Ángel Guerra
Primera parte - Capítulo VI - Metamorfosis

de Benito Pérez Galdós


El tercer sermón fue breve. En pocas y resueltas palabras, Leré recomendaba a su amo que no se metiera en política, que dejase a los demás la misión de arreglar las cosas del Gobierno como quisiesen; que no llamase nunca enemigo al que pensara de otra manera que él, y afirmaba que en ningún caso se debe herir ni matar al prójimo, por la sola razón de llamarse blanca o llamarse azul. Llevado del íntimo placer que tales escarceos le producían, Ángel la estrechaba con dialéctica ingeniosa; pero la toledana se encastillaba con terquedad en sus afirmaciones, y no había medio de sacarla de ellas. No admitía el uso de las armas ni para el ataque ni para la defensa. «De modo -observó Guerra-, que según tú, no debe haber Guardia Civil.

-Yo no sé más sino que no se debe matar.

-Y la justicia humana tampoco, según tú, debe aplicar la pena de muerte.

-No matar, digo.

-Entonces, también suprimirás los ejércitos, que son la salvaguardia de las naciones.

-¿Y qué es eso de naciones? Si para que haya naciones es preciso matar, fuera naciones.

-Eso, y que no haya más que curas... Bonita situación. Y cuando nos invada el francés, o el inglés nos quite una colonia, saldrán los clérigos con el hisopo.

-¿Qué habla usted ahí del inglés y el francés? -dijo Leré, moviendo vertiginosamente los ojos-. Yo digo que se deben suprimir las armas, y que pecaron grandemente los que inventaron los cañones, fusiles y demás herramientas de matar.

-Eso es, sí; fuera navajas, pistolas, y por fin suprimamos los cuchillos y tenedores con que comemos, y en último caso, hasta los bastones, que también son armas.

-Bah... quite usted. Yo digo (Con inspirado semblante.) que la guerra es pecado; y el ponerse dos hombres, uno frente a otro, con armas, pecado; y el salir todos en fila, pegando tiros, pecado.

-Y la política también pecado.

-También... Si no quiere usted entenderlo, ¿qué culpa tengo yo? (Mirándole con lástima.) Es que somos demasiado sabios, y lo primero que tendría usted que hacer es olvidar toda esa faramalla, y quedarse ignorante mondo y lirondo... En fin, ya no predico más. Basta de sermones perdidos.

Chocó una contra otra las palmas de las manos, no como quien aplaude, sino como si se diera a sí misma un familiar apretón, y se levantó para retirarse. Por su gusto, Guerra la tendría a su lado, constantemente, porque su compañía le era muy grata, y aquel humanitarismo exaltado y etéreo le fascinaba, expuesto con tan candorosa sencillez y convicción. De tal modo había llegado a serle necesaria la presencia de Leré, que veía con grandísima pena aproximarse la conclusión del plazo concedido para decidir la manumisión de la esclava. Como ésta le concedía contados ratos de compañía, el hombre se hastiaba de su soledad, y al fin huía de ella y de su casa, buscando un refugio en la de Dulce. Ésta, viendo cesar las prolongadas ausencias de su hombre, creyó que de nuevo se aproximaba y pudo forjarse la ilusión de reconquistarle. Pero no permaneció mucho tiempo en su engaño, pues a los pocos días de tener allí con alguna fijeza a su hombre, entendió que éste se apartaba de ella con irresistible derivación. Conocíalo en el lenguaje de él, en sus maneras, en mil pequeñeces. En la vida íntima, el disimulo es imposible, y además Guerra no era gran disimulador: procuraba tener con su manceba ciertas delicadezas y miramientos, pero por mucho cuidado que en ello ponía, se clareaba demasiado la sequedad interior. Observó además la esposa ilegítima un fenómeno que aumentaba sus confusiones. En todos tiempos, a Guerra le sabía muy mal encontrarse con alguno de los Babeles en la casa de la calle de Santa Águeda. Pues en aquellos días, a los quince o veinte de muerta la niña, no sólo no se incomodaba de sorprender allí a Naturaleza, a Fausto, o a D. Pito, sino que les trataba con cierto afecto, y les socorría de una manera delicada. Maravillábase de esto Dulce, y con la suspicacia de su amor siempre en guardia se decía: «¿que habrá aquí? ¿qué significará esto?» No podía, no, por grande que fuera su penetración, identificarse con el espíritu de Guerra hasta el punto de sentir con él las causas de aquella súbita benevolencia hacia semejantes perdidos, bohemios o tramposos.

Era que fascinado por Leré, y sometido a una especie de obediencia sugestiva, ponía en práctica casi maquinalmente alguna de las máximas contenidas en los estrafalarios sermones de la iluminada. Ésta le había dicho: «socorre a los necesitados, sean los que fueren», y él sentía inclinación instintiva hacia ellos, principiando por la caridad elemental de oírles y considerarles, concluyendo por socorrerles en cierta medida discreta.

Los Babeles sabían de antiguo que no serían bien recibidos en el hogar de su hermana, y evitaban el aportar por allí. Los días de la enfermedad de Ción y siguientes, cuando Guerra llegó casi a olvidar que Dulce existía, ésta abrió la puerta a su familia por no consumirse en la soledad y tener a quien comunicar su pena y sobresalto; pero se apresuró a cerrarla, al ver que Ángel se aproximaba de nuevo. Su sorpresa fue grande al notar que el antes inflexible transigía, y que lejos de mostrarse molesto ante Naturaleza o don Pito, casi casi les agasajaba. «¡Pobrecillos! -decía-, hay que cuidar de ellos para apartarles del mal».

Así, en cuanto a doña Catalina de Alencastre le dio en la nariz tufillo de benevolencia, empezó a frecuentar la casa, y lo mismo hizo D. Simón Arístides, que alcanzó de Ángel el beneficio de un traje nuevo, no quería importunar; pero Fausto Naturaleza, Policarpo y don Pito cayeron allí como la langosta. Dulce cuidaba de que la invasión no fuera sofocante, y les mandaba ir por turno o en secciones; pero respecto a su tío el inválido de mar, hubo de admitirle a libre plática, porque Ángel dio en entretenerse con su compañía, oyéndole referir sus temerarias proezas. Y el narrador, excitado por el alcohol, extremaba la nota valiente, sin quitar a lo heroico lo bárbaro, y en sus labios resecos la epopeya negrera ponía los pelos de punta. A Guerra le agradaban el amargor salado y el vaho corrupto de estas lúgubres historias, por lo cual al pobre capitán nunca le faltaba para tabaco, ni para el otro vicio más feo.

No fue menuda jaqueca la que dio una mañana a su yerno D. Simón, el cual, juzgándole con criterio positivista, consideraba que la riqueza le había curado de sus aficiones a la jarana política, y por adularle se las echó de hombre de orden, diciendo con la mayor formalidad: «Convengamos, amigo mío, en que el país no quiere trifulcas, sino paz. Todos los esfuerzos por armarla resultan estériles. ¿Por qué? Porque no hay atmósfera. Esto es bueno, y ya ves cómo nos admiran las naciones extranjeras. El 68, hasta las clases pudientes nos alegrábamos de que hubiese jaleo; pero los tiempos han cambiado, y ya miramos mal al elemento levantisco. Lo que me decía D. Juan Prim cuando la Constituyente: «Desengáñese usted, amigo Babel, el país lo que quiere es trabajar». Vengan tratados de comercio, vengan ferrocarriles y venga moralidad administrativa. Cierto que no faltará el día menos pensado una revolucioncita, porque la sociedad no anda bien; pero vendrá en tiempo maduro, y cuando las clases conservadoras la pidamos... A propósito, querido Ángel, hoy estuvo a verme aquel buen Argüelles que se interesa por mí en el Ministerio, y me dijo que el Ministro desea mis servicios en la inspección del Timbre. Por otro lado el amigo Torres se empeña en meterme en las oficinas de esa sociedad nueva ¿sabes? los Seguros sobre las cosechas. Allí quieren hombres de trabajo, hombres entendidos, y el director, que fue jefe mío en Propiedades, ha dicho: «Daría la mano derecha por traerme a Simón Babel». Aquí me tiene usted vacilando, sin saber si entrar en Hacienda o en la Sociedad de Seguros.

-Opte usted por la sociedad particular -le dijo Guerra, por decir algo, pues harto sabía que todo, era farsa.

-¿Y mis derechos pasivos?

-¡Ah!... Pues opte usted por Hacienda.

-¡Y las molestias, las chinchorrerías de la inspección?

-Pues optar por las dos cosas, o por ninguna.

-Compadre, la cosa no parece tan fácil de resolver. Es para volverse loco.

Todo esto concluía por pedir un anticipo, ofreciendo próximo reintegro. Doña Catalina entraba luego en funciones, adulando a Guerra sin pedirle nada, con finos alardes de delicadeza. «Bastante ha hecho usted por nosotros; y con cien vidas que tuviéramos no le pagaríamos. Parece que al fin colocan a Simón. Yo he dicho que de ser en provincias, nos manden a mi Toledo de mi alma, y así matamos dos pájaros de un tiro, porque allí tengo mil cosillas que arreglar. Mi primo D. Pedro, el cura de Vargas, está acabando, y pasan a ser de mi propiedad los castillos, ¡si viera usted! Con unos torreones que llegan al cielo, y además las mejores fincas de la Sagra. Eso, sin perjuicio de las diferentes reclamaciones que tengo que hacer allí. ¡Ay! Pues si yo tuviera otro marido, ¡Santa Virgen del Sagrario! ya habría recuperado lo que me corresponde por mi nacimiento. No, no tomarlo a broma. ¿Recuerda usted aquella casa grandona que está a la entrada de la calle de la Plata, en Toledo, por la parte de San Vicente, edificio magnífico con una puerta plateresca, y sobre ella leones, águilas y un escudo como una montaña? Pues es mía.

-¿De usted?

-Mía, mía, mía. No hay que reírse, ni abrir esa bocaza. Papelito canta. Verá usted las escrituras cuando quiera. Y para que se vaya enterando la gente diré también, en confianza... esto en confianza... que todas las casas del corral de D. Diego, donde estuvo el palacio de Trastamara, me pertenecen... lo mismo que aquel cigarral... ¿sabe usted donde está la Venta del Alma? pues detrás, más allá... Todo lo he perdido por las bribonadas de un tutor. ¡Cosas de esta vida humana!, ¡ay! Que es una comedia que debiera silbarse. Claro, a mi me habría bastado echarme a los pies del rey Alfonso y decirle quién soy, para que me devolvieran a tocateja todita mi fortuna; pero nunca me he decidido a ir a Palacio. ¿Sabe usted por qué? Por tener este marido revolucionario y conspirador, pues el rey me lo habría echado en cara, y con muchísima razón; hay que ponerse en lo justo. Yo no me canso de decirle a Simón: «Pero Simón, hijo, reconoce pronto la legalidad; acepta los hechos consumidos o consumados, como dice Bailón, y déjate de repúblicas y marsellesa y tonterías». Pero él es de los que dicen: «Sálvense los principios y perezcan los postres», digo, las colonias, y así estamos... ¡ay dolor!... ¿Con qué cara me presento yo a Su Majestad Católica? Y conste, Sr. D. Ángel, que el día que me atufe, saco tres títulos como tres soles, que hemos dejado perder por el odio estúpido que Simón tiene a la aristocracia, tres títulos, que son... ya ni me acuerdo, porque con los disgustos, mi cabeza no es cabeza. Trátase de unos mayorazgos fundados por el tío Enrique, el de Trastamara... no, miento... (Cavilando, el dedo en la frente.) ¡Ah! Ya... la fundación la hizo un don Duarte o un D. Aduarte, a quien también tenemos enterrado en Reyes Nuevos, príncipe inglés... porque nosotros, ya sabe usted que descendemos de aquella casa... vamos, tampoco me acuerdo del dichoso nombre... Ello fue una casa celebérrima, que con otra, también de mucho fuste, sostuvo la guerra llamada de las Dos Rosas. Pues bien; ese D. Duarte fundó... ya, ya me acuerdo... tres mayorazgos para las hembras primogénitas de la familia, y los tres me corresponden a mí, por ser yo tres veces primogénita. Una duda tenemos ahora, y es si el enterramiento de las primogénitas de Alencastre corresponden en Reyes Nuevos o en Santa Isabel, donde está una de las hijas de los Reyes Católicos, que también son de la familia... luego lo explicaré... Mi tía doña Leonor de Guzmán, y otra que se llamaba... ¿a ver? ¡ah! Doña Inés de Aragón y Meneses... andan desperdigadas por aquellas iglesias de Dios, una en San Clemente, otra en San Juan de la Penitencia, y yo no sé a qué carta quedarme por lo que toca al sitio en que han de reposar mis pobres huesos... Pero en fin, esto no hace al caso. Ese bruto de Simón, porque la tortilla que le puse hoy cataba un poquitín quemada, no quedó iniquidad y desvergüenza que no echó por aquella boca, y entre otras inconveniencias, díjome que le haría un favor si me muriera. Ahí tienes por qué me he acordado de mi sepulcro, el cual ha de tener un leopardo, indicando nobleza, y un llorón que pregone a la posteridad mis penas y el padecer continuo de mi vida. En cambio a él, a ese fantasmón, le echarán a un muladar, sin ponerle letrero ni nada ¿Qué es un visitador de Timbres? ¡Pues como no le pongan en el sepulcro un sello de correos...! ¡Ay, cuánto me alegraría de que le dieran esa plaza, no por el vil sueldo que ha de traer a casa, si no por ver si de una vez dobla la rodilla ante las instituciones! Estoy decidida, y creo que aplaudirá usted mi propósito: en cuan ese badulaque coja la credencial, me planto en Palacio, que me planto, digo, y la Reina se quedará atónita cuando yo le cuente quién soy, y a renglón seguido tirará de la campanillas para llamar a Sagasta y mandarle que me entreguen lo mío».

Guerra miraba a la pobre señora con profunda lástima, y Dulcenombre, viendo a su madre con el rostro arrebatado y tan ligera de lengua, pensó que debía ponerle, si se dejaba, paños de agua fría en la cabeza.


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Ángel Guerra (Segunda parte)