La leyenda del Cid: 69
VIII
editarII
editarTristísima fué la noche
del Rey en el campamento,
con su cadáver en tierra
y la tormenta en el cielo.
Las tiendas arrebatadas
por el ímpetu del viento,
por las aguas de un diluvio
enlodazado el terreno,
los corazones transidos
de horror y de sentimiento,
soldados y capitanes
calados hasta los huesos.
todo en el real de Castilla
era angustia, afán y duelo,
y maldiciones y llantos
y votos y juramentos.
Para el traidor maldiciones;
y votos de amor eterno,
juramentos de venganza
y lágrimas para el muerto.
Extraído ya el venablo,
lavado el tronco sangriento,
tienen el frío cadáver
aderezado en un féretro,
sobre un túmulo formado
con militares trofeos,
alumbrado con hachones
que tienen monjas y clérigos;
y arrodillados en torno
se turnan para tenerlos,
como los que guardia le hacen,
hidalgos y caballeros.
De la tienda real en otro
vecino compartimiento,
velan el Cid y los nobles
adalides del ejercito;
todos castellanos; todos
sus partidarios con feudos
en Castilla y de don Sancho
mantenedores resueltos.
La tienda real, que está hecha
con doce argollados lienzos,
encerados por afuera
y tapizados por dentro,
sujetos todos en cruz
con frenadores de cuero,
por anillaje pasados
a las puntas por los centros,
está alzada y sostenida
en ocho mástiles recios,
equilibrados y firmes
en cordones contrapuestos,
y en estacas poderosas
de cuatro en cuatro sujetos;
y está alcázar de campaña
tan segura como un templo.
En ella está la tristeza
veraz, el dolor sincero,
la lealtad que no sabe
bastardar los sentimientos.
Alrededor de esta tienda
acampan los verdaderos
castellanos, los leales
burgaleses, que, aunque envueltos
en fango y tinieblas, guardan
los militares respetos
a sus jefes, y vigilan
campo y trinchera en sus puestos.
Del campo en las otras alas
la inquietud es de otro género:
los jefes tienen consultas,
los soldados cuchicheos.
Van y vienen, salen y entran
pajes y palafreneros;
todo está en desordenada
confusión y movimiento.
Eran ya las altas horas
de la noche; el aguacero
cesaba y el temporal
poco a poco iba cediendo:
si hubieran los zamoranos
aprovechando el momento
de aquel descuido y desorden
¿quién sabe que hubieran hecho?
Mas en buscar al traidor
pensaron sólo; y queriendo
probar que no eran traidores
la oportunidad perdieron.
Los Arias, husmeando a D'Olfos
como despistados perros,
al vecindario inquietaron
y la ciudad revolvieron,
y por atender a su honra
su interés desatendiendo,
tal vez de salvarlo todo
triunfando desatendieron.
Sólo la infanta esperando
su salvación de más lejos,
el caso al Rey don Alfonso
escribió, y en el silencio
de la noche a la Felláh
llamó y la dijo: «¿A Toledo,
te atreves a ir?» Y la mora
dijo: «—Yo a todo me atrevo.
— ¿Llegarás? —Sí. —¿Cómo el campo
cruzarás? — Como un conejo,
por entre los mismos pies
del Cid, si con él tropiezo.
— Mejor es que busques paso
por donde él no esté. — Yo vuelo
como las aves y nado
como los peces; sin miedo
queda, sultana, por mí,
que yo por mí nada temo.
— Pues toma y que Dios te ampare.»
Dióla su carta y dineros
la infanta: y para mayor
seguridad y secreto
por el muro descolgándola
por entre el monte y el Duero,
partió la mora: y la infanta
quedó a sus solas diciendo:
«Dios me perdone olvidar
por el Rey vivo al Rey muerto».
Los príncipes son así
casi siempre todos ellos:
son hombres, mas obligados
a ser príncipes primero.