lado del río
el terreno es pedregoso,
y unos tapiales ya viejos
guardan el pueblo tan sólo.
Verdad es que por las breñas,
zanjas, barrancales y hoyos
que al pie del cerrillo esconde
tupida capa de abrojos,
sólo los pastores andan
por mil senderillos corvos,
que cortan tajos continuos
y llovedizos arroyos.
Ya está la noche avanzada;
cubre el cielo nebuloso
un pabellón denso y móvil
de nubarrones de plomo;
y un aire pesado y débil
con interrumpidos soplos,
la lluvia amaga y no puede
sacar de sus senos cóncavos.
Leoneses y asturianos
del triunfo en el alborozo,
están en Carrión de fiesta
gran gasto haciendo de mosto.
Habiendo a los burgaleses
tan completamente roto,
que ni seguirles quisieron
al ver su total destrozo,
creían caer en Burgos
dentro de plazo tan corto,
que ni pudieran rehechos
estar, ni a defensa prontos.
Así, del lado de Burgos
guardado el puente tan sólo,
solamente están guardados
por las tapias por el otro:
y abandonados al goce
del triunfo y del tiempo próspero,
en vez de ser campamento
era Carrión Pandemonium.
Los villanos, no cuidados
por sus condes, dieron fondo
al envás de sus bodegas
por cuenta de don Alonso.
De soldados y villanas
parejas, grupos y corros
estaban de la alegría
y la embriaguez en el colmo.
Los gallegos, de una gaita
al son, girando en redondo,
con las mozas en la plaza
danzaban su baile godo.
Los lusitanos, cebados
en un aloquillo rojo,
tan bocón como caliente,
tan traidor como sabroso,
primero alegres, después
pesados, y al fin beodos,
dormitaban calentándose
ante hogueras de manojos
y los aliados infieles,
cansados ya de ser sobrios
y aguados como muslimes,
bebían como católicos.
Sentados en los talones,
en las rodillas los codos,
entre las manos la barba,
encandilados los ojos,
y empinados en la nuca
los turbantes y los gorros,
como un congreso de enanos,
como un sanhedrín de gnomos,
contemplaban y aplaudían
ebrios, un grupo diabólico
que ante ellos bailaba, al son
de un tamboril y un piporro.
Y en tan culpable desorden
que estuvieran fué forzoso
el rey don Alonso ciego,
y sus capitanes locos.
Conocedor del terreno
y en estratagemas docto,
el Cid vadeó el río Cea
por un bajío arenoso:
y echando a ancas los peones,
primero unos y luego otros
en breve tiempo a pie enjuto
a la otra orilla pasólos;
y avanzando por atajos,
cruzando dehesas y sotos,
dio en las eras de Carrión
entre la iglesia y el hórreo.
Dejando allí los caballos
a bagajeros y mozos,
trepó al cerro con los suyos,
a la rastra como topos;
y cuando al pie de las tapias
arribaron silenciosos,
del baile y de los cantares
a merced del alboroto,
vieron a los leoneses
sin oídos y sin ojos,
como conejos en brama
sin sentir a los raposos.
En el salón del consejo
cenaba el Rey don Alonso,
futuros planes trazando
con sus capitanes todos,
cuando interrumpió su fiesta
estrépito clamoroso
y rudo son de pelea
que apercibieron absortos.
Pusieron mano a los hierros,
más que espantados atónitos,
pero sin tiempo ni espacio
para sacarles del forro;
porque puertas y ventanas
hechas de repente trozos,
dieron paso a una centena
de burgaleses furiosos,
que gritando «¡por don Sancho!»
como banda de demonios
en un círculo de espadas
les encerraron de pronto.
De la sorpresa el buen éxito
fué completo y perentorio:
ni resistencia posible,
ni esperanza de socorro.
Don Alonso se cubría
con ambas manos el rostro,
o por no ser conocido
o por cubrir su sonrojo;
cuando, al tiempo que una mano
tocaba apenas su hombro,
oyó una voz que le dijo:
«Preso por don Sancho os cojo.»
¡El Cid!, exclamó el infante;
haznos paso, y en retorno
te daremos…
— Las espadas:
yo ni me vendo ni compro.
En esto en medio del ruido
de la lid y el fulgor torvo
del incendio que arde fuera,
entró respirando encono
don Sancho con el mandoble
ensangrentado hasta el pomo;
y al ver a su hermano, encima
vínosele como un lobo.
Metióse el buen Cid entre ambos.
—Dámele, dijo rabioso
don Sancho. — Es mi prisionero,
respondió el Cid. — Te le compro,
véndemele; dijo el Rey.
— En cautivos no negocio.
— Te doy por el… —Vuestra mano,
señor; y cuando el enojo
dominéis con la razón,
en esta mano que os tomo
pondré la de vuestro hermano,
como la mía hoy os pongo.
—Yo soy el Rey.
— Dios es Dios:
Él me juzgue según obro;
dijo el Cid al Rey irguiéndose.
Miróle éste airado y hosco,
y el Cid sin soltar la mano
que el Rey le dió, poco a poco
con su mirada serena
hizo al Rey bajar los ojos.
— Señor, dijo el Cid, lo mismo
que por vuestro honor afronto
vuestra cólera, en el campo
por él los huesos me rompo.
Si a vos por él os prendiera,
dijera yo a don Alonso:
«Don Sancho es hermano vuestro:
sed cristiano y generoso.»
El rey escuchando al Cid
iba su semblante fosco
serenando y escondiendo
en su corazón el odio.
Al fin, con faz ya tranquila,
pero con acento aún ronco
por la ira mal apagada,
dijo: —Sé, pues, su custodio:
mas no quiero que en Castilla
haya más que un sol y un trono:
las cabezas con corona
que tope en ella, las corto.
Si él mismo rompe la suya
en su regio territorio,
y sus pueblos se me entregan…
veré a lo que me acomodo.
Soltó la mano del Cid;
y a pasos lentos y cortos
salió del cuarto, dejando
respirar en él a todos.
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Y cuando en el aposento
les dejaron a ambos solos,
hablaron así en voz baja
Ruy Díaz y don Alonso.
— Ruy, mi hermano es una fiera.
— Mas ya veis que yo la domo.
— Tengo miedo a que me mate.
— Siento que seáis miedoso.
— No tengo miedo a la muerte,
sino a morir de mal modo.
— No temáis: mientras yo viva,
yo de él y de vos respondo.