La leyenda del Cid: 80

La leyenda del Cid

El templo de la abadía
de San Pedro de Cardeña
de los oficios católicos
con la salmodia resuena.
Sus ámbitos perfumando
dos incensarios humean,
y el humo las vivas luces
de sus rosetones templa.
El sacro altar resplandece
de flores cargado y velas,
cuyo reflejo hacen móvil
las colgaduras espléndidas.
Damascos y terciopelos,
brocados y ricas telas
visten del piso a las bóvedas
de su fábrica las piedras;
y, complemento estruendoso
de la católica fiesta,
al vuelo de las campanas
parece que el suelo tiembla.

Está atestada la nave
de gente hincada en hileras,
como en orden de milicia
y en aparato de guerra;
no se ve más que brillar
armas, ondular cimeras
y tremolar estandartes
desde el altar a la puerta.
En él el abad, anciano
de alba barba y calva testa,
de espléndidos ornamentos
vestido, misa celebra.
La noble Jimena Gómez
con sus dos hijas pequeñas
la oye al lado de la Epístola
hincada en cojín de seda.
El Cid al del Evangelio
con cristiana reverencia
la oye también, circundado
de adalides hasta treinta:
y en mitad del presbiterio
su hijo Diego Díaz vela
sus armas que ante sí tiene
y en las manos su bandera.
El Cid sale desterrado,
y con el Cid se destierran
quinientos hombres de Burgos,
que por el Cid al Rey dejan.
El Cid sale desterrado
y saca por vez primera
a campaña a su hijo Diego,
aguilucho que ya vuela.
El Cid sale desterrado;
mas con él a Burgos dejan
la juventud, la hidalguía
y la honra burgalesas.

De Dios a amparo, y del Rey
contra el desamparo quedan
de San Pedro en la clausura
su esposa y sus hijas tiernas;
y al partir a su destierro,
el Cid con su hueste fiera
la bendición de Dios pide
y el buen abad se la echa.
Alzó el buen viejo las manos
sobre todas las cabezas,
y ante él se doblaron todas
como de Dios en presencia.
Y aquella cruz que en el aire
trazó con su mano trémula,
fué a dar a las almas todas
un nuevo germen de fuerza.
La fe cristiana que el alma
de los creyentes alienta
da a su espíritu del mar
y del huracán la fuerza;
y esa cruz de la que rastro
ni sombra en el aire resta,
infunde una fe en sus almas
que hasta el cielo las eleva.
Bendijo el abad la hueste
en nombre de aquella eterna
Trinidad que el universo
sobre su palma sustenta;
y tremolando don Diego
Díaz con ambas muñecas
la bandera de Vivar,
se alzó en pie la hueste entera;
y el Cid, que de el presbiterio
domina toda la iglesia,
dijo estas palabras, símbolo
de su fe caballeresca:

«Padre abad de la abadía
de San Pedro de Cardeña,
que fundaron mis abuelos
de tributo al Rey exenta:
tú enterraste aquí a mis padres
que me oyen desde su huesa,
y a ti encomiendo mis hijas,
mi mujer y mi honra; tenlas
a tu amparo hasta que torne
vencedor, o hasta que muera.
Y dile al Rey de Castilla
si te pregunta por ellas,
que yo la honra de mi casa
dejo aquí de mi fe en prenda:
que ilesa deje mi honra
cual su honra yo dejo ilesa:
y que cuando con un reino
para él conquistado vuelva,
ajustaremos entre él
y los burgaleses cuentas.
Castellanos desterrados
con el Cid, que no nos pueda
llamar nunca malos hijos
nuestra patria en nuestra ausencia.
Si el Rey nos expulsa ingrato,
a la patria representa;
vamos a la lid por él
que será lidiar por ella.
Caballeros desterrados
con el Cid, ¡a la frontera!
¡a caballo y lanza en ristre
por el Rey que nos destierra !
«¡Viva el Cid!» — gritó la hueste
con unísona e inmensa
y potente voz, cuyo eco
estremeció las vidrieras
del templo, yendo a perderse
sus sonoras ondas trémulas
por la altura en el vacío,
por la llanura en la selva.

Abrazó el Cid a sus hijas
y a su esposa y a la vieja
Bibiana y al viejo abad
y a los viejos que le quedan
a su servicio: y el son
al oír de las trompetas,
montó a caballo, se puso
de su hueste a la cabeza
y partieron los de Burgos
con el Cid a la pelea,
tan alegres como mozos
convidados a una feria.


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