La leyenda del Cid: 86
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editarDos años después la Reina
dio a luz una linda infanta,
que yendo y viniendo días,
fué la reina doña Urraca.
Cuarenta después del parto,
domingo por la mañana,
sale a misa de parida,
la reina doña Constanza.
Los pueblos y reyes toman
de cualquiera circunstancia
favorable, pie y motivo
para festejos y danzas.
Así que con este fausto,
toda la ciudad es gala,
yerbas y flores sus calles,
colgaduras sus ventanas,
música y vivas su atmósfera;
y sus matutinas auras,
sueltas a vuelo, estremecen
las estruendosas campanas.
El Rey y don Peranzules
y toda la cortesana
turba, sirviendo a la Reina,
a la iglesia la acompañan.
Una montañesa, moza
vigorosa y colorada,
lleva a la infanta en los brazos,
bestia de cría y de carga.
Doña Urraca, a quien diez lustros
de doncellez avinagran,
va en litera sonriendo,
mas febril, doliente y flaca.
El Rey va tan satisfecho
como la Reina galana;
los cortesanos sonríen,
victorea el pueblo y canta;
y del palacio a la iglesia
la real comitiva avanza,
de oro, perlas, seda y plumas,
como ondulante cascada.
Ya del pórtico del templo,
en la comba escalinata,
el obispo bajo un palio
con su clero le esperaba,
envuelto en la nube móvil
trasparente y aromada,
del humo de áloe y mirra
que diez incensarios lanzan;
y ya iba el Rey con séquito
atravesando la plaza,
cuando un tropel bizarrísimo
salió a interrumpir su marcha.
Sobre un caballo que airoso,
corvetea, bufa y piafa.
y flecos y lambrequines
por el empedrado arrastra,
armado de punta en blanco,
pero sin broquel ni lanza,
hecho un San Miguel venía
Alvar Fáñez de Minaya.
Tras él venía un faraute,
que en un cofre de oro y nácar,
forrado de red de aljófar,
trae dos llaves y una carta.
Tras él vienen treinta esclavos
vestidos a la africana,
con treinta caballos árabes
de la más hermosa raza;
que, encubertados con ricos
paramentos de batalla,
traen treinta alfanjes colgados
en las sillas enmalladas;
y detrás de los caballos
vienen cinco mulas blancas,
con veinte talegos de oro
en monedas acuñadas.
Paróse el Rey contemplando
comitiva tan bizarra,
entre absorto por su lujo
y ofendido por su audacia;
mas despejóse su ceño
al oír estas palabras,
que, echando pie a tierra, díjole
Alvar Fáñez de Minaya.
«Señor Rey, estas dos llaves
son de Alcocer y de Alhama,
y el río Jalón os riega
treinta villas tributarias,
que en esos treinta caballos
os traigo representadas;
y en esas talegas viene
lo que por vuestras os pagan.
El Cid, vuestro buen vasallo
que os las conquistó, me manda
a que os las dé por albricias,
y os saluda en esta carta.»
Sonrió graciosamente
don Alfonso y dijo: «Dádmela,
después la leeré despacio:
llevad vos todo esto a casa
y esperadme, allí hablaremos
de la iglesia a la tornada.»
Y esto dicho y haciendo ánimo
de avanzar el Rey, se echó Alvar
a un lado haciéndole calle:
y mientras el Rey las gradas
subía y a verle al paso
sacaba su cara pálida
la infanta de la litera,
Alvar Fáñez de Minaya
se fué a palacio seguido
del pueblo que le aclamaba.
Y durante los oficios,
a los Reyes y a la Infanta
distrajo el pueblo, que al Cid
daba vivas en la plaza.