La leyenda del Cid: 105

La leyenda del Cid

Y la conservó; y en vano
Búcar sobre ella se puso,
para cobrarla del Cid
el mar cruzando iracundo.
El Cid volver hizo al árabe
a sus desiertos incultos,
en la playa de Valencia
abriendo a seis mil sepulcro.
Otra vez volvió del África
tan tenaz como sañudo
Búcar, y otra le hizo el Cid
darse a la mar dando tumbos.
El Cid mantuvo a Valencia
sin favor de Rey alguno
con sólo su corazón
y el aliento de los suyos:
y el mantenerse cinco años
como por él la mantuvo,
fué asombro del universo
y gloria eterna de Burgos.
Mantúvola: y pudo darse
de Rey de Valencia humos,
pues fué, cuanto reino era
de Valencia mora, suyo.
De Reyes moros en ella
cual Rey recibió tributos,
y hasta Aragón se extendían
de ella los confines últimos.
El Cid la abasteció pródigo,
la embelleció, la repuso,
la almenó; y aspillerándola
y cerrándola con muros
flanqueados de torreones
y reforzados con cubos,
la guarneció con milicias
de hombres mozos y robustos.
La fama su nombre y hechos
llevó a tan opuestos rumbos,
que un barco del Rey de Persia
a los pies del Cid condujo
una lujosa embajada
y un cargamento de frutos,
gomas, perlas, chales, pájaros
y leones melenudos,
y caballos conducidos
por siervos de pelo rufo,
piel negra y uñas doradas
camarcandanos y nubios.
Todo ello especificado
en una hoja de oro puro,
que escrita una carta al Cid
trae en caracteres kúficos:
que le presentó de hinojos
un rajáh, que en un discurso
pomposísimo ofrecióle
del Rey de Persia el saludo.

Nada faltó, pues, al Cid
para ser Rey: de Rey tuvo
tierras, poder, influencia,
rentas, ejército y lujo.
Se alojó en alcázar regio,
y tuvo en el que hacer uso
de reales atavíos,
armas, y talares túnicos;
porque aquel lujo exterior
en un cristiano profuso,
era para con los moros
necesario y oportuno.
Fué, en fin, el Cid de Valencia
tan distinto del de Burgos,
como un manto de brocado
y un gabán de paño burdo.
La noble Jimena Gómez
tuvo de reina recursos,
y dio cual reina a los pobres,
y gracias de ello al Dios sumo.
Las hijas del Cid ataron
sus cabelleras con nudos
de perlas como princesas,
siendo el amor y el orgullo
de Valencia; los dos ángeles
buenos del pueblo, que en grupos
se juntaba a bendecirlas
cuando salían en público.

Bibiana, al verse entre moros
y a sus señores tan unos
con ellos, veía siempre
en vida tal algo turbio;
y allá a sus solas decía:

«Pues señor, yo me confundo:
jamás creí que todo esto
pudiera andar así junto.
¿Somos cristianos o moros?»
Y en su entendimiento rudo,
de algún castigo de Dios
siempre andaba con barruntos.

Mas Valencia era un edén,
y el reino de España único
donde árabes y cristianos
vivían cual pueblos cultos;
los árabes con sus mutfís
en sus mezquitas seguros,
de las católicas fiestas
entre el campaneo y júbilo.

Así que el Cid una noche
en el reposo nocturno
y en el dichoso retiro
de su alcoba, decir pudo
a su Jimena en voz baja:
«Ahora, Jimena, presumo
que ya el alma no te acosan
aquellos miedos absurdos.
Por Dios, por ti y por mi patria
hice cuanto en hombre cupo:
más áspera penitencia
que yo no hizo hombre ninguno.
Treinta años lidié, y Dios creo
que dió a nuestras penas punto.»

Jimena suspiró y dijo
solamente: «Dios es justo.»


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