La leyenda del Cid: 63
VII
editarIV
editarY uno es un mal esperar
que nos puede acaecer,
y otro es sentirle llegar,
y, sin poderle atajar,
cómo nos sucede ver.
Así que los zamoranos
tuvieron bajo sus muros
a los tercios castellanos,
no les bastaron ni manos
ni ojos para estar seguros.
Y aunque está muy bien murada
y son muchos en la villa,
no hay hora en que amenazada
no se halle de ser entrada
por las gentes de Castilla.
Y minándoles la tierra,
y dando a peñascos vuelo
con sus máquinas de guerra,
el Rey de Castilla cierra
sobre ella por tierra y cielo.
Y comienzan a entender
que uno es a Rey tal bravear,
y otro con tal Rey tener
sin dormir y sin comer
día y noche que lidiar.
Grandemente les ensaña
ver que Galicia, León,
Asturias y toda España
al Rey en esta campaña
dan hueste y mandan pendón;
pues ven desde sus baluartes
entre los del Rey y el Cid,
ondear los estandartes
que llegan de todas partes
desde Oviedo a Val-de-Olid.
Mas no por eso villano
cede o se descorazona
el fiel pueblo zamorano:
cuanto el riesgo es mas cercano,
más puja y se envalentona.
Al largo asedio se aveza,
y cuanto el Rey más la plaza
bate, con más entereza
defiende él su fortaleza
y los asaltos rechaza.
Y sobre su fuerte muro
al castellano provoca
tras de cada asalto duro,
como un viejo halcón seguro
en la cresta de una roca
¡Bien Zamora se defiende!
y aunque bien Sancho la ataca,
la estrecha, mas no la ofende:
cuanto en ira él más se enciende,
más firme está doña Urraca.
Mas todo ímpetu primero
de alta fe, valor profundo
o amor el más verdadero,
da en el pueblo más entero
en un extremo segundo.
El tiempo, de amor y fe
y entusiasmo popular
gran roedor, no hay con qué
por tierra al cabo no dé
en un pueblo a largo andar.
En el pueblo más constante,
más leal y más val¡ente,
nunca falta un intrigante
o un traidor, que ir adelante
le impida y le desaliente.
Jamás falta un agorero
que mal no le vaticine,
o un traidor aventurero
que alce un murmullo primero
y a un mal parecer le incline.
Y alzado el primer rumor,
cual mina que se dispara
sube el murmullo a clamor;
y un pueblo entrado en furor
¿quién sabe dónde se para?
Ve el de Zamora que pasa
a largo andar el octubre,
y aunque el invierno se atrasa,
que comienza a estar descubre
su gente y vitualla escasa.
Y con secreta zozobra
comienzan a comprender
los zamoranos, que es obra
su resistencia de sobra
difícil de mantener:
pues mientras ellos se merman
de heridas, cansancio y hambre,
con los que mueren y enferman,
sin que ellos coman ni duerman
crece el campo como enjambre,
Y ya Arias Gonzalo el viejo,
el más ducho en el consejo
y el más bravo en la batalla,
aunque en público lo calla,
a solas anda perplejo.
Y ya que el hambre le venza
o ceda su ánimo flaco,
del viejo Arias con vergüenza,
el pueblo a temer comienza
que la ciudad se entre a saco.
Y en vez de aquella fiereza
con que leal se batía,
le ve con mortal tristeza,
vista torva y faz sombría,
contemplar la fortaleza
del muro en que ya no fía.
Y empieza extenderse a ver
del alcázar en redor,
y por las plazas crecer,
ese siniestro rumor
con que el miedo empieza a ser
de la rabia precursor.
Aun reina Urraca en Zamora,
aun no ha recibido insulto,
aun no es Zamora traidora,
aun piensa y sospecha a bulto;
mas ya el germen se elabora
de la traición o el tumulto.
Anda por Zamora ya
un hijo de Olfos Bellido,
Bellido D'Olfos que va
allegándose partido;
que amigo de Arias no ha sido
nunca, y recelos le da.
Hombre de muy mala fe
y gran traidor tiempo atrás
dicen que su padre fue:
dicen del hijo además
que mató al padre; no sé
si se averiguó jamás.
El odio a él de Arias Gonzalo
en tales dichos estriba:
el hecho es que es hombre malo,
pero con la infanta priva:
y aunque Arias entre ojos halo,
D'Olfos es diestro y le esquiva.
La infanta le quiere bien
porque la lleva el genial:
y los villanos también
le aman y temen, por tal
historia tradicional;
por la que en él tal vez ven
algo sobrenatural.
Este hombre de extraña raza
y de extraña historia, empieza
a andar ya de plaza en plaza,
y a ser de grupos cabeza:
todavía no amenaza,
mas ya bulle y embaraza
y do quier se le tropieza.
Aún Zamora se defiende:
mas tan recio el Rey le ataca,
que ya sus muros ofende,
sus piedras y almenas saca
de asiento, y sus cubos hiende;
y ya con miedo comprende
su situación doña Urraca.
Ya empieza la población
a comprender de Zamora,
que no tiene en conclusión
que esperar desde esta hora
remedio ni salvación,
sin un milagro, que implora
sin fe, o por una traición.
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Mas la gente pensadora
se hacía esta reflexión:
«Dios milagros no hace ahora,
¿y quién hace la traición ?»