La leyenda del Cid: 68
VIII
editarI
editarD'Olfos no tenía cómplices:
nadie esperaba su vuelta
en Zamora: nadie estaba
con él en inteligencia;
mas él contaba con todos
sin que nadie lo supiera,
y con todos le ayudaron
su osadía y su destreza.
Todo lo había calculado:
de su traición la tragedia
consumada en sitio oculto,
antes de que descubierta
fuese, le daba harto tiempo
para huir; de las trincheras
del campo al foso, tenía
franca una llanada extensa
dominada por Zamora;
y al salir de las malezas
donde hizo su hecho, contaba
con la vigilancia atenta
de la ciudad, y no en vano;
del muro los centinelas,
los vigías del postigo
y torres que le flanquean,
vieron un encapuzado
tomar a escape la cuesta,
y conocieron al Cid
que tras él iba subiéndola.
El alcaide del postigo
(cual D'Olfos lo pensó) piensa
que, mensajero o espía
de doña Urraca, atraviesa
el campamento audazmente;
y teniendo sólo en cuenta
que por el Cid perseguido
ser debe amigo, la puerta
le franqueó y le tiró el puente:
y por si su afán le ciega
y entra el Cid tras él, se puso
para entramparle en espera.
El Cid que es muy ducho en trampas,
celadas y estratagemas,
que en los mayores peligros
la serenidad conserva
y que siempre hacia adelante
mirando jamás tropieza,
viendo en salvo al que seguía
cortó su inútil carrera.
Entró D'Olfos como un rayo,
y sin dejar tiempo apenas
para verle a nadie, a escape
metióse por las callejas;
y mientra el absorto alcaide
con sus gentes en perpleja
indecisión consultaba,
él se perdió en sus revueltas.
Ya dentro, estaba seguro
de que en sus calles desiertas
no tendría ojos Zamora
para él, pues sólo hacia afuera
mira, viendo allá su riesgo;
y si es que alguno a una reja
se asomó al son del galope
de su caballo en las piedras,
ya D'Olfos desparecía
dando a las esquinas vuelta;
ni era bajo la capucha
fácil que le conocieran.
Cruzó, pues, la población,
sin que de él apercibiera
nadie en ella todavía
la traición ni la presencia.
Rincón no había en Zamora
que conocido no fuera
por el traidor palmo d palmo:
llegado a una calle estrecha
por un convento de monjas
y las tapias de una huerta
formada, y sobre la cual
no hay ventana alguna abierta,
paró en firme su caballo
que de cansado revienta,
se apeó y le dejó libre
al cuello echadas las riendas.
Todo lo ha pensado D'Olfos;
corre vecina la acequia
del agua que entra en el huerto,
fina y helada: la bestia
se echó a ella con sed rabiosa;
y sabe D'Olfos que es fuerza
después de carrera tal
que en ella su muerte beba.
Rompió en esto en un diluvio
la nublazón, la postrera
luz de la tarde extinguiéndose
detrás de su lluvia espesa.
D'Olfos dobló a paso largo
del monasterio las cercas,
y sin vacilar cruzando
callejones y placetas,
dio en un postigo trasero
de una casa solariega
situada de la ciudad
en la parte al real opuesta.
Por allí el Duero a Zamora
con turbias aguas rodea
cuya anchura y profundísima
corriente son su defensa.
Las casas por allí están
muradas y con almenas
y abren postiguillos falsos
sobre las ásperas peñas,
entre las cuales se ocultan
arriesgadísimas sendas,
por do se baja por agua
del río hasta las riberas:
el postigo en que dió D'Olfos
de una de estas casas era;
metió con tino una llave
en la cerradura a tientas;
y es claro que tiene práctica
de usarla, pues se maneja
a tientas cual si llevara
en la mano una linterna.
Era su casa; metióse
dentro y la calle desierta
lleno la lluvia y el ruido
con que cae sobre la tierra.
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D'Olfos no tenía cómplices:
jamás su traidora idea
salió de su mente; a frase
no la redujo su lengua
jamás. — Sabía que hay cosas
que a ninguno se revelan
ni con nadie se consultan:
porque por más que convengan
a muchos, no las sanciona
nadie dichas, sino hechas;
y sólo por su buen éxito
pasan como hecho y se aceptan.
D'Olfos no tenía cómplices:
de su traición la secreta
causa la saben sólo él,
Dios y el diablo que le tienta.
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Ahogado al fin el crepúsculo,
cerraba la noche apriesa
entre la lluvia y la sombra
dejando al mundo en tinieblas.
Zamora ignoraba aún
lo hecho por D'Olfos: las fieras
voces del Cid en el campo
impidió el viento que fueran
en la ciudad comprendidas;
porque rotas y dispersas
por el viento, en la distancia
se perdieron inconexas.
Arias Gonzalo y sus hijos
andaban en ronda y vela
por la ciudad, y la infanta
desde un ajimez atenta
contemplaba el aguacero,
aliado de quien espera
que la libre de su hermano
cuyo campamento anega.
Mas dando en su mente a solas
a sus esperanzas vueltas,
veíalas inseguras
sobre aire y agua poniéndolas,
y se aburría mirándose
en tal extremidad puesta,
sin paz, ni esposo, ni amigo
que la distraiga en su pena:
todos los que tiene en torno
sólo la hablan de peleas,
de carestía y de riesgos
de su situación extrema.
Los príncipes son así
todos: aún en las más serias
situaciones, necesitan
quien la situación desmienta:
y del fugitivo D'Olfos
la infanta a veces se acuerda,
el solo que estar sabía
siempre alegre en su presencia:
el solo que la animaba
con misteriosas promesas,
y el solo que la infundía
una esperanza perpetua.
D'Olfos, mientras que los Arias
hombres adustos de guerra
vigilaban por Zamora,
teniendo galán en cuenta
que la infanta era mujer
por más infanta que fuera,
la inventaba distracciones,
y relatando leyendas,
cantando amorosas trovas
e improvisándola fiestas
familiares, la fingía
una ventura doméstica.
Mas D'Olfos estaba ausente;
y aunque se fué prometiéndola
en secreto, y ella sola
lo sabe, felices nuevas,
sólo oía de él informes
malos y malas ausencias;
y aunque en secreto esperábale
era con fe muy incierta.
Estando además la infanta
muy nerviosa y violenta,
no hay ya a familiaridades
quien con la infanta se atreva:
así es que ahora su alcázar
parece el de la tristeza,
y las visiones de un miedo
sin esperanza le pueblan.
En tal situación la infanta
a través de las vidrieras
miraba maquinalmente
sin que ver nada pudiera
en la oscuridad nocturna,
cuando sintió con sorpresa
a una puertecilla falsa
un toque…, casi una seña.
Sólo persona muy íntima
podía ser, mensajera
de alguna urgente noticia…,
¡plegué a Dios que no funesta!
Corrió a abrir y hallóse en frente
de D'Olfos: quedó suspensa
un instante y «¿qué hay?», le dijo:
y él respondió: «Es cosa hecha.
Los castellanos el campo
levantarán, y que venga
escribid a don Alfonso.
— ¿Y don Sancho? — Sus banderas
abandonarán mañana
las milicias leonesas,
las de Asturias y Galicia
y la gente aventurera.»
Quedó la infanta asombrada
sin comprenderle, e incierta
entre el miedo y la alegría
dijo a D'Olfos con voz trémula:
«Mas ¿quién hizo tal prodigio?
— Un hombre que sólo alienta
para vos, y a quien no hay nada
por vos que imposible sea.
Un hombre que os ama; un hombre
capaz de dar su existencia
por una mirada amante,
por una sonrisa vuestra.»
Doña Urraca era mujer,
niña no, pero aun doncella,
y si inspirar no la plugo
una pasión tan frenética,
no se ofendió de saber
que la inspiraba de veras,
y dejaba sin enojo
que D'Olfos se lo dijera.
Él al decírselo estaba
atento a cómo la sienta,
y ella tan mal no sentándola
oíale circunspecta;
mas en las frases de D'Olfos
empezaba la princesa
a entrever algo de extraño
que a sobresaltarle empieza;
no porque el amor la asuste
ni porque aquel no comprenda,
sino por algo que alcanza
de éste al fin que la amedrenta.
Y él a apurarla resuelto
y ella a apurarle dispuesta,
al diálogo interrumpido
tornaron de esta manera.
INFANTA. En fin, ¿quién es ese hombre
que tal pasión por mí engendra,
y cómo del Rey don Sancho
los batallones dispersa?
D'OLFOS. Yo, señora; yo que os amo;
yo a quien nada hay que detenga
ni amedrente por libraros
de un enemigo en la tierra.
INFANTA. ¡Jesús me ampare! ¿qué has hecho?
Habla: que yo te comprenda
bien: ¿qué es de mi hermano?
D'OLFOS. Ha muerto.
INFANTA. ¡Cómo!
D'OLFOS. Atravesado queda
por un venablo.
INFANTA. ¡Y tú fuistes!
D'OLFOS. Yo, por vos.
INFANTA. ¡Maldito seas!
D'OLFOS. ¿No le aborrecéis?
INFANTA. ¡Traidor!
por mucho que le aborrezca,
Judas infame, mi odio
hasta el de Caín no llega:
dijo doña Urraca irguiéndose
con la dignidad mas regia.
D'Olfos furioso, entendiendo
con ira que inútil era
su infando crimen y vanas
sus esperanzas quiméricas,
irguiéndose ante la infanta
como pisada culebra,
dijo, perdido el respeto,
el temor y la vergüenza:
D'OLFOS. ¿Es decir, mujer ingrata,
que te salvo y me condenas,
que te pierdo y que me pierdes,
que te adoro y me desprecias!
¿Tú, mi cómplice ante el mundo?
INFANTA. ¿Yo? ¡insensato!
D'OLFOS. Pues qué ¿piensas
que he de cargarme yo solo
con la traición por ti hecha?
¿Pues la muerte de tu hermano
a quién sino a ti interesa?
INFANTA. ¿Quién osará ni pensarlo?
D'OLFOS. Todos, en cuanto mi lengua
lo diga, y quedará póstuma
en la historia la sospecha.
INFANTA. Contra la historia y el mundo
Dios me basta y mi conciencia.
D'OLFOS. Dios y la conciencia salvan
en el cielo, no en la tierra.
INFANTA. Y a ti ni en tierra ni en cielo
habrá quién salvarte pueda.
Dijo la infanta: y lanzándose;
con juvenil ligereza
a la mampara, «¡a mí guardias!-
gritó con ímpetu abriéndola.
Mas cuando el primer soldado
llegó, ya por la escalera
secreta se había fugado
D'Olfos, y había barreado
la puertecilla por fuera.
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La infanta se vió perdida
si en Zamora no presenta
vivo o muerto al traidor D'Olfos,
y ordenó que lo cogieran
a todo trance. Él, que es hombre
de diabólicas ideas
que a cabo a llevar le ayuda
el diablo que le aconseja,
perdido en Zamora viéndose,
pues de él la infanta reniega,
pensó en salvarse achacándola
su salvación y perderla.
Cuando su traición fraguaba
D'Olfos, de sus cien maneras
de irse de Zamora al real,
por el río era una de ellas.
Tenía una balsa pronta,
hecha de una tabla gruesa
con dos rodillos traviesos
para que no se le vuelva,
y un gran lanzón de virar
para evitar, si tropieza,
golpe o vuelco, tiene atado
a su extraña carabela.
Tiénela a orilla del río
oculta entre la maleza
y atada a un árbol, teniéndola
para un extremo en reserva.
Corrió a su casa; embolsóse
el oro de sus gavetas;
bajó al río, entró en la balsa;
una punta de la cuerda
soltó desensortijándola
del árbol y recogiéndola,
dióse un empuje, y fióse
a la corriente revuelta.
Nadie le vió, nadie pudo
en tal lobreguez: sus huellas
borró la lluvia: en su casa
no se halló indicio ni seña
de lo que de él pudo ser,
de su salvación o pérdida.
Zamora le buscó en vano;
la infanta quedó en sospecha;
y una y otra sin venganza,
y de inocencia sin pruebas,
se contentaron de D'Olfos
con el nombre y la leyenda.