La leyenda del Cid: 18
II
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Aquella mañana misma,
y en el punto mismo acaso
en que pedía Rodrigo
contra él armas y caballo,
en el cuarto de Jimena
entraba el conde Lozano;
y su hija, apenas entraba,
le echaba al cuello los brazos.
— «Padre, ¿qué tienes? le dijo:
¿no estás aún desenojado?
Bendíceme: ayer me hicistes
en el alma mucho daño;
y por tu enojo de anoche,
la noche habemos pasado
en vela; tú dando vueltas,
yo tus huellas escuchando.»
— «Tienes razón, hija mía,
respondió el sombrío anciano:
ayer volví con enojos
que durarán muchos años.
Siéntate y oye.» Sentáronse
cada cual en un escaño;
y en guisa tal entablóse
entre padre e hija el diálogo.
CONDE. Nada hay para mí en la tierra
que valga como tú tanto;
tú eres lo único a que atiendo,
y eres lo único que amo.
Por ti he procurado hasta ahora
ir al par del rey Fernando,
y para ti creí poco
aun al infante don Sancho.
JIMENA. ¡Padre!
CONDE. Escucha. Por la sobra
de libertad que has gozado,
los frutos de mi esperanza
en flor se me malograron;
todo mi afán se ha perdido
y en tierra con mi obra has dado,
dando tú esperanzas locas
a un mozuelo castellano,
que sin merecer atarte
de tus chapines los lazos,
ha osado enviar a su padre
a pedir al rey tu mano.
Jimena a su padre oyendo
hablar así de su amado,
enrojeció: mas templóse
y díjole balbuceando:
JIMENA. Pues, padre; ¿los de Vivar
no son nobles hijosdalgos?
CONDE. Los nobles reyes de 0viedo
son nuestros antepasados,
y no hay par nadie en Castilla
con los que de allí arrancamos:
las montañas crían águilas
y las llanuras milanos.
Has puesto además los ojos
do sólo te era vedado
ponerlos; los de esa raza
son para la nuestra infaustos.
Tiempo hace ya que esas gentes
voy en mi camino hallando:
siempre tropezar con ellos
me temí, y ya he tropezado.
JIMENA. Padre, no comprendo bien
lo que me estáis platicando,
porque lo estáis dando vueltas
cual si temierais soltarlo.
CONDE. No temo nada; don Diego
ante el rey se me ha igualado,
y yo le hice echarse atrás.
JIMENA. ¿Cómo?
CONDE. Con mi propia mano.
JIMENA. Padre, tiemblo al comprender
lo que habéis hecho, hablad claro.
CONDE. La mano en la faz le puse.
JIMENA. ¡Y ante el Rey!
CONDE. Sí.
JIMENA. ¡Cielo santo!
CONDE. En la presencia del Rey
subírseme osó tan alto,
que al salir a la antesala
le traté como a un villano.
JIMENA. ¡Ay padre mió! ¿Qué hicisteis?
CONDE. Tal vez hice demasiado:
mas ya está hecho, y yo nunca
de mis hechos me retracto.
JIMENA. Dad satisfacción al rey.
CONDE. Yo ni áun al rey satisfago;
hoy partimos de Castilla;
de sus dominios me extraño.
JIMENA Pensadlo bien, padre mío.
CONDE. Ya está todo preparado;
carros, gente y hacanea
ya te aguardan en el patio.
Tú partirás con Bibiana
delante, al rey don Fernando
mientras yo escribo; y enviada
mi carta, saldré a alcanzaros.
JIMENA. Miradlo, padre, dos veces.
CONDE. Ya doscientas lo he mirado,
y tú estás ciega, y no miras
que tu pensamiento alcanzo.
JIMENA. ¡Señor!.. ..
CONDE. Lo que tú quisieras
volver a ver, y yo trato
de que no veas, es a él,
y más no has de verle: vamos.
Jimena que no vio nunca
con ella a su padre airado,
y vió que con él serían
ruego y razones en vano,
de miedo y angustia trémula
cogiendo sumisa el manto,
bajó al patio tras el conde
sus lágrimas enjugando.
El conde altivo, hecho a ver
ir juntos en sus mandatos
la ejecución y la orden,
como el trueno y el relámpago,
no aguardó más que a ver puestas
a las hembras a caballo,
para dar de la partida
la señal: dióla y marcharon.
La cabalgata, compuesta
de cien jinetes mallados,
cien peones ballesteros,
cuarenta mulas, diez carros,
y el servicio de Jimena
de un deudo del conde al mando,
comenzó a bajar la cuesta
y a adelantar por el llano.
Salió el conde a los adarves
a ver del soto a lo largo
tenderse aquel cordón de hombres
que eran todos sus vasallos.
Jimena que iba en el centro
del viejo deudo al cuidado
y servida por Bibiana,
decía a esta por lo bajo:
JIMENA. Bibiana, razón tenías.
BIBIANA. Mas ¿qué pasa? ¿dónde vamos?
JIMENA. Por haberme al rey pedido
del reino nos extrañamos.
BIBIANA. ¿Y su privanza?
JIMENA. Perdida.
BIBIANA. ¿Y tu esperanza?
JIMENA. Se ha ahogado.
BIBIANA. ¿Dónde?
JIMENA. En la faz de don Diego
do el conde puso la mano.
BIBIANA. ¡Dios mío! ¿Y los de Vivar?
JIMENA. Aunque sufran tal agravio,
ya es entre ellos y nosotros
imposible todo lazo.
BIBIANA. ¡Ay Jimena y tú le amabas!
JIMENA. ¡Ay Bibiana, le idolatro!
¡Su amor no sabré echar nunca
del alma en que está arraigado!
Llegaba el deudo solícito
por si las servía en algo,
y ellas al verle acercárselas
la conversación cortaron.
Continuó la cabalgata
en silencio caminando,
hasta dar en la espesura
en que remataba el páramo;
y allí a mirar el castillo
por movimiento simpático
todos sus húmedos ojos
por última vez tornaron.
Ya el conde viéndoles lejos,
habíase retirado
del adarve y escribía
su despedida a Fernando
Los que partían a entrarse
por la espesura empezaron,
hacia el castillo volviendo
los ojos a cada paso.
Y al darle su adiós postrero
en lágrimas arrasados,
los de Jimena y Bibiana
no pudieron con el llanto
ver una nube de polvo
que, por el opuesto lado
saliendo al llano, elevaban
los pies de muchos caballos;
y mientras entraban ellas
de los árboles por bajo,
como un huracán salían
los que llegaban al llano.